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XIX. Cuernavaca: 1952

Laura se zambulló en la alberca cuajada de bugambilias y sacó la cabeza del agua al borde mismo de la piscina. A los lados, conversaba un grupo grande de hombres y mujeres extranjeros, la mayoría norteamericanos, unos pocos en traje de baño, casi todos vestidos, ellas, de faldas amplias y blusas «mexicanas» de manga corta y escote floreado, ellos, con camisa de manga corta y pantalones de verano, casi todos adaptando sus pies al huarache, todos sin excepción con una copa en la mano, todos huéspedes del espléndido comunista inglés Fredric Bell, cuya casa en Cuernavaca se había convertido en refugio de las víctimas de la persecución macartista en los Estados Unidos.

La mujer de Bell, Ruth, era norteamericana y compensaba la ironía alta y esbelta de su marido británico con una rudeza terrena, cercana al suelo, como si caminara arrastrando sus raíces desde los barrios de Chicago donde nació. Era una mujer de los grandes lagos y las inmensas praderas, nacida por casualidad en medio del asfalto de la «ciudad de hombres anchos», como llamó a Chicago el poeta Cari Sandburg. Los hombros de Ruth cargaban con ligereza a su marido Fredric y a los amigos de su marido, ella era el Sancho Panza de Fredric, el británico alto, esbelto, de ojos azules, frente despejada, pelo totalmente blanco y escaso alrededor de un casco de piel pecosa.

– Un Quijote de causas perdidas -le dijo Basilio Baltazar a Laura.

Ruth tenía la fuerza de un dado de acero, desde la punta de los pies descalzos sobre el césped hasta la cabellera naturalmente rizada, corta y encanecida.

– Casi todos son directores y guionistas de cine -continuó Basilio manejando por la recién inaugurada supercarretera Mé-xico-Cuernavaca, que ahora permitía hacer el recorrido en cuarenta y cinco minutos-, uno que otro profesor, pero sobre todo gente del espectáculo…

– Te salvaste, eres minoría -sonrió Laura, el pañuelo amarrado a la cabeza, para dominar la carrera del viento en el MG descubierto que el poeta republicano exiliado en México, García Ascot, le prestó a su amigo Basilio.

– ¿Me imaginas de profesor, enseñándole literatura española a señoritas norteamericanas de sociedad en Vassar College? -preguntó con malicia alegre Basilio, que libraba hábilmente las curvas de la carretera.

– ¿Allí conociste a esa bola de rojos?

– No. Soy lo que se llama un «moonlighter», es decir, hago trabajo extra, sin paga, en el New School for Social Research de Nueva York los fines de semana. Allí asisten trabajadores, gente madura que no tuvo tiempo de educarse. Allí conocí a mucha gente que hoy tú vas a conocer.

Quería pedirle una cosa a Basilio, que no la tratara con compasión, que asumiera el pasado que ambos conocían con una memoria tranquila, acallada, cuyos daños y alegrías ya habían dejado sus marcas en nuestros cuerpos.

– Tú sigues siendo una bella mujer.

– Ya pasé de los cincuenta. Un poquito.

– Pues aquí hay mujeres veinte años menores que tú que no se pondrían un traje de baño de una pieza.

– Me gusta nadar. Nací junto a un lago y crecí a orillas del mar.

Por educación, no se fijaron en ella, cuando se clavó en la piscina pero al emerger entre las bugambilias, Laura vio las miradas curiosas, aprobatorias, sonrientes de los «gringos» reunidos a comer este sábado en Cuernavaca en casa del rojo Fredric Bell y vio como en un mural de Diego Rivera o una película de King Vidor, a «the crowd», el conjunto a un tiempo colectivo y singular, Laura apreció este hecho, sabía que a este grupo lo unía una misma cosa, la persecución, pero cada uno había logrado salvar su individualidad, no eran «masa» por más que creyeran en ella; había orgullo en sus miradas, en la manera de estar de pie o de sostener una copa o levantar un mentón, de ser de él o ella mismos, eso impresionó a Laura, la conciencia visible de la dignidad dañada y del tiempo necesario para recobrarla. Éste era un asilo de convalecientes políticos.

Conocía algo de sus historias. Basilio le contó más en la carretera, tenían que creer en su propia individualidad porque la persecución quiso hacerles grey, manada roja, borregos del co-

munismo, arrebatarles su singularidad para convertirlos en enemigos.

– ¿Asistió usted al homenaje a Dimitri Shostakovich en el Waldorf Astoria?

– Sí.

– ¿Sabía usted que se trata de una figura prominente de la propaganda soviética?

– Sólo sé que es un gran músico.

– Aquí no estamos hablando de música, sino de subversión.

– ¿Quiere usted decir, senador, que la música de Shostakovich convierte en comunista al que la escucha?

– Exactamente. Eso me dice mi convicción de patriota americano. Es obvio para este Comité que usted no comparte esa convicción.

– Soy tan americano como usted.

– Pero su corazón está en Moscú.

(Lo sentimos mucho. No puede trabajar más con nosotros. Nuestra compañía no puede verse involucrada en controversias.)

– ¿Es cierto que usted ha programado un festival de películas de Charlie Chaplin en su estación de televisión?

– Así es. Chaplin es un gran artista cómico.

– Es un pobre artista trágico, dirá usted. Es un comunista.

– Es posible. Pero eso no tiene nada que ver con sus películas.

– No se haga el tonto. El mensaje rojo se filtra sin que nadie se dé cuenta.

