Llegaba tarde. Llegaba temprano. Siempre, demasiado tarde o demasiado temprano. Aparecía inesperadamente a cenar. Otras veces, no llegaba.
Leticia, apenas la mandó traer su marido Fernando Díaz a Veracruz, estableció con toda naturalidad, sin sentir que se imponía, los mismos horarios y el orden de su vida anterior en la finca cafetalera de Catemaco. Por más bullicioso y deslavado que fuese el puerto, el sol salía a la misma hora junto al lago y a la orilla del mar. Desayuno a las seis, comida a la una, merienda a las siete, o cena, en casos especiales, a las nueve.
Veracruz le daba a Leticia Kelsen la variedad de sus mariscos y pescados, y la madre de Laura los combinaba de maravilla, los pulpos en su tinta y con arroz blanco, los tostones de plátano frito con frijoles, claro, refritos; el blanco huachinango del Golfo nadando entre cebolla, pimientos y aceitunas; la carne deshebrada en cilantro o cuajada de oscuras salsas manchamanteles; la repostería monjil y los cafés mundanos, pausados, conocedores del calor y el insomnio, amigos de las siestas y las lunas.
Podían tomarse a cualquier hora en el célebre Café de la Parroquia donde un avispero de mozos con delantal blanco y corbata de palomita corrían entre el zumbido de los clientes sirviendo molletes y huevos rancheros mientras combinaban, como magos mal remunerados en un carnaval sin horarios, el café y la leche servidos en vasos de vidrio y derramados con una simultaneidad asombrosa desde alturas acrobáticas. Todo lo presidía la gran cafetera de plata, importada desde Alemania, que ocupaba el centro y el fondo del café como una reina argentina condecorada de llaves, grifos, espuma, humos y sellos de fábrica. Lebrecht und Justus Krüger, Lübeck, 1887.
De Europa llegaban también las revistas ilustradas y las novelas que el padre de Laura, Fernando Díaz, esperaba con impaciencia cada mes, cuando el paquebote de Southampton y Le Havre entraba al puerto sólo para darle gusto, parecería, al contador pú-
blico que allí lo aguardaba, con el carrete bien plantado para protegerse de un sol pesado como una sábana mojada. El bastón con empuñadura de marfil. El terno completo que tanto llamó la atención en Catemaco cuando Fernando cortejó y conquistó a Leticia. Con la otra mano, tomaba la de Laura, su hija de doce años.
– Las revistas, papá, primero las revistas.
– No. Primero los libros para tu hermano. Avísale que ya están aquí.
– Mejor se los llevo a su cuarto.
– Como gustes.
– ¿Está bien que una niña de doce años visite la recámara de un muchacho mayor de veinte? -decía sin levantar la voz Leticia apenas salía, todavía saltando infantilmente, Laura del salón.
– Es más importante que se quieran y se tengan confianza -le contestaba, tranquilamente, su marido Fernando Díaz.
Leticia se encogía de hombros, se ruborizaba recordando el moralismo del cínico fugitivo padre Elzevir Almonte pero enseguida miraba con orgullo la sala de su nueva casa, que era el piso superior del Banco de la República que su marido, desde hacía apenas un mes, regenteaba.
– Cumplió con su palabra. A base de esfuerzo, como lo prometió, ascendió de cajero a contador a director de banco, sacrificándole, le decía a Leticia, once años de vida conyugal, de cercanía con Laurita y de orden en un hogar, si así se atrevía a llamarlo, de hombres solos -Fernando y su hijo Santiago, fruto del primer matrimonio con la difunta Elisa Obregón- que, por mejor servidos que estuviesen, dejarían el puro encendido aquí o apagado allá, el libro abierto en la cama, el calcetín perdido debajo de la misma y, en fin, el lecho deshecho durante demasiadas horas.
Ahora, estaba Santiago recostado en la cama del nuevo y cómodo, casi suntuoso, hogar. Su largo camisón con pechera de volantes parecía un nido de palomas. Juntó las piernas al entrar la Laurita su media hermana con la pila de libros detenidos sobre las manos unidas como un inestable columpio, formando una torrecilla de Pisa que Santiago se apuró a detener antes de que Anatole France y Paul Bourget dieran con sus letras en el suelo.
Apenas se conocieron, «congeniaron», como entonces se decía, y aunque el encuentro era inevitable, tanto Leticia como su marido Fernando tuvieron, cada uno por su parte, temores que se cuidaron, al principio, de comunicarse entre sí. La madre temía que
una chica a las puertas de la adolescencia sufriese influencias, y hasta contactos, indebidos, debido, precisamente, a la cercanía de un joven nueve años mayor que ella. Su hermano, sí, pero de todos modos un desconocido, una novedad. ¿No era novedad suficiente el paso previsto siempre, aplazado tantas veces, de la vida rural y el patriarcado de don Felipe Kelsen, la abuela mutilada y las cuatro hacendosas hermanas, a la nueva vida separada de la mamá que dejó de dormir en la misma recámara que la niña para irse al lecho del padre que hasta entonces había dormido solo, dejando sola a la niña que no podía dormir (fue su primer, ingenuo deseo) con su medio hermano? ¿Se le pueden poner rejas a las olas del lago?
– Las mujeres en el trópico maduramos muy rápido, Fernando. Yo me casé contigo a los diecisiete.
