Durante la travesía de nueve días, hice amistad con los demás fugitivos judíos, algunos se extrañaron de mi fe católica, otros me comprendieron pero todos pensaron que era una treta fallida de mi parte para escapar a los campos de concentración. No hay comunidades uniformes, pero Husserl tenía razón al preguntarnos, ¿no podemos todos juntos regresar a un mundo donde pueda volverse a fundar la vida, y reencontrarnos allí a nosotros mismos como semejantes?
Quise comulgar, pero el pastor luterano de a bordo se negó a atenderme. Le recordé que su función legal en un barco era ser no denominacional y cuidar por igual a toda fe. Se atrevió a decirme, Hermana, éstos no son tiempos legales.
Soy una provocadora, George, lo admito. Pero no me acuses de orgullo, de la hybris griega que nos explicaban en Friburgo. Soy una provocadora humilde. Todos los días durante el desayuno colectivo en el comedor, lo primero que hago es tomar un pedazo de pan con una mano, hacer la señal de la Cruz con la otra y decir con voz pareja, «Éste es mi cuerpo» antes de llevarme la migaja a la boca. Escandalizo, irrito, enojo. El capitán me dijo, pone usted en peligro a sus propios compañeros de raza. Me reí en sus barbas. «Es la primera vez que nos persiguen por razones raciales, ¿se da usted cuenta, Herr Kapitán? Siempre nos han perseguido por razones religiosas». Mentira. Isabel y Fernando nos corrieron por proteger su «pureza de sangre». Pero el capitán tenía su respuesta. «Señora Mendes, hay agentes del gobierno alemán a bordo. Nos vigilan a todos. Están dispuestos a frustrar este viaje con el menor pretexto. Si lo han permitido, es para ofrecerle una concesión a Roosevelt a cambio de que los Estados Unidos mantenga sus cuotas restringidas de admisión de judíos alemanes. Cada parte se está poniendo a prueba. Usted debe entenderlo. Así ha procedido siempre el Führer. Tenemos una pequeña oportunidad. Contrólese. No eche usted a perder la oportunidad de salvarse y salvar a los suyos. Contrólese.»
George, mi amor, todo fue en vano. No nos permitieron desembarcar en Miami las autoridades americanas. Le pidieron al capitán retirarse a La Habana y esperar aquí el permiso americano. No va a llegar. Roosevelt está atado por la opinión pública adversa a que entren más extranjeros a los Estados Unidos. Las cuotas, dicen, ya están saturadas. Nadie habla por nosotros. Nadie. Me han dicho que el anterior papa, Pío XI, tenía lista una encíclica sobre la «unidad del género humano amenazado por racistas y antisemitas». Murió antes de promulgarla. Mi iglesia no nos defiende. La democracia no nos defiende. George, dependo de ti. George, por favor, sálvame. Ven a La Habana antes de que tu Raquel no pueda ni siquiera ya llorar. ¿No le dijo Jesús: «Cuando seas perseguido en una ciudad huye a otra ciudad distinta»? ¡Alabado sea Cristo!
Maura: Te pregunto una cosa, Vidal: ¿No se vuelve imposible el ideal que tú sostienes, cada vez que se aniquila a un solo
individuo por el pecado de pensar con nosotros pero distinto de nosotros? Porque todos los republicanos estamos a favor de la República y en contra del fascismo, pero somos distintos entre nosotros, no es lo mismo Azafia que Prieto, ni Companys que Durruti, ni José Díaz que Largo Caballero, ni Enrique Líster que Juan Ne-grín, pero ninguno de ellos ni todos juntos son Franco, Mola, Serrano Súñer o el represor asturiano Doval.
VIDAL: No hemos rechazado a nadie. Todos tienen cabida en el frente amplio de las izquierdas.
Maura: Cuando la izquierda aspira al poder. Pero cuando llega el poder, el PC se encarga de eliminar a todos los que no piensan como ustedes.
VIDAL: Por ejemplo.
Maura: Bujarin.
VIDAL: Otro hombre, aparte de un traidor.
MAURA: Victor Serge. Y una pregunta, ¿es revolucionario no interesarse por la suerte de un camarada despojado de su posición pública, deportado sin juicio, separado para siempre de los suyos, únicamente porque es «sólo un individuo» y un individuo singular y solitario no cuenta en la gran epopeya colectiva de la historia? Yo no veo la traición de un Bujarin que quizás habría salvado a Rusia del terror estalinista con su proyecto de un socialismo plural, humano, libre, y más fuerte por todos esos motivos.
VIDAL: Concluyamos ya y «revenons á nos moutons». ¿Qué debió hacer la República, según ustedes, Maura y Baltazar, para conciliar la victoria y la ética?
MAURA: Hay que cambiar la vida, dijo Rimbaud. Hay que cambiar al mundo, dijo Marx. Los dos están equivocados. Hay que diversificar la vida. Hay que pluralizar al mundo. Hay que abandonar la ilusión romántica de que la humanidad sólo será feliz si recupera la unidad perdida. Hay que abandonar la ilusión de la totalidad. La palabra lo dice, hay sólo un paso entre el deseo de totalidad y la realidad totalitaria.
VlDAL: Tienes todo el derecho de desdeñar la unidad. Pero sin unidad no se gana una guerra.
MAURA: Se gana en cambio una sociedad mejor. ¿No es lo que queremos todos?
Vidal: ¿Cómo, Maura?
MAURA: Dándole el valor a la diferencia.
Vidal: ¿Y la identidad?
MAURA: La identidad la fortalece una cultura de diferencias. ¿O crees que una humanidad liberada sería una humanidad perfectamente unida, idéntica, uniforme?
VlDAL: No tiene lógica lo que dices.
