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X. Detroit: 1932

La nota que dejó Orlando en la conserjería del Hotel Regis la esperaba a su regreso de Xalapa. La esperaba.

LAURA MI AMOR, NO SOY LO QUE DIGO NI LO QUE PAREZCO Y PREFIERO GUARDAR MI SECRETO. TE ESTÁS ACERCANDO DEMASIADO AL MISTERIO DE TU

ORLANDO

Y SIN MISTERIO, NUESTRO AMOR CARECERÍA DE INTERÉS. TE QUIERO SIEMPRE…

La administración le informó que no había prisa en abandonar el cuarto, la señora Cortina había dejado todo pagado hasta la semana entrante.

– Sí, doña Carmen Cortina. Ella paga por la habitación que ocupan usted y su amigo el señor Ximénez. En fin, desde hace tres años, ella le paga al señor Ximénez.

¿Amigo de quién?, iba a preguntar estúpidamente, ¿amigo en qué sentido?, ¿amigo de Laura, amigo de Carmen, amante de cuál, amante de ambas?

Ahora, en Detroit, recordaba el sentimiento terrible de desamparo que la abrumó en ese momento, la necesidad apremiante de ser compadecida, «mi hambre de piedad», y su reacción inmediata, tan abrupta como la desolación que le impulsó, de presentarse en la casa de Diego Rivera en Coyoacán y decirle aquí estoy, ¿me recuerdas?, necesito trabajo, necesito techo, por favor recíbeme, maestro.

– Ah, la chamaca vestida de negro.

– Sí, por eso volví a ponerme de luto. ¿Me recuerdas?

– Pues me sigue pareciendo espantoso y me cisca. Dile a Frida que te preste algo más colorido y luego hablamos. De todos modos, me pareces muy distinta y muy guapa.

– A mí también -dijo una voz melodiosa a sus espaldas y Frida Kahlo entró con un estrépito de collares, medallas y anillos, sobre todo un anillo en cada dedo, a veces dos: Laura Díaz recordó el incidente de la abuela Cósima Kelsen y se preguntó, viendo entrar al estudio a la mujer insólita de cejas negras sin cesura, pelo negro trenzado con listones de lana y amplia falda campesina, si el Guapo de Papantla no le había robado los anillos a la abuela Cósima sólo para entregárselos a la amante Frida, pues la aparición de la mujer de Rivera convenció a Laura de que ésta era la diosa de las metamorfosis que ella, junto con el abuelo Felipe, descubrió en medio de la selva veracruzana, la figura de la cultura del Zapotal que el abuelo Felipe Kelsen quiso desmitificar, convirtiéndola en mera ceiba, para que la niña no anduviera creyendo en fantasías…, una maravillosa figura femenina mirando a la eternidad, aderezada con cinturones de caracol y serpiente, tocada con una corona teñida por la selva, adornada de collares y anillos y aretes en brazos, nariz, orejas… La ceiba, a pesar de lo dicho por el abuelo, era más peligrosa que la mujer. La ceiba era un árbol tachonado de espinas. No se le podía tocar. No se le podía abrazar.

¿Era Frida Kahlo el nombre pasajero de una deidad indígena que encarnaba de tarde en tarde, reapareciendo aquí y allá para hacer el amor con los guerrilleros, los bandidos y los artistas?

– Que trabaje conmigo -dijo imperiosamente Frida, descendiendo la escalera del estudio sin apartar la mirada de los ojos saltones de Rivera, de las cuencas sombreadas de Laura, que en ese momento, mirándose en Frida, se miró a sí misma, miró a Laura Díaz mirando a Laura Díaz, se vio transformada, con un carácter nuevo a punto de nacer en las facciones conocidas pero también a punto de transformarse y, acaso, de ser olvidadas por la propia Laura Díaz, con su rostro esculpido, delgado y fuerte, su nariz alta, fuerte, larga, de poderoso caballete escoltado por ojos cada vez más melancólicos a cada lado, ojeras como lagos de incertidumbre detenidos al filo de las mejillas pálidas felices de encontrar el carmín de los labios delgados, ahora más severos, como si la figura entera de Laura se hubiese vuelto, en el mero contraste con la de Frida, más gótica, más estatuaria frente a la vida vegetativa, de flor exhausta pero en expansión, de la mujer de Diego Rivera.

