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Cuando tomó el tren de regreso a México, sabía que había mentido, que iba a buscar un destino para ella y sus hijos sin Juan Francisco, que reconciliarse con su marido era la salida fácil y la peor para el futuro de los niños.

Bajó la ventanilla del pullman y los vio sentados en el Isot-ta-Fraschini que Xavier Icaza, inútil pero elegantemente, le había regalado de bodas a Juan Francisco y a Laura y con el cual se habían quedado, inútilmente también, las cuatro hermanas Kelsen que ya no salían de su casa, dejando que el negro Zampayita se luciera manejándolo de tarde en tarde, o llevando de excursión a los niños. Las vio sentadas allí a las cuatro hermanas Kelsen, que habían hecho el supremo esfuerzo de venir a despedirla, junto con los niños. Dantón no la miraba; fingía, con ruidos estrambóticos de la nariz y la boca, que conducía el automóvil. La mirada de Santiago el niño no la olvidaría. Era el fantasma de sí mismo.

El tren arrancó y Laura sintió una angustia repentina. No eran cuatro las mujeres de la casa de Xalapa. ¡Li Po! ¡Olvidó a Li Po! ¿Dónde estaba la muñeca china, por qué nunca la buscó, ni pensó

en ella? Quiso gritar, quiso preguntar, el tren se alejó, los pañuelos se agitaron.

– ¿Te imaginas un líder obrero con un automóvil europeo de lujo estacionado en el garaje? Olvídalo, Laura. Dáselo a tu mamá y a tus tías.

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