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IV. San Cayetano: 1915

«-¿Crees que conociste bien a Santiago? ¿Crees que tu hermano te lo dio todo sólo a ti? Qué poco sabes de un hombre tan complicado. A ti sólo te entregó una parte. Te dio lo que le sobraba de su alma de niño. Otra parte se la dio a su familia, otra a su poesía, otra a la política. ¿Y la pasión, la pasión amorosa, a quién se la dio?»

Doña Leticia, en silencio, quería terminar a tiempo el dobladillo del vestido de baile.

– No te muevas, niña.

– Es que estoy muy nerviosa, mamá.

– No hay motivo, un baile de largo no es nada del otro mundo.

– ¡Para mí sí! Es la primera vez, Mutti.

– Ya te acostumbrarás.

– Qué pena -sonrió Laura.

– Silencio. Déjame acabar. ¡Muchacha ésta!

Cuando Laura se puso el vestido de color amarillo pálido, corrió al espejo y no vio el traje de baile moderno que su madre, hábil en la costura como en todo quehacer doméstico, copió del último número de La Vie Parisienne, la revista que ahora, con retraso por la guerra en Europa y la distancia entre Xalapa y el puerto, les llegaba a pesar de todo, regularmente. París había abandonado los complicados e incómodos atuendos del siglo XIX, con sus restos versallescos de crinolinas, varillas y corsets. Ahora, como decía don Fernando el anglófilo, la moda era streamlined, es decir, fluida como un río, simplificada y linear, ajustada a las formas reales del cuerpo femenino, tenue y reveladora alrededor de los hombros, el busto y la cintura, y súbitamente ampulosa de la cadera para abajo. El modelito parisino de Laura se recogía allí, entre la cadera y la pantorrilla, con lujo de drapeado, como si una reina hubiese recogido la cola de su manto para bailar, y en vez de enrollarse al antebrazo, la cola, por ímpetu propio, se hubiese drapeado en torno a las piernas de la mujer.

Laura se miraba a sí misma, no al traje de baile. Sus diecisiete años habían acentuado, sin resolverlos aún, los anuncios de los doce; tenía una cara fuerte, una frente demasiado amplia, una nariz demasiado grande y aguileña, labios demasiado delgados aunque, eso sí, le gustaban sus propios ojos; eran de un castaño limpio, casi dorado; a veces, en horas cuando el día apuntaba o se iba, dorados de verdad. Parecía que soñaba despierta.

– La nariz, mamá…

– Tienes suerte, ve a las actrices italianas de cine. Todas son narigonas…, bueno, de perfil señalado. No me digas que quisieras ser una chatita cara de manazo, sin chiste…

– La frente, mamá…

– Si no te gusta, usa fleco y disimula.

– Los labios…

– Píntatelos del tamaño que gustes. Y mira nada más, mi amor, qué ojos más lindos te dio Dios…

– Eso sí, mamá.

– Vanidosilla -sonrió Leticia.

Laura no se atrevió a prevenir. ¿Y si la pintura de los labios se borra con los besos, no voy a parecer una farsante, me van a querer besar otra vez, o debo hundir los labios como una viejita, tocarme la barriga como si fuera a vomitar y salir corriendo al baño a rehacerme la boca? Que complicado es hacerse señorita.

– No te preocupes de nada. Estás preciosa. Vas a causar sensación.

No le preguntó a Leticia por qué no la acompañaba. Sería la única muchacha sin chaperón. ¿No daría mala impresión? Leticia ya había suspirado bastante pero se propuso no hacerlo más, recordando el hábito de su propia madre Cósima, sentada en la mecedora de la casa familiar de Catemaco. Ya había suspirado bastante. Como diría don Fernando, it never rains but it pours.

Las tres tías solteras estaban en Catemaco cuidando al abuelo Felipe Kelsen, cuyos achaques se iban juntando poco a poco, pero sin tregua, como él mismo lo predijo la única vez que le obligaron a ver un doctor en Veracruz. ¿Cómo te encontró, papá? -preguntaron las tres hermanas con una sola voz, hábito cada vez más arraigado del cual ellas mismas no se daban cuenta.

– Tengo cálculos biliares, arritmia cardíaca, la próstata del tamaño de un melón, divertículos en el estómago y un principio de enfisema pulmonar.

Las hijas lo miraron con miedo, emoción y asombro; él sólo se rió.

– No se preocupen. Dice el doctor Miquis que por separado ninguno de mis males me va a matar. Pero el día en que todos se junten, caeré fulminado.

Leticia no estaba con su padre enfermo porque la necesitaba su marido. Cuando Santiago murió fusilado, el gerente nacional del Banco mandó llamar a México a Fernando Díaz.

– No es puñalada de picaro, don Fernando, pero usted comprende que el Banco vive de su buena relación con el gobierno. Ya sé que nadie es culpable de las acciones de sus hijos, pero el hecho es que son nuestros hijos, yo tengo ocho, sé de lo que le hablo, y somos, si no culpables, sí responsables, sobre todo cuando viven bajo nuestro techo…

– Abrevie, señor gerente. Esta plática me resulta penosa.

– Pues nada, que su sustituto en Veracruz ya ha sido nombrado.

Fernando Díaz no se dignó comentar. Miró con dureza al gerente nacional.

– Pero no se preocupe. Vamos a trasladarlo a la sucursal de Xalapa. Ya ve, no se trata de castigarlo, sino de obrar con prudencia, sin dejar de reconocer sus méritos, mi amigo. Mismo puesto, pero distinta ciudad.

– Donde nadie me asocie con mi hijo.

– No, los hijos son nuestros, en donde quiera…

– Está bien, señor gerente. Me parece una solución discreta. Mi familia y yo le quedamos muy agradecidos.

