Un buen día, las tías Hilda y Virginia desaparecieron.
Su hermana Leticia se levantó a las seis de la mañana, hora habitual en que preparaba los desayunos para colocarlo todo -mangos y membrillos, mameyes y melocotones, huevos rancheros, pan de cemita, café con leche- a las siete en los lugares marcados por las servilletas enrolladas en aros de plata.
Miró con tristeza que luego juzgó premonición los sitios reservados para sus tres hermanas y las iniciales de plata, H, V, MO. Cuando a las siete y cuarto ninguna había aparecido, fue a la pieza de María de la O y la despertó.
– Perdóname. Tuve sueños muy pesados.
– ¿Qué soñaste?
– Que una ola. No sé -dijo casi avergonzada la tiíta-. Malditos sueños, ¿por qué se despiden tan rápido?
Enseguida Leticia tocó a la puerta de Hilda y no obtuvo respuesta. La entreabrió y vio que la cama estaba perfectamente tendida. Abrió las puertas del ropero y notó que sólo un gancho colgaba desnudo, y era el que normalmente se revestía del largo camisón blanco con pechera de holanes que más de mil veces Leticia había lavado y planchado. Pero las hileras perfectamente ordenadas de zapatillas y botines estaban completas, como un ejército en reposo.
Apresuró con angustia el paso al cuarto de Virginia, segura ya de que allí tampoco encontraría una cama revuelta. En cambio, había una nota escrita dentro de un sobre dirigido a Leticia y apoyado contra el espejo:
«HERMANITA: Hilda no pudo ser lo que quiso y yo tampoco. Ayer nos vimos al espejo y pensamos lo mismo. Es mejor la muerte que la enfermedad y la decadencia. ¿Para qué esperar con paciencia "¿cristiana?" la hora fatal, por qué no tener la valentía de ir hacia la muerte en vez de darle el gusto de que ella nos toque a la puerta una noche? Sentadas aquí en Xalapa, atendidas a tus bonda-
des y a tus esfuerzos, nos estábamos apagando como dos velas menguadas. Quisimos, las dos, hacer algo equivalente a lo que no pudimos realizar en vida. Nuestra hermana se miró los dedos artríticos y tarareó un Nocturno de Chopin. Yo me miré las ojeras y conté en cada una de mis arrugas un poema que nunca se publicó. Nos miramos y supimos lo que cada una pensaba -¡tantos años de vivir juntas, imagínate, desde que nacimos no nos hemos separado, nos adivinamos los pensamientos!-. La noche anterior, recordarás, nos sentamos las cuatro a jugar al tute en el salón. Me tocó barajar (a Hilda la excusamos por eJ estado de sus dedos) y me empecé a sentir mal, como debe sentirse alguien que entra en agonía y lo sabe, pero por muy mal que me sintiese, no podía dejar de barajar, seguí barajando sin ton ni son, hasta que tú y María de la O me miraron extrañadas y yo seguía barajando ahora frenéticamente, como si de mezclar las cartas dependiese mi vida y tú, Leticia, pronunciaste la frase fatal, repetiste ese dicho gracioso y viejo y terrible, "-Una viejita se murió barajando".
»Entonces miré a Hilda y ella a mí y nos entendimos. Tú y nuestra otra hermana estaban en otra parte, fuera de nuestro mundo.
«Mirando las cartas. Tú ofreciste sobre la mesa el rey de bastos.
«Hilda y yo nos miramos desde el fondo del alma… no nos busques. Desde ayer en la noche las dos nos pusimos los camisones blancos, nos dejamos los pies descalzos, despertamos a Zampayita y le ordenamos que nos llevara en el Issota al mar, al lago, donde nacimos. No se resistió. Nos miró como locas por salir en camisón. Pero él siempre seguirá las órdenes de cualquiera de nosotras. Así que cuando despiertes y leas esta carta, no nos encontrarás ni a Hilda ni a mí ni al negrito ni al coche. Zampayita nos soltará donde le indiquemos y las dos nos perderemos descalzas por la selva, sin rumbo, sin dinero, sin una canasta de pan, descalzas y con nuestros camisones puestos sólo por pudor. Si nos quieres, no nos busques. Respeta nuestra voluntad. Hemos querido hacer de la muerte un arte. El último. El único. No nos arrebates este gusto. Te quieren tus hermanas
VIRGINIA Y HILDA».
– Tus tías no reaparecieron -le dijo Leticia a Laura-. El coche lo encontraron en una curva del camino de Acayucan. Al negrito lo hallaron cosido a puñaladas en el mismo prostíbulo, perdóname hija, donde creció María de la O. No me mires así. Son puros
misterios y no voy a ser yo quien los aclare. Bastantes quebraderos de cabeza tengo con lo que ya sé, para aumentarlos con lo que ignoro.
Laura viajó a Xalapa apenas supo de la desaparición de las tías solteras, pero ignoraba la terrible suerte del fiel servidor de tantos años. Era como si el espíritu malvado de la madre de María de la O «la Triestina», hubiese regresado, tan negro como su piel, para vengarse de todos los que tuvieron un destino que, según su propia hija, la madre exaltaba localmente:
– Tan feliz que era yo de puta. ¡Chinguen a su madre los que me volvieron decente!
Leticia, anticipadamente, le dijo a Laura lo que ésta sabía desde siempre. La Mutti no andaba en chismes y averiguaciones. Iba enfrentando las cosas según acontecían. No necesitaba inquirir porque lo entendía todo y como lo acababa de decir, lo que no entendía lo imaginaba.