– Que trabaje conmigo… voy a necesitar ayuda en Detroit, mientras tú trabajas y yo, pues ya sabes…

Pisó en falso y perdió pie; Laura corrió a socorrerla, la tomó de los brazos pero le tocó sin querer el muslo, ¿no se hizo usted

daño?, y lo que palpó fue una pierna seca, descarnada, compensada o confirmada, en un acto simultáneo de desafío y vulnerabilidad, por la mirada de ensoñación que, extrañamente, cruzaron las dos mujeres. Rivera rió.

– No te preocupes. No pensaba tocarla, Friducha. Es toda cuya. Imagínate, también esta chica es alemana como tú. Con una Valkiria me basta, te lo j uro.

Laura le gustó inmediatamente a Frida, la invitó a su recámara y lo primero que hizo fue sacar un espejo de marco esmaltado y pintado de azul añil, ¿te has visto, muchacha, sabes qué linda eres, te sacas provecho, sabes que eres rara, no se dan muchas bellezas alcas, de perfil cortado como a machetazos, de nariz prominente, ojos hundidos, profundos y ojerosos? ¿Piensa tu Orlando que te puede quitar el luto de la mirada? Déjatelo. A mí me gusta.

– ¿Cómo sabe usted?

– Corta el turrón, tú. Esta ciudad es una aldea. Todo se sabe.

Acomodó las almohadas de su cama de postes coloridos y enseguida le dijo, mientras Laura la ayudaba a empacar, nos vamos mañana a Gringolandia. Diego va a pintar un mural en el Instituto de Artes de Detroit. Una comisión de Henry Ford, imagínate. Ya sabes a lo que se presta. Los comunistas de aquí lo atacan por recibir dinero capitalista. Los capitalistas de allá lo atacan por ser comunista. Yo nomás le digo que un artista está por encima de esas pinches pendejadas. Lo importante es la obra. Eso queda, eso ni quién lo borre y eso le habla al pueblo cuando los políticos y los críticos se han ido a empujar margaritas.

– ¿Tienes tu propia ropa? No quiero que me imites. Ya sabes que yo me disfrazo de piñata por fantasía personal pero también para disfrazar mi pierna enferma y mis andares de coja. La que coja, que escoja, digo yo, cojón -dijo Frida, acariciándose el bozo oscuro del labio superior.

Laura regresó con su petaca mínima, ¿le gustarían a Frida los modelitos de Balenciaga y Schiaparelli, comprados con Elizabeth y gracias a la generosidad de Elizabeth, o debía revercir a una moda más simple? Una intuición inmediata le dijo que a esta mujer tan elaborada y decorativa lo que le importaba, precisamente por eso, era la naturalidad en los demás. Ésta era su manera de que los demás aceptaran la naturalidad de lo extraordinario en ella misma, en Frida Kahlo.

Se despidió con besos de sus pelones perros ixcuintles y todos tomaron el tren a Detroit.

El largo viaje por los desiertos del norte de México acompañados por las hileras de magueyes le hizo a Rivera recordar un verso del joven poeta Salvador Novo, «los magueyes hacen gimnasia sueca de quinientos en fondo», pero Frida dijo que ese tipo era un mal bicho, que se cuidaran de él, era una lengua rayada, un maricón malo, no como los putos tiernos y cariñosos que ella conocía y que eran miembros de su pandilla, Rivera se rió. -Si es malo, entonces mientras más malo, me¡or.

