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XV. Colonia Roma: 1941

Cuando Jorge Maura se fue, Laura Díaz regresó a su hogar y ya no salió nunca de noche, ni desapareció durante jornadas eternas. Estaba desconcertada. No le había dicho la verdad a Juan Francisco y primero se recriminó a sí misma, «Hice bien, todo acabó mal. Hice bien en ser cauta. ¿Fui cobarde? ¿Fui muy lista? ¿Debí decirle todo a Juan Francisco, apostando a que me lo iba a aceptar, exponiéndome a una ruptura y luego hallándome sola otra vez, sin ninguno de ellos, sin Jorge, sin Juan Francisco? ¿No dijo Maura que se trataba de nuestra vida íntima y eso era sagrado, no había razón alguna, moral alguna, que nos obligara a contarle a nadie nuestra intimidad?».

Se veía mucho en el espejo al regresar a la casa de la Avenida Sonora. Su cara no cambiaba por más tormentas que la agitasen por dentro. Hasta ahora. Pero a partir de este momento, a veces era la muchacha de antes y otras veces era una mujer desconocida -una cambiada. ¿Cómo la verían sus hijos, su marido? Santiago y Dantón no la miraban, evitaban sus ojos, caminaban de prisa, a veces corrían como corren los jóvenes saltando como si todavía fuesen niños, pero no con alegría, sino alejándose de ella, para no admitir ni su presencia ni su ausencia.

– Para no admitir que no fui fiel. Que su madre fue infiel.

No la miraban pero ella los escuchaba. La casa no era grande y el silencio aumentaba los ecos; la casa se había convertido en un caracol.

– ¿Por qué diablos se casaron papá y mamá?

Ella no tenía más compañía que los espejos. Se miraba y no sólo veía dos edades. Veía dos personalidades. Veía a Laura razonable y a Laura impulsiva, Laura vital y Laura menguada. Miraba su conciencia y su deseo batallando sobre una superficie de vidrio, lisa como esos lagos de las batallas en las películas rusas. Se habría ido con Jorge Maura; si él se lo pide, se va con él, lo deja todo…

Una tarde se sentó frente al balconcillo abierto de la casa sobre la Avenida Sonora. Puso cuatro sillas más y ella ocupó la quinta

al centro. Al rato la tiíta María de la O llegó arrastrando los pies y se sentó junto a ella, suspirando. Luego regresó López Greene del sindicato, las miró y se sentó junto a Laura. Al rato los chicos volvieron de la calle, miraron la inusitada escena y tomaron las dos sillas que sobraban en los extremos.

No los convoca su madre, decía la propia Laura, nos convoca el lugar y la hora. La ciudad de México un atardecer del año 1941, cuando las sombras se alargan y los volcanes parecen flotar muy blancos sobre un lecho incendiado de nubes y el cilindrero toca «Las Golondrinas» y empiezan a escarapelarse los carteles de la pasada contienda electoral, ÁVILA CAMACHO/almazAn, y esa primera tarde el reencuentro silencioso de la familia contiene todas las tardes por venir, las tardes de tolvanera y las tardes de la lluvia que aplaca el polvo inquieto y llena de perfumes el valle donde se asienta la ciudad indecisa entre su pasado y su futuro, el cilindrero toca amor chiquito acabado de nacer, las criadas tendiendo ropa en las azoteas cantan voy por la vereda tropical y los adolescentes en la calle bailan tambora y más tambora pero qué será, pasan los fotingos y los libres, los neveros y los vendedores de jicamas rociadas de limón y polvo de chile, se instala el puesto de dulces, chiclets Adams y paletas Mimí, jamoncillo y camotes, se cierra el puesto de periódicos con sus noticias alarmantes de la guerra que están perdiendo los Aliados y sus historietas del Chamaco y el Pepín y sus exóticas revistas argentinas para damas, el Leoplán y El Hogar, y para los niños, el Billiken, los cines de barrio anuncian películas mexicanas de Sara García, los hermanos Soler, Sofía Álvarez, Gloria Marín y Arturo de Córdova, los muchachos compran a escondidas cigarrillos Alas, Faros y Delicados en la tabaquería de la esquina, los niños juegan rayuela, apuntan con huesos de durazno a hoyos improvisados, intercambian corcholatas de Orange Crush, de Chaparritas de uva, juegan carreras los camiones verdes de Roma-Piedad con los camiones marrón y crema de Roma-Mérida: el Bosque de Chapultepec se levanta detrás de las residencias mexicanas Bauhaus con un aire de musgo y eucalipto, ascendiendo hasta el milagro simbólico del Alcázar donde los muchachos, Dantón y Santiago, suben cada tarde antes de regresar a casa como si conquistasen en verdad un castillo abrupto, misterioso, al que se llega por sendas empinadas y caminos asfaltados y rutas encadenadas que guardan la sorpresa de la gran explanada sobre la ciudad, su vuelo de palomas y sus misteriosas salas de mobiliario decimonónico.

Sentados los muchachos junto a Laura y Juan Francisco y la vieja tía, agradecidos de que la ciudad les ofrezca este repertorio de movimiento, color, aromas, canción, y la corona de México, un castillo que les recuerda a todos, hay más de lo que nos imaginamos en el mundo, hay más…

Jorge Maura se fue y algo que ella convendría en llamar «la realidad», muy entre comillas, reapareció detrás de la bruma romántica. Su marido era la primera realidad. Él es el que reaparece primero, diciéndole a los muchachos (Santiago tiene veintiún años, Dan-tón uno menos):

– La amo.

