– Laura, ¿quieres ser mi esposa?
Más que responder, Laura se dijo a sí misma tres verdades al hilo, las repitió varias veces, la ausencia simplifica las cosas, la prolongación las corrompe, la profundidad las mata. Con Orlando, la tentación era simplificar: ausentarse. Laura sintió, sin embargo, que alejarse rápidamente de un hombre y una situación que rozaban el ridículo era una especie de traición, quería evitarla a todo precio, no me traiciono a mí misma, ni a mi pasado, si en este momento no huyo, no simplifico, ni me río, si en este momento prolongo aunque vaya al desastre y profundizo aunque vaya a la muerte…
– Orlando -se aproximó Laura-. Nos conocimos en San Cayetano. Nos hicimos amantes en México. Me abandonaste con una nota en la que me decías que no eras ni lo que decías ni lo que parecías ser. Te estás acercando demasiado a mi misterio, me reprochaste…
– No, te advertí…
– Me lo echaste en cara, Orlando. «Prefiero guardar mi secreto», me escribiste entonces. Y sin misterio, añadiste, nuestro amor carecería de interés,…
– También te dije, «te quiero siempre…».
– Orlando, Orlando, mi pobre Orlando. Ahora me dices que llegó el tiempo de unirnos. ¿Se acabó el misterio?
Le acarició la mano nervuda y fría con verdadero cariño.
– Orlando, sé fiel a ti mismo, hasta el final. Sigue huyendo de toda decisión fatal. Aléjate de toda conclusión definitiva. Sé Orlando Ximénez, déjalo todo en el aire, todo abierto, todo inconcluso. Es tu naturaleza, ¿no te has dado cuenta? Incluso es lo que más admiro en ti, mi pobre Orlando.
El vaso de Orlando se convertía por momentos en una bola de cristal. El viejo quería adivinar.
– Debí pedirte que nos casáramos, Laura.
– ¿Cuándo? -ella sintió que se desgastaba.
– ¿Quieres decirme que he sido la víctima de mi propia perversidad? ¿Te he perdido para siempre?
Entonces él no sabía que ese «para siempre» ya había ocurrido medio siglo antes, en el baile de la hacienda tropical, no se había enterado que allí mismo, al conocerse, Orlando le había dicho «nunca» a Laura Díaz cuando quería decir «para siempre», confundiendo el aplazamiento con eso que acaba de decir: nunca quise que nuestra relación se enfriase en la costumbre, no quiero que te acerques demasiado a mi misterio.
Laura tembló de frío. Orlando le estaba proponiendo un matrimonio para la muerte. Una aceptación de que, ahora, ya no había más juegos que jugar, más ironías que exhibir, más paradojas que explorar. ¿Se daba cuenta Orlando de que al hablar de esta manera estaba negando su propia vida, la vocación misteriosa e inconclusa de toda su existencia?
– ¿Sabes? -sonrió Laura Díaz-. Recuerdo toda nuestra relación como una ficción. ¿Quieres escribirle un final feliz?
– No -balbuceó Orlando-. Quiero que no termine. Quiero recomenzar.
Se llevó el vaso a la boca hasta ocultar los ojos.
– No quiero morir solo.
– Cuidado. No quieres morirte sin saber lo que pudo haber sido.
– That's right. What could have been.
El registro de la voz de Laura se hizo muy difícil. ¿Martilló, pronunció, resumió o reasumió, pero todo ello con toda la ternura de la que fue capaz?
– Lo que pudo ser ya fue, Orlando. Todo sucedió exactamente como debió ocurrir.
– ¿Resignarnos?
– No, puede que no. Llevarnos algunos misterios a la tumba.
– Claro. Pero;dónde entierras tus demonios? -Orlando se mordió automáticamente el dedo adelgazado donde bailaba el anillo de oro pesado-. Todos traemos adentro un diablito que no nos abandona ni a la hora de la muerte. Nunca estaremos satisfechos.
Al salir del bar, Laura caminó largo rato por la Zona Rosa, el nuevo barrio de moda al cual acudía, en masa, la nueva juventud, la que sobrevivió a la matanza de Tlatelolco y fue a dar a la cárcel o al café, ambas prisiones, ambos encierros, pero que, en el perímetro entre la Avenida Chapultepec, el Paseo de la Reforma e Insurgentes, había inventado un oasis de cafeterías, restaurantes, pasajes, espejos donde detenerse, mirarse y admirarse, lucir las nuevas modas de la minifalda y el macrocinturón, las botas federicas de charol negro, los pantalones de anchura marinera y el corte de pelo beatle. La mitad de los diez millones de habitantes de la ciudad nómada eran menores de veinte años y en la Zona Rosa podían abrevar, exhibirse, ligar, ver y ser vistos, volver a creer que el mundo era vivible, conquistable, sin sangre derramada, sin pasado insomne.
Aquí, en estas mismas calles de Genova, Londres, Ham-burgo y Amberes, habían vivido los aristócratas venidos a menos del Porfiriato, aquí se habían abierto las primeras boítes nocturnas elegantes, durante la Segunda Guerra que transformó a la capital cosmopolita, el Casanova, el Minuit, el Sans Souci; aquí mismo, en la iglesia de La Votiva, había iniciado Dantón, audazmente, su carrera hacia la cumbre; aquí mismo, por la Reforma, habían marchado a la muerte los jóvenes de Tlatelolco, aquí se habían establecido los cafés que eran como cofradías de la juventud literaria, el Kineret, el Tirol y el Perro Andaluz, aquí estaban los restaurantes frecuentados por los pudientes, el Focolare, el Rívoli y el Estoril, y el restauran!
preferido de todos, el Bellinghausen con sus gusanos de maguey, sus sopas de fideo, sus escamoles y sus filetes chemita, sus deliciosos flanes de rompope y sus tarros de cerveza más frías que en cualquier otro sitio. Y aqui mismo, al inaugurarse el Metro, comenzaban a aparecer, vomitados por los trenes, los gandallas, los onderos, la chavi-za de los barrios perdidos expedidos desde los desiertos urbanos al lugar donde los camellos beben y las caravanas reposan: la Zona Rosa, bautizada por el artista José Luis Cuevas.
