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¿Quiénes miraban, en contraste, al espectador?

Los negros. Ellos tenían caras. Las tenían en 1932, cuando Rivera vino a pintar y Frida ingresó al Hospital Henry Ford y el gran escándalo fue una Sagrada Familia que Diego introdujo ostensiblemente en el mural para provocar, aunque Frida estaba embarazada y perdió al niño y en vez de niño dio a luz a una muñeca de trapo y al bautizo de la muñeca asistieron loros, monos, palomas, un gato y un venado… ¿Se burlaba Rivera de los gringos, o les tenía miedo y por eso no los pintaba de cara al mundo?

El artista nunca sabe lo que sabe el espectador. Nosotros conocemos el futuro y ese mural de Rivera, los rostros negros que sí se atrevió a mirar, que sí se atrevieron a mirarnos, tenían puños no sólo para construirle autos a Ford. Sin saberlo, por pura intuición, Rivera pintó en 1932 a los negros que el 30 de julio de 1967 -la fecha está grabada en el corazón de la ciudad- le prendieron fuego a Detroit, la saquearon, la balacearon, la redujeron a cenizas y le entregaron cuarenta y tres cadáveres a la morgue. ¿Ésos eran los úni-

cos que miraban de frente en el mural, esos cuarenta y tres futuros muertos, pintados por Diego Rivera en 1932 y desaparecidos en 1967, diez años después de la muerte del pintor, cuarenta y cinco años después de ser pintados?

Un mural sólo en apariencia se deja ver de un golpe. En realidad, sus secretos requieren una mirada larga y paciente, un recorrido que no se agote, siquiera, en el espacio del mural, sino que lo extienda a cuantos lo prolongan. Inevitablemente, el mural posee un contexto que eterniza la mirada de las figuras y la del espectador. Me sucedió algo extraño. Tuve que dirigir mi propia mirada fuera del perímetro del mural para regresar violentamente, como una cámara de cine que del full-shot se dirige como flecha al acercamiento brutal, al detalle, a las caras de las mujeres trabajadoras, masculi-nizadas por el pelo corto y el overol, pero sin duda figuras femeninas. Una de ellas era Frida. Pero su compañera, no Frida sino la otra mujer de la pintura -sus facciones aguileñas, consonantes con su gran estatura, su mirada melancólica de cuencas sombreadas, sus labios delgados pero sensuales por su descarnamiento mismo, como si las líneas fugitivas de su boca proclamasen una superioridad estricta, suficiente, sin coloretes, sobria e inagotable por ello, abundante en secretos al decir, al comer, al amar…

Miré esos ojos casi dorados, mestizos, entre europeos y mexicanos, los miré como los había mirado tantas veces en un pasaporte olvidado en un cajón tan cancelado como el propio documento de viaje. Los miré igual que en fotos exhibidas, desparramadas o arrumbadas por toda la casa de mi joven padre asesinado en octubre de 1968. Esos ojos que mi recuerdo muerto no conoció pero que mi memoria viva conserva en el alma, treinta años más tarde, ahora que voy a cumplir treinta y cuatro y el siglo XX se nos va a morir; esos ojos los miré temblando, con un azoro casi sagrado, tan largo sin duda que mis compañeros de trabajo se detuvieron, se acercaron, ¿me pasaba algo?

¿Me pasaba algo? ¿Recordaba algo? Yo miraba el rostro de esa bella y extraña mujer vestida de obrero y al hacerlo, todas las formas del recuerdo, la memoria o como se llamen esos instantes privilegiados de la vida, se agolparon en mi cabeza como un océano desatado cuyas olas son siempre iguales y nunca las mismas: acabo de mirar el rostro de Laura Díaz, esa cara descubierta en medio de la plétora del mural es la de una sola mujer y su nombre es Laura Díaz.

El camarógrafo Terry Hopkins, un viejo -aunque joven- amigo, le dio una iluminación final, filtrada de acentos azules, a la pared pintada, como un acto de despedida, acaso -Terry es un poeta- pues su iluminación se confundía con la del ocaso real del día que vivíamos en febrero de 1999.

– ¿Estás loco? -me dijo-. ¿Vas a regresar a pie al hotel?

No sé cómo lo miré, pero no me dijo nada más. Nos separamos. Cargaron el latoso (y costoso) equipo de filmación. Partieron en el minivan.

Me quedé solo con Detroit, la ciudad arrodillada. Me fui caminando lentamente.

Libre, con la furia de una masturbación juvenil, empecé a disparar mi cámara en todas las direcciones, contra las prostitutas negras y las jóvenes patrulleras negras de la policía, contra los niños negros con gorros de estambre agujereados y chamarras friolentas, contra los viejos pegados a un bote de basura convertido en calentador callejero, contra las casas abandonadas -sentí que las penetraba todas- donde se hospedaban los miserables sin más hogares que éstos, contra los junkies que se inyectaban placer y mugre en los rincones, a todos les fui disparando descarada, ociosa, provocativamente con mi cámara como si recorriese una galería ciega donde el hombre invisible no era ninguno de ellos sino yo, yo mismo devuelto repentinamente a la ternura, a la añoranza, al cariño de una mujer a la que no conocí en mi vida, pero que la llenaba con todas esas formas del recuerdo que son su parte involuntaria y su parte de volición, sus privilegios y sus peligros: memoria que es al mismo tiempo expulsión del hogar y regreso a la casa materna; temerario encuentro con el enemigo y añoranza de la cueva original.

Un hombre con una tea encendida pasó gritando por los pasillos de la casa abandonada, prendiendo fuego a todo lo inflamable; recibí un golpe en la nuca y caí mirando un rascacielos solitario parado de cabeza, bajo un cielo acatarrado; toqué la sangre ardiente del verano que aún no llegaba, bebí las lágrimas que no borran la oscuridad de la piel, escuché el ruido de la mañana, pero no su anhelado silencio; vi a los niños jugando entre las ruinas, examiné la ciudad yacente, ofreciéndose a una auscultación sin pudor; me oprimió el cuerpo entero un desastre de ladrillo y humo, el holocausto urbano, la promesa de las ciudades inhabitables; un hogar para nadie en la ciudad de nadie.

Alcancé a preguntarme, cayendo, si se puede vivir la vida de una mujer muerta exactamente como ella la vivió, descubrir el secreto de su memoria, recordar lo mismo que ella.

La vi, la recordaré.

Es Laura Díaz.

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