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XXIV. Zona Rosa: 1970

Laura, que lo había visto todo con su cámara, se detuvo este día de agosto de 1970 ante el espejo de su cuarto de baño y se preguntó,;cómo soy vista?

Guardaba, acaso, esa memoria de una memoria que es nuestro rostro pasado, no la simple acumulación de los años sobre la piel, ni siquiera su superposición, sino una especie de transparencia: soy así, como me veo en este momento, así fui siempre. El momento puede cambiar, pero siempre es uno solo, aunque tenga yo presente en mi cabeza todo lo que le pertenece a mi cabeza; siempre intuí, pero ahora lo sé, que lo que pertenece a la mente nunca se va de la mente, nunca dice «adiós»; todo perece, salvo lo que vive para siempre en mi mente.

Soy la niña de Catemaco, la debutante de San Cayetano, la novia de Xalapa, la joven esposa de la ciudad de México, la madre amorosa y la casada infiel, la aferrada compañera de Harry Jaffe, el refugio de mi nieto Santiago, pero soy sobre todas las cosas la amante de Jorge Maura; entre todos los rostros de mi existencia, ése es el que retengo en mi imaginación como el rostro de mis rostros, la faz que las contiene todas, la semblanza de mi pasión feliz, la cara que sostiene las máscaras de mi vida, el hueso final de mis facciones, el que permanece cuando la carne haya sido devorada por la muerte…

Pero el espejo no le devolvió el rostro de la Laura Díaz de los años treinta, el que ella, sabiéndolo transitorio, imaginaba eterno. Leía mucha antropología e historia antigua de México para entender mejor el presente que fotografiaba. Los antiguos mexicanos tenían derecho a escoger una máscara para la muerte, ponerse un rostro ideal para el viaje a Mictlan, la ultratumba de los indios, infierno y paraíso a la vez. Si fuese india, Laura escogería la máscara de sus días de amor con Jorge para sobreponerla a todas las demás, las de su infancia, su adolescencia, su edad madura y su vejez. Sólo

la máscara agónica de Santiago su hijo competiría con la de la pasión amorosa de Maura, pero ésta rendía el deseo de felicidad. Ésta era su fotografía mental de sí misma. Eso quería ver en el espejo esta mañana de agosto de 1970. Pero el espejo, esta mañana, era más fiel a la mujer que la mujer misma.

Había sido muy cuidadosa con su apariencia. Descubrió muy temprano, observando los ridículos cambios de peinado de Eli-zabeth García-Dupont, que debía escoger de una vez por todas un estilo de cabellera y nunca abandonarlo; el círculo de Orlando se lo confirmó, primero te cambias de pelo, en seguida te sientes satisfecha y renovada, pero finalmente la gente lo que nota primero es que lo que ha cambiado es tu cara, miren las patas de gallo, miren la frente plisada, ayayay, ya dio el viejazo, ya se hizo ruca. Por eso Laura Díaz, después de jugar con dejarse el fleco que usó de niña para cubrirse una frente demasiado alta y ancha y reducir un rostro demasiado largo, decidió, desde que conoció a Jorge Maura, rechazar el corte a la garcon ce las Clara Bow mexicanas seguido por el rubio platino impuesto por la sedosa Jean Harlow seguido por el ondulado marcel de las Irene Dunne locales; se restiró la cabellera hacia atrás, revelando la frente despejada, la nariz «italiana» que decía Orlando, prominente y aristocrática, saliente, fina y nerviosa, como si no cesara nunca de inquirir sobre todas las cosas. Rechazó primero la boquita picada de abeja de Mae Murray la viuda alegre de Von Stroheim y luego la boca inmensamente ancha de Joan Crawford, pintada como un temible ingreso al infierno del sexo, quedándose con los labios delgados, sin pintura, que acentuaban la escultura gótica de la cabeza de Laura Díaz, descendiente de renanos y canarios, montañeses y murcianos, apostándolo todo a la belleza de los ojos, los ojos de un color castaño casi dorado, verdoso al atardecer, plateado en el orgasmo de ojos abiertos que le exigía Jorge Maura, me corro con tu mirada, Laura mi amor, déjame ver tus ojos abiertos cuando me vengo, me excitan tus ojos, y era cierto, los sexos no son bellos, son incluso grotescos, le dice Laura Díaz a su espejo esta mañana de agosto de 1970, lo que nos excita es la mirada, es la piel, es el reflejo del sexo en la mirada ardiente y la piel dulce lo que nos acerca a la maraña inevitable del sexo, la guarida del gran arácnido del placer y de la muerte…

Ya no miraba su cuerpo al bañarse. Ya no le preocupaba más. Y Frida Kahlo, por supuesto. Frida obligaba a su amiga Laura a dar gracias por su cuerpo viejo pero entero. Antes de Jorge Maura,

estuvo Frida Kahlo, el mejor ejemplo de un estilo invariable, impuesto de una vez por todas, inimitable, imperial y único. No era el de su amiga y ocasional secretaria Laura Díaz, quien obedecía los cambios de la moda en el vestir-ahora iba repasando con una mano los atuendos de ayer colgados en un clóset, los breves vestidos de flapper de los veinte, las largas blancuras satinadas de los treinta, el traje sastre úe los cuarenta, el New Look de Christian Dior cuando la falda amplia regresó venciendo las penurias textiles de la guerra; pero después de su viaje a Lanzarote, Laura también adoptó un traje cómodo, casi una túnica, sin botones ni zippers ni cinturón, sin estorbo alguno, un largo blusón monacal que se podía poner y quitar sin ceremonias y que le resultó ideal para vivir en el valle tropical de Morelos primero y para recorrer volando, como si la sencilla tela de acogedor algodón le diese alas, todos los escalones de la Roma de las Américas, la ciudad de México, la urbe de cuatro, cinco, siete capas superpuestas, altas como los volcanes adormilados, hondas como el reflejo de un espejo humeante.

