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– Nombraste sólo a los que ya habían sido nombrados.

– Todos los que nombraste ya estaban en la lista negra.

– Entre delatar a tus amigos y traicionar a tu patria, te fuiste con la patria.

– Te dijiste que si seguías en el Partido se te iban a secar las fuentes de inspiración.

– El Partido te dijo cómo escribir, cómo pensar, y tú te rebelaste.

– Te rebelaste primero contra el Partido.

– Te horrorizó pensar que el estalinismo pudiese gobernar a los USA como gobernaba a la URSS.

– Fuiste a hablar ante el Comité y temblaste de horror. Aquí estaba ya, en América, lo mismo que tenías. El estalinismo te estaba interrogando pero aquí se llamaba macartismo.

– No diste un solo nombre.

– Te enfrentaste a McCarthy.

– ¿Por qué lo hiciste si sabías que ellos ya lo sabían? Para delatar a los delatores, Harry, para infamar al infamante, Harry.

– Para volver a trabajar, Harry. Hasta que te diste cuenta que daba lo mismo delatar o no delatar. Los estudios no le daban trabajo a los rojos. Pero tampoco le daban trabajo a los que admitían ser rojos y delataban a sus compañeros.

– No había salida, Harry.

– Sabías que el anticomunismo se había convertido en el refugio de los canallas americanos.

– No nombraste a los vivos. Pero tampoco nombraste a los muertos.

– No nombrarse a los que nunca fueron nombrados. Tampoco nombraste sólo a los que ya habían sido nombrados.

– Ni siquiera nombraste a los que te nombraron a ti, Harry.

– El Partido te pidió conformidad. Tú dijiste que aunque detestaras al Partido, no ibas a someterte al Comité. El Partido en su mejor momento era siempre mejor que el Comité en cualquier momento.

– Mi peor momento fue no poderle decir lo que pasaba a mi mujer. La sospecha arruinó nuestro matrimonio.

– Mi peor momento fue vivir escondido en una casa de luz apagada para evitar que me citaran los agentes del Comité.

– Mi peor momento fue saber que a mis pequeños hijos les aplicaron la ley del hielo en su escuela.

– Mi peor momento fue no contarle a mis hijos lo que ocurría sabiendo que ellos ya lo sabían todo.

– Mi peor momento fue tenerme que decidir entre mi ideal socialista y la realidad soviética.

– Mi peor momento fue tener que escoger entre la calidad literaria de mi trabajo y las demandas dogmáticas del Partido.

– Mi peor momento fue escoger entre escribir bien o escribir comercialmente, como lo quería el estudio.

– Mi peor momento fue mirarle la cara a McCarthy y saber que la democracia americana estaba perdida.

– Mi peor momento fue cuando el congresista John Ran-kin me dijo, usted no se llama Melvin Ross, en realidad su nombre es Emmanuel Rosenberg, eso demuestra que usted es un falsario, un mentiroso, un traidor, un judío vergonzante…

– Mi peor momento fue encontrarme al que me delató y verle cubrirse la cara con las manos de pura vergüenza.

– Mi peor momento fue que mi delator viniera llorando a pedirme perdón.

– Mi peor momento fue ser mencionado por los asquerosos columnistas de sociedad, Sokolsky, Winchell, Hedda Hopper. Al mencionarme me mancharon más que McCarthy. Su tinta olía a mierda.

– Mi peor momento fue tener que fingir mi voz por teléfono para hablarle a mi familia y mis amigos sin comprometerlos.

– Le dijeron a mi hija: tu padre es un traidor. No tengas nada que ver con él.

– Le dijeron los amigos a mi hijo: ¿Sabes quién es tu padre?

– Le dijeron a mis vecinos: dejen de hablarle a la familia de los rojos.

– ¿Tú qué les dijiste, Harry Jaffe?

– Harry Jaffe, descansa en paz.

Todos regresaron a Cuemavaca. Laura Díaz, aturdida, emocionada, perpleja, se fue a recoger las pertenencias de la casita de Te-poztlán. Recuperó también su propio dolor y el de Harry. Los recogió y se recogió. Sola con el espíritu de Harry, se preguntó si el dolor que sentía era compartible, su inteligencia le dijo que no, sólo hay dolor propio, intransferible. Aunque veía tu dolor, Harry. no podía sentirlo como tú lo sentías. Tu dolor sólo tenía sentido a través del mío. Es mi dolor, el dolor de Laura Díaz, ése es el único dolor que siento. Pero puedo hablar en nombre de tu dolor, eso sí. El dolor imaginado de un hombre llamado Harry Jaffe que murió de enfisema pulmonar, ahogado en sí mismo, mutilado del aire, con las alas caídas…

– Además de las tres posibilidades de respuesta al Comité macartista -vino a decirle una tarde Fredric Bell, la víspera del regreso de Laura Díaz a la ciudad de México- había una cuarta. Se llamaba el Testimonio Ejecutivo, Executive Testimony. Los testigos que denunciaban en público antes pasaban por un ensayo privado. La audiencia pública se volvía entonces puramente protocolaria. Lo que quería el Comité era saber nombres. Su sed de nombres era insaciable, la sed non satiata. Generalmente, el testigo era citado en un cuarto de hotel y allí delataba en secreto. El Comité ya tenía los nombres desde antes, pero no bastaba. El testigo tenía que repetirlos en público para gloria del Comité pero también para infamar al delator. Había confusiones. Se le hacía creer al delator que con la confesión secreta bastaba. Era tal el ambiente de miedo y persecución, que el delator se pescaba a esa tabla de salvación, se engañaba a sí mismo, creía «yo seré la excepción, a mí sí me mantendrán en secreto». Y a veces tenían razón, Laura. Es inexplicable por qué a cier-

tas personas que hablaron en la sesión secreta se les convocó enseguida a la sesión pública, y a otras no.

