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Puedo oler la muerte, se iba diciendo Pilar Méndez a sí misma, despojada de su manto de pieles, vestida sólo con un sobrepelliz carmelita que no ocultaba las puntas de sus senos, descalza, sintiendo con los pies y el olfato, puedo oler la muerte, todas las tumbas de España están abiertas, ¿qué quedará de España sino la sangre que beberán los lobos?, los españoles somos mastines de la muerte, la olemos y la seguimos hasta que nos maten.

Quizás esto pensó ella. O quizás lo pensaron los tres amigos, soldados de la República los tres, que se quedaron fuera de las puertas de la ciudad, todo oído ellos, atentos sólo al tronar de los fusiles que anunciarían la muerte de la mujer por cuya vida estaban dispuestos a dar algo más que las suyas, su honor de militares republicanos, pero también su honor de hombres unidos para siempre por la defensa de la mujer amada por uno de ellos.

Dicen que al final fue arrastrada por la arena del coso, levantando con los pies arrastrados el polvo de la plaza, hasta que ella misma se vistió de tierra y desapareció en una nube granulada. Lo cierto es que esa madrugada el fuego y la tormenta, enemigos mortales, sellaron un pacto y cayeron juntos sobre la villa de Santa Fe de Palencia, silenciando el trueno de los fusiles cuando Basilio, Do-

mingo y Jorge se arraigaron en el mundo como un homenaje final a la vida de una mujer sacrificada, se miraron entre sí, y corrieron a la montaña, para avisarles a los heraldos que no apagaran el fuego, que la Ciudadela de la República no estaba vencida.

¿Qué prueba traen?

Un puñado de cenizas en las manos.

No vieron el río otoñal ahogado de hojas, pugnando ya por renacer del seco estío.

No imaginaron que el hielo del invierno próximo paralizaría las alas de las águilas en pleno vuelo.

Ya estaban muy lejos cuando la multitud azotó como un látigo, con su gritería, la plaza donde Pilar Méndez fue fusilada y donde su padre el alcalde le dijo al pueblo yo actué por el Partido y por la República sin atreverse a mirar la celosía por dónde lo miraba con odio satisfecho Clemencia su mujer, diciéndole en secreto, diles, diles de verdad, tú la mandaste matar, pero la que la odiaba era su madre, yo la maté a pesar de quererla, su madre quiso salvarla a pesar de que la odiaba, a pesar de que las dos éramos franquistas, del mismo partido, católicas las dos, pero de edad y belleza disímiles: Clemencia corrió al espejo de su recámara, trató de recuperar en su rostro envejecido los rasgos de su hija muerta, muerta Pilar sería menos que una mujer vieja, insatisfecha, plagada de calores súbitos y los rumores que se le quedaban sepultados entre las piernas. Sobrepuso las facciones de su hija joven a las suyas, vieja.

– No apaguen los fuegos. La ciudad no se ha rendido.

Laura y Jorge se fueron caminando por Cinco de Mayo, rumbo a la Alameda. Basilio arrancó en sentido contrario, hacia la Catedral. Vidal chifló para detener un camión Roma-Mérida y lo pescó al vuelo. Pero cada uno volteó a verse por última vez, como si se enviasen un postrer mensaje. «No se abandona al amigo que nos acompañó en la desgracia. Los amigos se salvan o se mueren juntos.»

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