Pero este día de agosto de 1970, mientras llovía afuera y las gotas gordas golpeaban contra el vidrio corrugado de la sala de baño, el espejo me devolvía sólo una cara, ya no la cara preferida, la de mis treinta años, sino la cara de hoy, la de mis setenta y dos años, in-misericorde, veraz, cruel, sin disimulo, la alta frente plisada, los ojos de miel oscura perdidos ya entre ojeras abultadas y párpados caídos como cortinas usadas, la nariz crecida más allá de lo que ella jamás recordaría, los labios sin pintar y agrietados, todas las comisuras de la boca y los planos de las mejillas gastados como un papel de china usado demasiadas veces para envolver demasiados regalos inútiles, y la revelación que nada puede disfrazar, el cuello delator de la edad.

– ¡Pinche moco de guajolote! -decidió Laura reír ante el espejo y seguir queriéndose, queriendo su cuerpo y peinando su cabellera entrecana.

Luego unió los brazos sobre los pechos y los sintió helados. Vio el reflejo de sus manos picoteadas de tiempo y recordó su cuerpo de mujer joven, tan deseado, tan bien exhibido o escondido según lo decidía el gran apuntador escénico de la vanidad, el placer, la pulcritud y la seducción.

Se seguía queriendo.

– Rembrandt se pintó a sí mismo a todas las edades, desde la adolescencia hasta la vejez -dijo Orlando Ximénez cuando la invitó, por enésima vez, al Bar Escocés del Hotel Presidente en la Zona

Rosa y ella, for oíd tirae's sake, como insistía el propio Orlando, aceptó por una vez verlo un rato a las seis de la tarde, cuando el bar estaba vacío-. No hay documento pictórico más conmovedor que el de este gran artista capaz de verse sin el menor idealismo a lo largo de su vida, para culminar con un retrato de anciano que contiene en la mirada todas las edades previas, todas sin excepción, como si sólo la vejez revelara, no sólo la totalidad de una vida, sino cada una de las múltiples vidas que fuimos.

– Sigues siendo todo un esteta -rió Laura.

– No, óyeme. Rembrandt tiene los ojos casi cerrados entre los viejos párpados. Los ojos lagrimean, no por emoción, sino porque la edad vuelve aguada nuestra mirada. Mira la mía, Laura, ¡a cada rato tengo que secarme!, ¡parezco un acatarrado perpetuo! -rió a su vez Orlando tomando con la mano trémula su vaso de escocés con soda.

– Te ves muy bien, muy girito -adelantó Laura, admirando en efecto la seca esbeltez de su antiguo novio, tieso y vestido con una elegancia demodé, como si aún rifaran las modas del duque de Windsor, el saco a cuadros grises cruzado, la corbata de nudo ancho, los pantalones aguados y con valenciana, los zapatos Church de suela gruesa.

Orlando se había convertido en una escoba bien vestida y coronada por una calavera de escaso pelo gris bien untado a las sienes hasta desaparecer, escrupulosa aunque débilmente tejido, en la nuca. La figura un poco doblada quería indicar cortesía, pero revelaba edad.

– No, déjame decirte, lo prodigioso de ese último retrato del viejo Rembrandt es que el artista, sin parpadear ante el estrago del tiempo, nos permite recordar no sólo todas sus edades, sino las nuestras, para quedarnos con la imagen más profunda que sus ojillos de anciano resignado pero astuto atesoran.

– ¿Qué es?

– La imagen de una juventud eterna, Laura, porque es la imagen del poder artístico que creó la obra entera, la de la juventud, la madurez y la ancianidad. Ésa es la verdadera imagen que nos regala el último retrato de Rembrandt: soy eternamente joven porque soy eternamente creativo.

– Qué poco te cuesta todo -volvió a reír, esta vez defensivamente, Laura-. Ser frivolo, cruel, encantador, inocente, perverso. Y a veces, hasta inteligente.

– Laura, soy una luciérnaga, me enciendo y me apago sin quererlo -Orlando le devolvió la risa-. Es mi naturaleza. -La apruebas?

– La conozco -brilló la propia Laura.

– ¿Recuerdas que la primera vez te pregunté, «¿me aprueba tu cuerpo, paso con diez»?

– Me maravilla tu pregunta.

– ¿Por qué?

– Hablas del pasado como si pudiera repetirse. Hablas del pasado para hacerme una proposición ahorita, en el presente. -Laura adelantó la mano y acarició la de Orlando; notó que el viejo anillo de oro con las iniciales OX le quedaba grande para el dedo adelgazado.

– Para mí -dijo el eterno suspirante- tú y yo estamos siempre en la terraza de la Hacienda de San Cayetano en 1915…

Laura bebió con más rapidez que la debida su martini seco preferido -No, estamos en un bar de la Zona Rosa en el año de 1970 y resulta ridículo que evoques, qué sé yo, el lirismo romántico de nuestro primer encuentro, mi pobre Orlando.

– ¿No entiendes? -frunció el ceño el viejo-. No quise que nuestra relación se enfriase con la costumbre.

– Mi pobre Orlando, la edad lo enfrió todo.

Orlando miró al fondo del vaso de whisky. -No quise que la poesía se convirtiese en prosa.

Laura permaneció en silencio unos segundos. Quería decir la verdad sin herir a su viejo amigo. No quería abusar de su propia edad -los setenta y dos años de Laura Díaz- para juzgar a los demás desde una altura injusta. Ésa era una de las tentaciones de la vejez, emitir juicios impunes. Pero Orlando se le adelantó, precipitadamente.

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