De regreso en el hogar veracruzano, Laura, como si mirase un desconcertado reloj de sol, entendió retrospectivamente, a causa del destino de sus tías y la actitud de su madre, que Leticia lo sabía todo sobre Laura, el fracaso de su matrimonio con Juan Francisco, su rebeldía contra el marido disuelta en la cómoda aceptación del trato protector de Elizabeth y de allí a la vacía, prolongada y al cabo inútil relación con Orlando; y sin embargo, ¿no habían sido indispensables estas etapas, en sí tan dispensables, para acumular instantes de percepción aislados pero que, sumados, la estaban conduciendo a una nueva conciencia, aún vaga, aún brumosa, de las cosas? El reloj de sol era inseparable del reloj de sombra.
Leticia aprovechó la fuga de las solteronas para mirar a fondo los ojos de Laura y pedirle lo que Laura le dijo, es muy pesado para ti y la tiíta cuidar a dos muchachos que ya van para los ocho y los nueve años, voy a llevármelos conmigo a México, tú y la tiíta también…
– Nos quedamos aquí, hija. Nos acompañamos. Tienes que rehacer tú sola tu hogar.
– Sí, Mutti. Juan Francisco nos espera a todos en la casa de la Avenida Sonora. Pero ya te lo dije, si tú y tu hermana quieren venir con nosotros, buscaremos una casa más amplia, no faltaba más.
– Resígnate a vivir sin nosotras -sonrió Leticia-. Yo no quiero salir del estado de Veracruz en toda mi vida. La capital me espanta.
¿Era necesario explicarle cómo, abandonada por Orlando, decidió rehacer su hogar con Juan Francisco, no por la flaqueza, sino por un acto de voluntad fuerte e indispensable que resumió para ella las lecciones de su vida con Orlando? Le había reprochado a su marido una falta de sinceridad básica, por no decir una cobardía por no decir una traición que para siempre lo volvería odioso a los ojos de la mujer y a ella odiosa ante sí misma, pues las excusas que pudo darse cuando se casó con el líder obrero, le parecían ahora insuficientes, por más que las justificasen la juventud y la inexperiencia.
Esta tarde, cercana a su madre en la vieja ciudad de su adolescencia, Laura hubiese querido decirle esto a la Mutti, pero la detuvo la propia Leticia con una conclusión contundente:
– Si quieres, puedes dejar aquí a los niños hasta que arregles tus asuntos con tu marido y vuelvan a acomodarse a la vida matrimonial. Pero eso tú ya lo sabes.
Las dos estuvieron a punto de decir al unísono «dime», pero ambas se dieron cuenta de que sin necesidad de cruzar palabra lo sabían todo, Leticia del fracaso matrimonial de Laura y Laura de la decisión de regresar, a pesar de todo, con Juan Francisco y darle una segunda oportunidad a su hogar y a sus hijos. Luego recordó que sí, estuvo a punto de decir que había perdido los años más recientes de su vida engañándose salvajemente, que la desilusión flagrante la había conducido a la mentira: ella misma se sintió justificada en romper con el hogar y entregarse a lo que dos mundos, el interno de su propio rencor y el externo de la sociedad capitalina, consagraban como aceptable vendetta para una mujer humillada: el placer, la independencia.
Laura no sabía ahora si una u otra cosa -goce, libertad- habían sido alguna vez suyos. Arrimada a Elizabeth hasta que la generosidad se convirtió en patronazgo, éste en irritación y al cabo en desprecio. Entregada al amor de Orlando hasta que la pasión se reveló como juego y engaño. Exploradora de una nueva sociedad de artistas, gente de abolengo viejo o de fortuna reciente, arribistas que, eso sí, nunca la engañó porque en las fiestas de Carmen Cortina la apariencia era la esencia y la realidad era su máscara.
Útil, sentirse útil, imaginar que servía para algo, la llevó bajo el techo del clan Kahlo-Rivera, pero toda su gratitud hacia la extraordinaria pareja que la acogió en un mal momento y la trató como amiga y compañera, no disfrazaba el hecho de que Laura era ancilar al mundo de los dos artistas; era una pieza sustituible dentro
de una geometría perfectamente lubricada como esas máquinas de acero reluciente que Diego celebró en Detroit, pero una máquina de frágiles pilares, como las piernas heridas de Frida Kahlo. Ellos se bastaban a sí mismos. Laura los querría siempre pero no se hacía ilusiones: ellos también la querían pero no la necesitaban.
– ¿Qué necesito, mamá, quién me necesita? -remató Laura después de decirle a Leticia todo lo anterior, todo lo que se había jurado no decirle y que ahora, habiéndolo dicho apresurada y vertiginosa, agarrada a las manos fuertes y hacendosas de su madre, no sabía si en verdad lo había dicho o si Leticia, una vez más, había adivinado los sentimientos y las ideas de su hija, sin que Laura pronunciara palabra.
«Dime», pidió Leticia y Laura supo que sabía.
– ¿Entonces los niños deberían seguir aquí?
– Sólo mientras vuelves a encontrarte con tu marido.
– ¿Y si no nos entendemos, como es muy posible?
– Es que no se van a entender nunca. Ésa es la cosa. Lo importante es que tú tomes a tu cargo algo verdadero y te decidas a salvarlo tú, en vez de esperar a que te salven. Como hasta ahora, perdóname que te lo diga.
– ¿Aunque sepa que va a salir mal otra vez?
Leticia asintió con la cabeza. -Hay que hacer ciertas cosas a sabiendas de que vamos a fracasar.
– ¿Qué salgo ganando, Mutti?
– Yo diría que la oportunidad de llegar a ser tú misma, dejando atrás tus pruebas fallidas. Ya no las volverás a pasar.