Laura, que lo había fotografiado todo, se sintió sin fuerzas para retratar este nuevo fenómeno: la ciudad se le escapaba de los ojos. El epicentro de la capital se había desplazado demasiadas veces durante la vida de Laura, del Zócalo, Madero y la Avenida Juárez, a Las Lomas y Polanco, a la Reforma transformada de avenida residencial parecida a París a avenida comercial parecida a Dallas, y ahora a la Zona Rosa: sus días, también, estaban contados. En el aire olía, en las miradas miraba, en la piel sentía, Laura Díaz, tiempos de crimen, inseguridad y hambre, aires de asfixia, invisibilidad de las montañas, fugacidad de las estrellas, opacidad del sol, grisú mortal de una ciudad convertida en mina sin fondo pero sin tesoros, barrancas sin luz pero con muerte…
¿Cómo separar la pasión de la violencia?
La pregunta del país, la pregunta de la capital, era la respuesta de Laura: sí, al fin y al cabo, alejándose de la cita final con Orlando Ximénez, Laura Díaz dijo:
– Sí, creo que logré separar la pasión de la violencia.
Lo que no logré, se dijo caminando tranquilamente de la calle de Niza a la Plaza Río de Janeiro por la calle de Orizaba y los sitios familiares, casi totémicos de su vida diaria -el templo de la Sagrada Familia, la nevería Chiandoni, la miscelánea, la papelería, la farmacia, el puesto de periódicos en la esquina con la calle de Puebla-, lo que no logré fue aclarar demasiados misterios, salvo el de Orlando, que por fin dilucidé esta tarde: él se quedó esperando algo que nunca llegó, esperar lo inesperable fue su destino, quiso romperlo esta tarde al proponerme matrimonio, pero el destino -la experiencia convertida en fatalidad- volvió a imponerse. Era lo fatal, murmuró Laura cobijada por el súbito esplendor de un atardecer prolongado, agónico pero enamorado de su propia belleza, un atardecer narcisista del Valle de México, repitiendo uno de los poemas favoritos de Jorge Maura,
Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura, porque ésta ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente…
Ese «canto de vida y esperanza» del maravilloso poeta de Nicaragua, Rubén Darío, envolvía con sus palabras a Laura esta tarde de agosto, limpia y aclarada por la lluvia vespertina, en la que la ciudad de México recobraba por unos instantes la promesa perdida de su belleza diáfana…
El aguacero había cumplido su puntual tarea, y, como se decía en México, «había escampado» y Laura, caminando de regreso al hogar, se entretuvo repasando los misterios sin respuesta, uno tras otro. ¿Existió realmente Armonía Aznar, ocupó esa mujer invisible el altillo de la casa de Xalapa, o fue el pretexto para disfrazar las conspiraciones de los anarcosindicalistas catalanes y veracruza-nos? ¿Fue Armonía Aznar un figmento de la joven, traviesa, indomable imaginación de Orlando Ximénez? Nunca vi el cadáver de Armonía Aznar, se sorprendió Laura Díaz; pensándolo bien, nomás me lo contaron. «No apestaba», me lo dijeron. ¿Estuvo realmente enamorada su abuela Cósima Reiter del chinaco bello y brutal, el Guapo de Papantla que le cortó los dedos y la dejó ensimismada para el resto de sus días? ¿Añoró alguna vez su abuelo Felipe Kelsen la perdida juventud rebelde en Alemania, llegó a conformarse del todo con su destino de próspero cafetalero en Catemaco? ¿Pudieron ser las tías Hilda y Virginia más de lo que fueron? Educadas en Alemania, sin el pretexto del aislamiento en un rincón oscuro de la selva mexicana, hubieran sido en Dusseldorf, concertista reconocida una, escritora famosa la otra? No era un misterio el destino de la tiíta María de la O si la abuela Cósima, enérgicamente, no la aleja de su madre la negra prostituta y la integra al hogar de los Kelsen. No era un misterio la bondad y rectitud de su propio padre don Fernando Díaz, ni el dolor portado por la muerte del joven prometedor, el primer Santiago, fusilado por los soldados de Porfirio Díaz en el Golfo. Pero Santiago en sí era un misterio, su política por necesidad y su vida privada por voluntad. Quizás ésta, al cabo, era un mito más inventado por Orlando Ximénez para seducir, inquietándola, excitando su imaginación, a Laura Díaz. ¿Qué ocurrió en el origen de la vida de Juan Francisco su marido, que con tanta gloria brilló en la plaza pública durante veinte años para luego apagarse
hasta morir defecando? ¿Nada, nada antes y nada después del intermedio de la gloria? ¿Nació de la mierda y murió de la mierda? ¿Podía el intermedio ser la obra entera, no un simple entreacto? ¿Nada? Misterios infinitamente dolorosos: si Santiago su hijo hubiese vivido, si las promesas de su talento estuviesen a la vista, cumplidas; si Dantón no hubiese tenido el genio ambicioso que lo llevó a la riqueza y a la corrupción. Y si el tercer Santiago, el muerto en Tlate-lolco, se hubiera sometido al destino trazado por el padre, ¿estaría vivo el día de hoy? ¿Y su madre, Magdalena Ayub Longoria, qué pensaba de todo esto, de estas vidas que eran suyas y compartidas con la de Laura Díaz?