VII. Avenida Sonora: 1928
¿En qué pensaba él? ¿En qué pensaba ella?
Él era impenetrable, como una esfera de navajas. Ella sólo podía saber en qué pensaba él sabiendo en qué pensaba ella. En qué pensaba ella cuando él, con reiteración cada vez más irritante para ella y menoscabo para él, la acusaba de no haber subido al altillo de Xalapa a ver a la anarquista catalana, hasta que ella se fatigó, se dio por vencida, arrumbó sus propias razones y comenzó a anotar en un cuadernillo cuadriculado que usaba para llevar las cuentas de la casa las ocasiones en que él, sin provocación de parte de ella, la recriminaba por su omisión. Ya no era un regaño, era un hábito nervioso, como el guiño involuntario de unos ojos fijos sin luz propia. En qué pensaba ella cuando volvía a oír el mismo discurso escuchado durante nueve años, tan fresco, tan poderoso las primeras veces, luego cada vez más difícil de entender porque era más difícil de oír, era demasiado racionalista, ella esperaba en vano el sueño del discurso, no el discurso mismo, el sueño del discurso, sobre todo cuando empezaron a hablar los niños Santiago y Dantón, dándose cuenta como madre que a los hijos sólo podía hablarles en sueños, en fábulas. El discurso del padre había perdido el sueño. Era un discurso insomne. Las palabras de Juan Francisco no dormían. Vigilaban.
– Mamá, tengo miedo, mira por la ventana. El sol ya no está allí. ¿Dónde se fue el sol? ¿Ya se murió el sol? -preguntaba, con ojos de primer hombre, su hijo Santiago al atardecer y a la hora del desayuno, Laura interrumpía a su marido:
– Juan Francisco, no me hables como si fuera un auditorio de mil personas. Soy una sola persona. Laura. Tu mujer.
– Ya no me admiras como antes. Antes, me admirabas.
Quería quererlo, quería. ¿Qué le sucedía? ¿Qué cosa pasaba que ella ni sabía ni entendía?
– ¿Quién entiende a las mujeres? Ideas cortas y cabellos largos.
No iba a perder el tiempo contándole lo que los niños entendían cada vez. que contaban un cuento o hacían una pregunta, las palabras nacen de la imaginación y del placer, no son para un auditorio de mil personas o una plaza llena de banderas, son para ti y para mí, ¿a quién le hablas, Juan Francisco?, ella lo veía siempre en una tribuna y la tribuna era un pedestal en el que ella misma lo puso desde que se casaron; nadie lo había puesto allí más que ella, no la Revolución ni la clase obrera ni los sindicatos ni el gobierno, ella era la vestal del templo llamado Juan Francisco López Greene y le había pedido al esposo que fuese digno de la devoción de la esposa. Pero un templo es un lugar de ceremonias que se repiten. Y lo que se repite hastía si no lo sostiene la fe.
Laura no perdía la fe en Juan Francisco. Solamente era honesta consigo misma, registraba las irritaciones de la vida en común, ¿qué pareja no se irrita a lo largo del tiempo?, era normal después de ocho años de casados. Primero no se conocían y todo era sorpresa. Ahora ella quisiera recobrar el asombro y la novedad de antes sólo para darse cuenta de que la segunda vez el asombro era la costumbre y la novedad la nostalgia. ¿La culpa era de ella? Había comenzado por admirar a la figura pública. Luego había tratado de penetrarla, sólo para encontrar que detrás de la figura pública había otra figura pública y otra detrás de ésta, hasta que ella se dio cuenta de que esa figura, ese orador deslumbrante, el director de masas, era la figura real, no había ningún engaño, no había que buscar otra personalidad, había que resignarse a vivir con un hombre que trataba a su mujer y a sus hijos como público agradecido. Sólo que esa figura en la tribuna también dormía en la cama matrimonial y un día el contacto con los pies debajo de las sábanas la hizo, involuntariamente, retraer los suyos, los codos de su marido empezaron a causarle repulsión, miraba esa articulación de arrugas entre el brazo y el antebrazo y lo imaginaba a él entero como un enorme codo, un pellejo suelto de los pies a la cabeza.
– Perdóname. Estoy cansada. Esta noche no.
– ¿Por qué no me lo habías dicho? ¿Quieres que tomemos una criada? Pensé que entre tú y la tía llevaban muy bien la casa.
– Así es, Juan Francisco. No hacen falta criadas. Nos tienes a María de la O y a mí. Tú no debes tener criados. Tú sirves a la clase obrera.
– Qué bueno que lo entiendes, Laura.
– Sabes, tiíta -se atrevió a decirle a María de la O-, a veces echo de menos la vida en Veracruz; era más divertida.
La tía no asentía, nada más miraba con atención a Laura y entonces Laura reía para no darle importancia al asunto.
– Tú quédate aquí con los chicos. Yo voy al mercado.
No le costaba; le divertía ir al Parián en la Colonia Roma, rompía la rutina de la casa, que en verdad no era rutina, ella quería a su tía, adoraba a sus niños, le encantaba verlos crecer…, el mercado era una selva en miniatura, ahí estaban todas esas cosas que a ella le encantaban, las flores y las frutas, la variedad y abundancia de ambas en México, las azucenas y las gladiolas, las nubes y los pensamientos, el mango, la papaya y la vainilla en los que pensaba cuando hacía el amor, el mamey, el membrillo, el tejocote, la piña, la lima y el limón, la guanábana, la naranja, el zapote prieto y el chico zapote: el gusto, la forma, el sabor de los mercados la llenaba de alegría y de nostalgia por su niñez y su juventud.
– Pero si sólo tengo treinta años.