– Pero Harry fue valiente ante el Comité, le dijo a Mc-Carthy, «Usted es el comunista, senador».

– Sí, fue valiente ante el Comité.

– ¿Pero no lo fue en el Testimonio Ejecutivo? ¿Delató primero y se recantó después, denunció primero a sus amigos y atacó enseguida al Comité?

– Laura, las víctimas de la delación no delatamos. Sólo te digo que hay hombres de buena fe que pensaron, «si hablo de una persona insospechada, una persona a la que jamás podrían probarle nada, quedo bien con el Comité y salvo mi propio pellejo, pero no le hago daño a mis amigos».

Bell se puso de pie y le dio la mano a Laura Díaz.

– Mi amiga, si puedes llevarle flores a las tumbas de Mady Christians y John Garfield, por favor, hazlo.

Lo último que Laura Díaz le dijo a Harry Jaffe fue, «Prefiero tocar tu mano muerta que la de cualquier hombre vivo».

No sabe si Harry la escuchó. No supo si Harry estaba vivo o muerto.

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Siempre tuvo la tentación de decirle, no sé quiénes fueron tus víctimas, déjame que yo lo sea. Siempre supo lo que él le habría contestado, no quiero tablas de salvación… pero yo soy tu perra.

Harry había dicho que si había culpas, él las asumía totalmente.

– ¿Quiero salvarme yo? -decía con aire lejano-. ¿Quiero salvarme contigo? Lo tenemos que descubrir los dos juntos.

Ella admitía que le costaba mucho vivir adivinando, sin que él le dijera claramente qué había ocurrido. Pero en seguida se arrepentía de su propia franqueza. Entendía desde hace años que la verdad de Harry Jaffe sería siempre un cheque sin fecha y sin números, pero firmado al calce. Amaba a un hombre oblicuo, engarzado a una doble percepción, la del grupo de exiliados hacia Harry y la de Harry hacia el grupo.

Laura Díaz se preguntaba el porqué de la distancia de los exiliados hacia Harry. ¿Y por qué, al mismo tiempo, lo aceptaban co-

mo parte del grupo? Laura deseaba que fuese él quien le dijera la verdad, se negaba a aceptar versiones de terceros, pero él le dijo sin sonreír que si bien era cierto que la derrota es huérfana y la victoria tiene cien padres, la mentira, en cambio, tiene muchos hijos, pero la verdad carece de descendencia. La verdad existe solitaria y célibe, por eso la gente prefiere la mentira; nos comunica, nos alegra, nos hace partícipes y cómplices. La verdad, en cambio, nos aisla y nos convierte en islas rodeadas de sospecha y envidia. Por eso jugamos tantos juegos mentirosos. Para no soportar las soledades de la verdad.

– Entonces, Harry, ¿qué sabemos tú y yo, qué sabemos el uno del otro?

– Te respeto, me respetas. Tú y yo nos bastamos.

– Pero no le bastamos al mundo.

– Es cierto, no.

Lo cierto era que Harry estaba exiliado en México, igual que los Diez de Hollywood y los otros perseguidos por el Comité del Congreso primero, por el senador McCarthy después. Comunistas o no, ésa no era la cuestión. Había casos singulares, como el del viejo productor judío Theodore y su mujer Elsa, que no habían sido acusados de nada y se auto-exiliaron por solidaridad, porque las películas -decían- se hicieron en colaboración, con los ojos bien abiertos, y si uno solo era culpable de algo o víctima de alguien, entonces deberían serlo todos, sin excepción.

– Fuenteovejuna, todos a una -sonrió Laura Díaz recordando a Basilio Baltazar.

Había fieles recalcitrantes de Stalin y la URSS, pero también desilusionados del estalinismo que sin embargo no querían comportarse como estalinistas en su propia tierra americana.

– Si los comunistas llegáramos al poder en los USA, también calumniaríamos, exiliaríamos y mataríamos a los escritores disidentes -decía el hombre del copete.

– Entonces no seríamos verdaderos comunistas, seríamos estalinistas rusos, producto de una cultura religiosa y autoritaria que no tiene nada que ver con el humanismo de Marx, o con la democracia de Jefferson -le contestaba su compañero alto y cegatón.

– Stalin ha corrompido para siempre la idea comunista, no te engañes.

– Yo voy a mantener la esperanza de un socialismo democrático.

Laura no les daba ni rostro ni nombre a estas voces y se culpaba de ello, pero la justificaba la ronda de argumentos similares dichos por voces variables de hombres y mujeres que iban y venían, estaban allí y luego desaparecían para siempre, dejando sólo sus voces, no su apariencia física, entre las bugambilias del jardín de los Bell en Cuernavaca.

Había ex comunistas que temían acabar, como Ethel y Ju-lius Rosemberg. ejecutados en la silla eléctrica por crímenes imaginarios. O por crímenes ajenos. O por crímenes surgidos de la simple escalada de la sospecha. Había americanos de izquierda, socialistas sinceros o simplemente «liberales», a los que preocupaba el clima de persecución y delación desatado por una legión de oportunistas despreciables. Había amigos y parientes de víctimas del macartismo que se fueron de los Estados Unidos por solidaridad con ellos.

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