MAURA: Es que la lógica es sólo una cosa, es una manera de decir: sólo esto tiene sentido. Tú que eres marxista deberías de pensar en la dialéctica que es, por lo menos, una opción, un «esto o aquello».
VlDAL: Que te da la unidad de la síntesis.
MAURA: Que en seguida se vuelve a dividir en tesis y antítesis.
VlDAL: Entonces, ¿tú, en qué crees?
MAURA: En un ambos y más. ¿Te parece una locura?
VlDAL: No. Me parece políticamente inútil.
BALTAZAR: ¿Puedo decir algo, mis socráticos amigos? Yo no creo en un milenio feliz. Creo en las oportunidades de la libertad. A cada hora. Todos los días. Déjalas pasar, y no volverán, como las golondrinas de Bécquer. Y si debo escoger entre el menor de los males, prefiero quedarme sin ninguno. Creo que la política es secundaria a la integridad personal, porque sin ésta no vale la pena vivir en sociedad. Y temo mucho que si nosotros, la República que somos todos, no damos prueba de que ponemos la moral por encima del recurso, el pueblo nos va a dar la espalda y se va a ir con el fascismo porque el fascismo no tiene dudas sobre la inmoralidad, y nosotros sí.
MAURA: ¿Y tu conclusión, Basilio?
BALTAZAR: Que el verdadero revolucionario no puede hablar de revolución porque nada merece ese nombre en el mundo actual. Conoceréis a los verdaderos revolucionarios porque nunca hablan de revolución. ¿Y la tuya, Jorge?
MAURA: Que me encuentro entre dos verdades. Una es que el mundo va a salvarse. La otra, que está condenado. Ambas son verdaderas en un doble sentido. La sociedad corrupta está condenada. Pero la sociedad revolucionaria también lo está.
VlDAL: ¿Y tú, Laura Díaz? Tú no has abierto el pico. ¿Qué piensas de todo esto, compañera?
Laura bajó la cabeza un instante, luego miró cariñosamente a cada uno, finalmente habló:
– Me llena de alegría ver que la disputa más encarnizada entre los hombres siempre revela algo que les es común.
– Se ven ustedes muy enamorados -dijo Basilio Baltazar mirando a Jorge y a Laura-. ¿Cómo miden el amor en medio de todo esco que está ocurriendo?
– Dilo mejor así -terció Vidal-. ¿Sólo cuenta la felicidad personal, no la desgracia de millones de seres?
– Yo le hago otra pregunta, señor Vidal -dijo Laura Díaz-. ¿Puede el amor de una pareja suplir todas las infelicidades del mundo?
– Sí, supongo que hay maneras de redimir al mundo, seamos los hombres tan solitarios como nuestro amigo Basilio o tan organizados como yo -dijo con una mezcla de humildad y arrogancia Vidal.
Esa mirada no escapó a Basilio ni a Jorge. Tampoco a Laura que no supo comprenderla. Lo que su intuición le dijo esa noche era que ésta era la tertulia de los adioses. Que había una tensión, una tristeza, una resignación, un pudor y, abarcándolo todo, un amor en esas miradas, que preludiaban una separación fatal, y por eso los argumentos eran tan contundentes como una lápida. Eran adioses: eran visiones perdidas para siempre, eran las mentiras del cielo que en la tierra se llaman «política». Entre las dos mentiras, hacemos una verdad dolorosa, «la historia». Y sin embargo, ¿qué había en la mirada brillante y triste de Basilio Baltazar sino un lecho con sus huellas de amor, qué había en la mirada ceñuda de Domingo Vidal sino un desfile de visiones perdidas para siempre? ¿Qué había en la mirada melancólica y sensual de su propio Jorge, Jorge Maura…? ¿Y qué había, yendo hacia atrás, en la mirada del alcalde de Santa Fe de Palencia sino el secreto público de mandar fusilar a su hija para probar que amaba a una patria, España, y a una ideología, el comunismo? ¿Y en la mirada de Clemencia ante el espejo, había sólo la repugnante visión de una vieja beata satisfecha de suprimir la belleza y la juventud de su posible rival, su propia hija?
Basilio abrazó a Jorge y le dijo, hemos llorado tanto que conoceremos el futuro cuando llegue.
– La vida sigue -se despidió Vidal abrazando al mismo tiempo a los dos camaradas.
– Y la fortuna pulsa, hermano -dijo Maura.
– Cojamos la ocasión por la cola -se separó, riendo, Vidal-. No nos burlemos de la fortuna y dejemos de lado los placeres intempestivos. Nos vemos en México.
Pero estaban en México. Se despedían en el mismo lugar en donde se encontraban. ¿Hablaban los tres en nombre de la de-
rrota? No, pensó Laura Díaz, hablaban en nombre de lo que ahora empezaba, el exilio, y el exilio no tiene patria, no se llama México, Argentina o Inglaterra. El exilio es otra nación.
Le vendaron la boca y mandaron cerrar todas las ventanas que rodeaban la Plaza de Santa Fe. Sin embargo, como si nada pudiese silenciar el escándalo de su muerte, la persiguieron de la puerta romana al coso taurino grandes gritos, gritos bárbaros que quizás sólo la condenada a muerte podía escuchar, a no ser que los vecinos todos mintiesen, pues todos, esa madrugada, juran que oyeron gritos o cantos que venían del fondo de la noche moribunda.
Las ventanas cerradas. La víctima amordazada. Sólo los ojos de Pilar Méndez gritaban, ya que su boca estaba cerrada como si el fusilamiento ya hubiese ocurrido. «Séllale la boca -pidió Clemencia la madre al alcalde justiciero, su marido-, lo único que no quiero es oírla gritar, no quiero saber que gritó». «Será una ejecución limpia. No te afanes, mujer.»