Arrancarse de la casa frente al mar y sobre los portales les costó a todos. A Leticia porque se alejaba de Catemaco, su padre y sus hermanas. A Laura porque le gustaba el calorcito del trópico donde nació y creció. A Fernando porque lo estaban penalizando cobardemente. Y a los tres, porque irse de Veracruz era separarse de Santiago, de su recuerdo, de su tumba marina.

Laura pasó un largo rato en la recámara de su hermano, memorizándola, evocando la noche en que lo oyó quejarse y lo descubrió herido, ¿debió la niña contarle a sus padres lo ocurrido, hubiera salvado a Santiago?; ¿por qué pudo más lo que el muchacho le pidió: no digas nada? Ahora, despidiéndose del cuarto, trató de imaginarse todo lo que Santiago pudo escribir allí, todo lo que dejó en blanco, un largo libro de hojas ciegas esperando la

mano, la pluma, la tinta, la caligrafía insustituibles de un solo hombre…

– Mira, Laura, escribes solo, muy solo, pero usas algo que es de todos, la lengua. La lengua te la presta el mundo y se la regresas al mundo. La lengua es como el mundo: va a sobrevivimos. ¿Me entiendes?

Don Fernando, sigilosamente, se había acercado a la niña. Le puso la mano sobre el hombro y dijo que él, también, echaba de menos a Santiago y pensaba en lo que pudo ser la vida de su hijo. Lo había dicho siempre, mi hijo es una promesa, es más inteligente que todos los demás juntos y ahora, aquí, se quedaba solitaria la recámara donde el muchacho iba a pasar su año sabático, el lugar donde iba a escribir sus poemas… Fernando abrazó a Laura y ella no quiso mirar los ojos de su padre; a los muertos se les lloraba una sola vez y luego se trataba de hacer lo que ellos ya no pudieron. No se podría amar, escribir, luchar, pensar, trabajar, con el llanto nublándonos los ojos y la cabeza; el luto prolongado era una traición a la vida del muerto.

Qué distinto era Xalapa. Veracruz, la ciudad de la costa, guardaba de noche, aumentándolo, el calor del día. Xalapa, en la sierra, tenía días cálidos y noches frías. Las tormentas veloces y estruendosas de Veracruz se convertían aquí en lluvia fina, persistente, llenándolo todo de verdor y colmando, sobre todo, uno de los puntos centrales de la ciudad, la presa de El Dique, siempre llena hasta los bordes, dando una impresión de tristeza y seguridad a la vez. De la presa ascendía la ligera bruma de la ciudad al encuentro con la espesa bruma de la montaña; Laura Díaz recuerda la primera vez que llegó a Xalapa y registró: aire frío-lluvia y lluvia-pájaros-mujeres vestidas de negro-jardines hermosos-bancas de fierro-estatuas blancas pintadas de verde por la humedad-tejados rojos-calles angostas y empinadas-olores de mercado y panadería, patios mojados y árboles frutales, perfume de naranjos y hedor de mataderos.

Entró a su nuevo hogar. Todo olía a barniz. Era casa de un solo piso, hecho que la familia hubo de agradecer muy pronto. Laura se dijo de inmediato que en esta ciudad de brumas intermitentes ella se dejaría guiar por el olfato, ésa sería la medida de su tranquilidad o de su inquietud: humedad de los parques, abundancia de flores, cantidad de talleres, olor de cuero curtido y espesa brea, de talabartería y de tlapalería, de algodón en paca y de cuerda de henequén, olor de zapatería y de farmacia, de peluquería y de percal. Perfumes

de café hervido y de chocolate espumoso. Se hacía la ciega. Tocaba las paredes y las sentía calientes, abría los ojos y los tejados lavados por la lluvia brillaban, peligrosamente inclinados, como si ansiaran que el sol los secara y la lluvia corriese por los canalizos, por las calles, por los jardines, del cielo al dique, todo moviéndose en una ciudad mustia dueña de una naturaleza incesante.

La casa repetía el patrón hispano de toda la América Latina. Los muros ciegos e impenetrables de cara a la calle, el portón sin adornos, el techo de dos aguas y los tejaroces en lugar de cornisas. Era la típica «casa de patio», con las estancias y recámaras distribuidas alrededor del cuadrángulo cuajado de macetones y geranios. Doña Leticia se trajo lo que consideraba suyo, los muebles de mimbre que estaban pensados para el trópico y aquí no protegían contra la humedad y las dos pinturas del píllete y el perro dormido que, ésos sí, los colocó en las paredes del comedor.

La cocina satisfizo a Leticia; era su dominio reservado, y al poco tiempo la dueña de casa adaptó sus costumbres costeñas a los gustos de la sierra, empezó a preparar tamales y pambazos cubiertos de harina blanca, y al arroz blanco de Veracruz añadió ahora el chileatole xalapeño, un sabroso compendio de masa, elote, pollo y queso de panela, preparado en forma de pequeñas trufas, casi como bocadillos.

– Cuidado -decía don Fernando-. La comida aquí engorda porque la gente se defiende del frío con la grasa.

– No te preocupes. Somos familia de flacos -le contestaba Leticia mientras preparaba, ante los ojos cariñosos y siempre admirativos de su marido, la molota xalapeña, quesadillas de masa suave y frita rellenas de frijol y carne picada. El pan se hacía en casa: la ocupación militar francesa había impuesto la baguette como el pan de moda, pero en México, donde el diminutivo es la forma de cariño para tratar a cosas y personas, se convirtió en el bolillo y la telera, porciones de baguette del tamaño de una mano. No se sacrificaron, sin embargo, los panes dulces de la tradición mexicana, el polvorón y la cemita, las banderillas y las conchas, sin olvidar el regalo más sabroso de la panadería española, los churros largos fritos, azucarados y remojados en chocolate.

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