Regresaba pensativa de El Parián a la Avenida Sonora y se preguntaba, ¿hay algo más?, ¿esto es todo?, ¿quién te dijo que había algo más, quién te dijo que había otra cosa después del matrimonio y los hijos?, ¿alguien te prometió algo más? Se contestaba a sí misma con un ligero encogimiento de hombros y redoblaba el paso sin pensar en el peso de las canastas. Si ya no había automóvil, era porque Juan Francisco era honrado y le había devuelto el regalo a la CROM. Recordó que no lo regresó por voluntad propia. Se lo pidieron los camaradas. No aceptes regalos del sindicato oficial. No te corrompas. No había sido acto voluntario de él. Se lo pidieron.
– Juan Francisco, ¿habrías devuelto el coche si no te lo piden tus compañeros?
– Yo sirvo a la clase obrera. Es todo.
– ¿Por qué dependes tanto de la injusticia, mi amor?
– Ya sabes que no me gusta…
– Mi pobre Juan Francisco, qué sería de ti en un mundo justo…
– No me pobrees. A veces no te entiendo. Apúrate a prepararme el desayuno, que hoy tengo una junta importante.
– No hay día sin junta importante. No hay mes. No hay año. A cada minuto hay una junta importante.
¿Qué pensaba de ella? ¿Laura era sólo su costumbre, su rito sexual, su muda obediencia, la gratitud esperada?
– Quiero decir, qué bueno que tienes gente a la cual defender. Ésa es tu fuerza. La vacías hacia afuera. Me encanta verte regresar cansado…
– Eres incomprensible.
– Qué va, me gusta que te duermas sobre mis pechos y que yo te devuelva la fuerza. Tu trabajo te la quita, aunque tú no lo creas…
– Eres bien caprichosa, a veces me diviertes, pero en otras ocasiones…
– Te irrito… ¡Me encanta la idea!
Él se iba sin decir nada más. ¿Qué pensaba de ella? ¿Recordaría a la joven que conoció en el baile del Casino de Xalapa? La promesa que él le hizo a ella fue que la educaría, la enseñaría a ser mujer en la ciudad y en el mundo. ¿Recordaría a la joven madre que quiso acompañarle en su trabajo, identificarse con él, comprobar en la vida de la pareja que los dos compartían la vida del mundo, la vida del trabajo?
Esta idea se fue apoderando más y más de Laura Díaz; su marido la había rechazado, no había cumplido la promesa de ser juntos en todo, unidos en la cama, en la paternidad, pero también en el trabajo, en esa parte del cuadrante que se come la vida de cada día como los niños se comen los gajos de una naranja, 'convirtiendo todo lo demás, la cama y la paternidad, el matrimonio y el sueño, en minutos contados y al cabo en cáscaras desechables.
– La muda obediencia de las almas apasionadas.
Laura se culpaba a sí misma. Recordaba a la niña de Cate-maco, a la muchachita de Veracruz, a la joven de Xalapa, y en cada una de ellas descubría una promesa creciente, culminando con su boda ocho años antes. A partir de entonces, me hice chiquita, en vez de crecer me fui haciendo enanita, como si él no me mereciera, como si él me hiciera el favor, él no me lo pidió, él no me lo impuso, me lo pedí y me lo impuse yo misma, para ser digna de él; ahora sé que quería ser digna de un misterio, no lo conocía a él, me impresionaba su figura, su manera de hablar, de imponerse al monstruo de la multitud, me impresionaba ese discurso que dijo en nuestra casa de Xalapa celebrando a la catalana invisible, de eso me enamoré para poder saltar de mi amor al conocimiento del ser amado, el amor como trampolín del saber, su laberinto, Dios mío, llevo ocho años tratando de penetrar un misterio que no es misterioso, mi marido es lo que parece ser, no es más que su apariencia, lo que apare-
ce es lo que es, no hay nada que descubrir, se lo pregunto al auditorio al que le habla el líder López Greene, el hombre es de a deveras, lo que les dice es cierto, no hay nada escondido detrás de sus palabras, sus palabras son toda su verdad, toditita entera, crean en él, no hay hombre más auténtico, lo que ven es lo que es, lo que dice es nada más.
A ella, le exigía por costumbre lo que le satisfacía antes. Laura, poco a poco, dejó de sentirse satisfecha con lo que antes les satisfacía a los dos.
– Cuando te conocí, creí que no te merecía. ¿Qué te parece? ¿Por qué no me contestas?
– Yo creí que te podría cambiar.
– Entonces te parece poco cosa lo que compraste en Xalapa.
– No me entiendes. Todos progresamos, todos podemos mejorar o empeorar.
– ¿Me estás diciendo que querías cambiarme?
– Para bien.
– Oye, dime algo claramente. ¿No soy buena esposa y buena madre? Cuando quise trabajar a tu lado, ¿no me lo impediste con aquel paseíto por el infierno que me organizaste? ¿Qué más querías?
– Alguien en quien confiar -dijo Juan Francisco y primero se levantó de la cama pero enseguida miró a Laura con ojos brillantes y luego, con una mueca de dolor, se arrojó en brazos de su mujer.
– Mi amor, mi amor…
Ese año el presidente era Plutarco Elias Calles, otro sono-rense del triunvirato de Agua Prieta. La Revolución se había hecho al grito de SUFRAGIO EFECTIVO NO REELECCIÓN porque Porfirio Díaz se perpetuó en la presidencia durante tres décadas con reelecciones fraudulentas. Ahora, el ex presidente Obregón quería borrarse la equis de la frente y volver a la silla del águila y la serpiente. Muchos dijeron que eso era traicionar uno de los principios de la Revolución. La razón del poder se impuso. La Constitución fue enmendada para permitir la reelección. Todos estaban seguros de que los sono-renses se alternarían hasta morirse de viejos, igual que don Porfirio, a menos que otro Madero, otra Revolución…