Me acepta, dijo ella con crueldad y falta de generosidad, me acepta aunque nunca le dije la verdad, me acepta porque sabe que mi libertad me la otorgaron la propia crueldad y torpeza de él, «debí casarme con un panadero al que no le importan los bolillos que fabrica». Luego se dio cuenta de que declarar ante los hijos que la amaba era al mismo tiempo la prueba del fracaso de Juan Francisco, pero también la de su posible nobleza. Laura Díaz se adhirió a la idea de una regeneración de todos, padres de hijos, a través de un amor que ella vivió con tal intensidad que ahora le sobraba para regalárselo a los suyos.

Despertaba junto a su marido -volvieron a dormir juntos- y oía las primeras palabras del hombre, cada mañana.

– Algo anda mal.

Esas palabras lo salvaban a él y la reconciliaban a ella. Juan Francisco, para contentarla gracias a una nobleza redescubierta y acaso inherente a él, era el que les hablaba a Dantón y a Santiago sobre su madre, recordando cuándo se conocieron, cómo era, qué inquieta, qué independiente, que trataran de entenderla… Laura se sintió ofendida al oír esto; debía agradecerle la intercesión a su marido, pero en realidad la ofendió aunque la ofensa duró muy poco porque en la ceremonia vespertina de sentarse en el atardecer del Valle de México frente al Castillo de Chapultepec y los volcanes, que era ya la manera de decir a pesar de todo estamos juntos, ella dijo en voz alta una tarde.

– Me enamoré de un hombre. Por eso no venía a la casa. Estaba con ese hombre. Hubiera dado la vida por él. Los habría abandonado a ustedes por él. Pero él me dejó a mí. Por eso estoy aquí de vuelta con ustedes. Pude haberme quedado sola, pero sentí miedo. Regresé a buscar protección. Me sentía desamparada. No les

pido perdón. Les pido que a su edad, muchachos, empiecen a comprender que la vida no es fácil, que rodos cometemos faltas y herimos a quienes queremos porque nos queremos más a nosotros mismos que a cualquier otra cosa, incluyendo al ser que nos apasiona en un momento dado. Cada uno de ustedes, Dantón, Santiago, va a preferir, cuando la ocasión se presente, seguir su propio camino y no el que su padre o yo quisiéramos. Piensen en mí cuando lo hagan. Perdónenme.

No hubo palabras ni emociones. Sólo María de la O permitió que por sus ojos nublados por las cataratas pasaran viejos recuerdos de una niña en un prostíbulo jarocho y de un caballero que la rescató del desamparo y la integró a esta familia, por encima de todos los prejuicios de raza, de clase y de una moral, inmoral, porque en el nombre de lo que conviene, quita vida en vez de darla.

Laura y Juan Francisco se invitaron a rendirse y los muchachos dejaron de correr, luchar, rodar, todo por no verle la cara a su madre. Santiago dormía y vivía con la puerta de su recámara abierta, cosa que su madre no sabía e interpretó como un acto de libertad y transparencia, aunque quizás también como una rebeldía culpable: no tengo nada que ocultar. Dantón se reía de él, ¿cuál es tu siguiente desplante, mano?, ¿te vas a hacer puñetas a media calle?, no, le contestó el hermano mayor, quiero decir que nos bastamos, ¿quiénes, tú y yo?, eso me gustaría, Dantón; pues yo me basto a mí mismo pero con la puerta cerrada, por si las moscas; ven a ver mi colección de la revista Vea cuando quieras, puras viejas bichis, bien cachondas…

Así como Laura, al regreso, se miraba al espejo y creía casi siempre que su cara no cambiaba por más vicisitudes que la agitaran, descubrió que Santiago se miraba también, sobre todo en las ventanas, y que parecía sorprenderse a sí mismo y de sí mismo, como si descubriese constantemente a otro que estaba con él. Quizás eso lo pensaba sólo la madre. Santiago ya no era un niño. Era algo nuevo. Laura misma, ante el espejo, confirmaba que a veces era la mujer de antes, pero a veces, era la desconocida -una cambiada. ¿Se vería así su hijo? Ella iba a cumplir cuarenta y cuatro años.

No se atrevió a entrar. La puerta abierta era una invitación aunque también, celosa, paradójicamente, una prohibición. Mírame, pero no entres. Dibujaba. Con un espejo redondo para mirarse de reojo y crear -no copiar, no reproducir- el rostro del Santiago que su madre reconoció y memorizó sólo al ver el autorretrato que

su hijo dibujaba: el trazo se convirtió en el rostro verdadero de Santiago, lo reveló, obligó a Laura a darse cuenta de que ella se había ¡do, había vuelto y no había mirado en verdad a sus hijos, con razón ellos no la miraban a ella, corrían, se escurrían, si ella no los miraba tampoco, ellos le reprochaban más que el abandono del hogar, el abandono de la mirada: querían ser vistos por ella y como ella no los veía, Santiago se descubrió primero en un espejo que parecía suplir las miradas que hubiera querido recibir de sus padres, de su hermano, de la sociedad hostil siempre al joven que irrumpe, con su insolente promesa e ignorante suficiencia, en ella. Un retrato y luego un autorretrato.

Y Dantón, seguramente, se descubrió a sí mismo en la vitrina encendida de la ciudad.

Ella regresó como si ellos no existiesen ni se sintieran olvidados o dañados o ansiosos de comunicarle lo que Santiago hacía en este momento: un retrato que ella pudo haber conocido en la ausencia, un retrato que el hijo pudo enviarle a la madre si Laura, como lo deseó, se hubiera ido a vivir con su español, su «hidalgo».

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