– Pero, senador, éstas son películas mudas hechas por Chaplin antes de 1917-

– ¿Qué pasó en 1917?

– La Revolución soviética.

– Ah, entonces Charlie Chaplin no sólo es comunista, sino que preparó la revolución rusa, eso es lo que usted quiere exhibir, un manual de insurrección disfrazado de comedia…

(Lo sentimos mucho. La compañía no puede pasar su programación. Los anunciantes han amenazado con retirar su apoyo si usted sigue programando películas subversivas.)

– ¿Es usted o ha sido miembro del Partido Comunista?

– Sí. También lo son o han sido los catorce veteranos que me acompañan ante este Comité y que son todos mutilados de guerra.

– La brigada roja, ja ja.

– Luchamos en el Pacífico por los Estados Unidos.

– Lucharon por los rusos.

– Eran nuestros aliados, senador. Pero sólo matamos japoneses.

– La guerra se acabó. Pueden ustedes irse a vivir a Moscú y ser felices.

– Somos americanos leales, senador.

– Demuéstrenlo. Denle al Comité los nombres de otros comunistas…

(… en las fuerzas armadas, en el Departamento de Estado, pero sobre todo en el cine, la radio, la televisión naciente: los inquisidores del Congreso amaban sobre todas las cosas investigar a la gente del espectáculo, codearse con ellos, salir retratados con Roben Taylor, Gary Cooper, Adolph Menjou, Ronald Reagan, todos delatores, o con Lauren Bacall, Humphrey Bogart, Fredric March. Lilian Hellman, Arthur Miller, los que tuvieron el coraje de denunciar a los inquisidores…)

– Esa fue la opción: arrebatarnos nuestra singularidad para hacernos enemigos o colaboradores, chivatos, delatores, ése fue el crimen del macartismo.

Emergió del agua la cabeza de Laura y vio al conjunto alrededor de la piscina y pensó todo lo que pensó y por eso le llamó la atención que le llamara la atención un hombre pequeño de hombros estrechos y mirada melancólica, el pelo ralo y un rostro tan esmeradamente rasurado que parecía borrado, como si la navaja le privase, cada mañana, de las facciones que se pasarían el resto del día pugnando por renacer y reconocerse. Una camisa sin mangas, floja, color caqui, y los pantalones flojos también, del mismo color pero ceñidos por un cinturón de piel de serpiente, de esos que venden en los mercados tropicales, donde todo sirve. No usaba zapatos. Sus pies desnudos acariciaban el césped.

Salió sin dejar de mirarlo aunque él no la miró a ella, él no miraba a nadie… Laura salió del agua. Todos se desentendieron de su desnudez de matrona cincuentona pero apetecible. Laura, alta y fabricada de ángulos rectos, desde niña tuvo ese perfil de caballete nasal audaz y retador, no una naricita infantil de botón de rosa; desde niña tuvo esos ojos casi dorados sumidos en un velo de ojeras, como si la edad fuese ella misma un velo con el que a veces se nace, aunque casi siempre se adquiere; con los labios delgados de las madonas de Mem-

ling, como si jamás la hubiese visitado un ángel con la espada que parte el labio superior y destierra el olvido al nacer…

– Ésa es una vieja leyenda judía -dijo Ruth mezclando una nueva jarra de martinis-. Al nacer, un ángel desciende del cielo con su espada, nos golpea entre la punta de la nariz y el labio superior, nos hace esta hendidura inexplicable de otro modo -Ruth se raspó con la uña sin pintar un bigotillo imaginario, como el del pro-tocomunista Chaplin- pero que, según la leyenda, nos hace olvidar todo lo que supimos antes de nacer, toda la memoria instantánea e intrauterina, incluyendo los secretos de nuestros padres y las glorias de nuestros abuelos, «¡salud!» dijo en español la gran madre de la tribu de Cuernavaca, así la bautizó Laura en el acto y se lo dijo, riendo, a Basilio. El español le dio la razón. Ni ella puede impedirlo, ni ellos quieren admitir que la necesitan. ¿Quién no necesita una mamá?, sonrió Basilio, sobre todo si cada fin de semana prepara un platón sin fondo de espagueti.

– Los cazadores de brujas publicaban un pasquín llamado Red Channels. Para justificarse, invocaban su patriotismo y su anticomunismo igualmente vigilantes. Pero sin denuncias, ni ellos ni su publicación prosperarían. Iniciaron una búsqueda febril de personas implicables, a veces por razones tan extravagantes como oír a Shos-takóvich o ver a Chaplin. Ser denunciado por Red Channels era el principio de una persecución en cadena que se continuaría con cartas a quien empleaba al sospechoso, anuncios amenazantes contra la compañía culpable, llamadas telefónicas de intimidación a la víctima, hasta culminar con la cita en el Congreso por el Comité de Actividades Antiamericanas.

– Me ibas a hablar de una madre, Basilio…

– Pregúntales a cualquiera de ellos por Mady Christians.

– Mady Christians era una actriz austríaca, que protagonizó una obra de teatro muy famosa, / Remember Mamma -dijo un hombre alto con pesados anteojos de carey-. Era profesora de drama en la Universidad de Nueva York, pero su obsesión era proteger al refugiado político y a las personas desplazadas por la guerra.

– Nos ofreció protección a los exiliados españoles -recordó Basilio-. Por eso la conocí. Era una mujer muy bella, de unos cuarenta años, muy rubia, con un perfil de diosa nórdica y una mirada que decía, «Yo no me doy por vencida».

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