No decía toda la verdad, en las caras de mis hermanas de sangre y de mi media hermana vi una vida solitaria, las tres tenían destino de solteronas porque querían otras cosas, Virginia escribir, Hilda ser concertista, y sabían que nunca iban a tenerlas pero nunca iban a renunciar a ellas y esa devoción muda y dolorosa las iba a empeñar en escribir poemas y tocar el piano rodeadas de lectores y auditorios invisibles salvo dos personas a quienes sus sonetos y sonatas iban dirigidas como un reproche: sus padres, Felipe y Cósima. María de la O, en cambio, nunca se casaría por simple gratitud. Cósima la había salvado de un destino desgraciado. María de la O sería fiel para siempre con la familia que le dio amparo. Leticia, una chica que aprendió muy pronto las reglas de un silencio provechoso en un hogar que dividía desigualmente la fortuna del padre don Felipe y los infortunios de Cósima la madre y las otras hijas, decidió casarse cuanto antes y casi sin condiciones, para escapar al destino de los sueños disipados, borrados, grises, sin contorno, que convertían a las tres mujeres de Catemaco en actrices de una pantomima en la niebla. Se casó con Fernando y se salvó de la soltería. Tuvo una hija y se salvó de la infecundidad. Permaneció al lado de los suyos y se salvó -era su excusa- de la ingratitud. Fernando su marido la entendió y como él mismo tenía que contar con tiempo para ascender y ofrecerle a Leticia y Laura una buena vida, mientras le daba a su hijo, Santiago, los cuidados requeridos por un niño sin mamá, el acuerdo singular entre Fernando y Leticia le pareció a ambos no sólo razonable, sino soportable.
Lo vino a consolidar la necesidad que Felipe Kelsen llegó a tener de su yerno cuando la avanzada edad del presidente Porfirio
Díaz, las huelgas reprimidas con sangre, los brotes revolucionarios en el norte del país, la actividad anarcosindicalista aquí mismo en Veracruz, las inoportunas declaraciones de don Porfirio al periodista norteamericano Creelman («México está maduro para la democracia») y la campaña antirreeleccionista de Madero y los hermanos Flores Magón, sembraron la inquietud en los mercados, Veracruz salió perdiendo en la competencia con la industria azucarera cubana restaurada después de la cruenta guerra entre España y los Estados Unidos, y la tradicional apelación de los empresarios alemanes en México a la Compañía Alemana de Minas en la ciudad de México tampoco fue escuchada. La guerra europea era posible. Los Balcanes se incendiaban. Francia e Inglaterra habían concluido la Entente Cordiale y Alemania, Italia y Austria-Hungría la Triple Alianza: sólo faltaba cavar las trincheras y esperar la chispa que incendiara a Europa. El capital se reservaba para financiar la guerra y encarecer los productos, no para dar crédito a fincas germanomexicanas…
– Tengo doscientas mil matas de café produciendo mil quinientos quintales -agregó don Felipe-. Lo que me falta es crédito, lo que me falta es circulante…
Que no se preocupara le dijo su yerno Fernando Díaz. Había ascendido a gerente del Banco de la República en Veracruz y él se encargaría de otorgarle el crédito a don Felipe y a la bella finca «La Peregrina» recuerdo de la hermosa novia alemana doña Cósima. El Banco se resarciría entregando las cosechas a las casas comerciales del puerto, cobrando comisión por ventas y abonando las ganancias a favor de la finca de los Kelsen. Y Leticia, junto con la niña Laura, podrían al fin venirse a vivir con el paterfami-lias don Fernando Díaz y su hijo Santiago, al cabo abrigados todos por el techo dé la gerencia del Banco de la República en Veracruz.
Qué distinto para Laura era vivir en una casa rodeada de calles, no de campo; ver pasar el día entero a gente desconocida bajo los balcones; vivir en segundo piso y tener el negocio abajo; lamer los barrotes del balcón porque sabían a sal y mirando el mar veracruzano, lento, plomizo, pesado, brillante cuando se recuperaba de la tormenta pasada aunque preparándose ya para la siguiente, despidiendo vapores calientes en vez de la frescura del lago… La selva presidida por la estatua de la giganta enjoyada que ella vio, no la soñó, no era una ceiba, el abuelo Felipe debió considerar a Laura como una verdadera boba…
– Muros espesos, rumor de agua que corre, corrientes de aire y mucho café caliente: ésa es la mejor defensa contra el calor -dictaminó, cada vez más segura de sí misma, Leticia, ahora que ya era ama de hogar, liberada al fin de la tutela paterna para encontrar en su marido lo mismo que le encantó en el novio, aquella vez que se conocieron en las fiestas de la Candelaria en Tlacotalpan.
Era un hombre tierno. Eficaz y concienzudo en su trabajo. Decidido a superarse. Leía inglés y francés, aunque era más anglófilo que afrancesado. Pero tenía conciencia de un extraño vacío que le impedía comprender los misterios de la vida, los secretos que son parte esencial de cada personalidad, sin prejuzgar a buenos o malos. Leía muchas novelas para suplir este defecto. Al cabo, sin embargo, para Fernando las cosas eran como eran, el trabajo puntual, la superación un mandato, los placeres una medida, y las personalidades, la propia o la ajena, un misterio que se debía respetar.
Indagar en el alma de los demás era para este hombre formado, de cuarenta y cinco años, chisme, fisgonería de viejas argüen-deras. Leticia lo amaba porque, a los treinta años, aunque casada a los diecisiete, compartía todas sus virtudes con él, y, como él, se quedaba desamparada ante el misterio de los demás. Aunque la única vez que usó esa expresión -los demás- Fernando dejó caer la novela de Thomas Hardy y le dijo, nunca digas los demás, porque parece que estarían de más, sobrando.