– Cuídate de él. Es uno de esos mexicanos que venden a su madre con tal de hacer un chiste cruel. ¿Sabes lo que me dijo el otro día en la exposición del tal Tizoc? «Adiós, Pavlova». «Adiós, Nal-gador», le contesté y se quedó de a cuatro.

– Cómo serás rencorosa, Friducha. Si te pones a hablar mal de Novo, autorizas a Novo a que hable mal de nosotros.

– ¿A poco no lo hacer De cornudo no te baja Diego y a mí me dice «Frida Kulo».

– No importa. Eso es el resquemor, el chisme, la anécdota. Queda el escritor, Novo. Queda el pintor, Rivera. Queda la vida. Se evapora la anécdota.

– Está bien. Diego, pásame el ukelele. Vamos a cantar la Canción Mixteca. Es mi canción favorita para ver pasar a México.

Qué lejos estoy del suelo donde he nacido, Inmensa nostalgia invade mi pensamiento…

Cambiaron de tren en la frontera, otra vez en St. Louis Missouri y de allí ya fueron directo a Detroit, Frida cantando con el ukelele, contando chistes colorados y luego al anochecer, cuando Rivera se dormía, mirando el paso de las infinitas llanuras de Norteamérica y hablando de los latidos de la locomotora, ese corazón de fierro que le excitaba con su pulso a la vez animoso y destructivo, como todas las máquinas.

– De jovencita me vestía de hombre y armaba relajo con mis cuates en las clases de filosofía. Nos llamábamos el grupo de Los Cachuchas. Y yo me sentía a gusto, liberada de las convenciones de mi clase, con ese grupo de muchachos que amaban a la ciudad tanto como yo, que recorríamos interminablemente, por los parques, por los barrios, aprendiéndonos la ciudad de México como si fuera un libro, de cantina en cantina, de carpa en carpa, una ciudad pequeña, bonita, azul y rosa, una ciudad de parques dulces y desorganizados,

de amantes silenciosos, de avenidas anchas y callejones oscuros y sorpresivos…

Toda su vida le contaba Frida a Laura mientras dejaban correr las llanuras de Kansas y las anchuras del Mississipi; buscó a la ciudad oscura, descubriendo sus olores y sabores, pero buscando sobre todo la compañía, la amistad, la manera de mandar la soledad a la chingada, ser parte de la chorcha, protegerse de los cabrones, Laura, pues en México basta que asomes la cabeza para que un regimiento de enanos te la corte.

– El resentimiento y la soledad -repetía la mujer de ojos dulces bajo las cejas agresivas, encajándose cuatro rosas en la cabeza en vez de corona y buscando, en el espejo del camarote, la unción de su peinado de flores y la puesta de sol sobre el gran río de las praderas, el «padre de las aguas». Olía a carbón, a légamo, a estiércol, a tierra fértil.

– Con el grupo de Los Cachuchas hacíamos locuras como robarnos tranvías y poner a la policía a corretearnos como en las películas de Buster Keaton, que son mis favoritas. Quién me iba a decir que un tranvía se iba a vengar de mí por andarme volando a sus po-lluelos, porque Los Cachuchas robábamos tranvías solitarios, abandonados de noche en Indianilla. A nadie le quitábamos nada y nosotros ganábamos la libertad de recorrer medio México de noche, a nuestro propio impulso, Laurita, siguiendo nuestra fantasía pero metidos a güevo en los rieles, de los rieles no te sales nunca, ése es el secreto, admitir que hay rieles pero usarlos para escapar, para liberarte…

El gran río ancho como un mar, el origen de todas las aguas de la tierra perdida por los indios, las aguas en las que te puedes bañar, la materia que te recibe alborozada, te abraza, te acaricia, te refresca, distribuye los espacios exactamente como los soñó Dios: las aguas son la materia divina que te acoge en contra de la materia dura que te rechaza, te hiere, te penetra.

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