Leticia tampoco renunciaba a los pulpos y a las jaibas de la costa que dejó de añorar porque ella, sin pensarlo demasiado, se adaptaba naturalmente a la vida, sobre todo cuando la vida le deparaba, como en esta nueva casa, una cocina importante, con horno grande y brasero redondo.
Casa de un solo piso, sólo contaba, al fondo de la entrada de atrás, que era la puerta cochera, con un altillo que Laura quiso reclamar para ella, intuitivamente, como un homenaje a Santiago, porque en algún lugar mudo de su cabeza, la muchacha creía que ella iba a cumplir su vida, la vida de Laura Díaz, en nombre de Santiago; o, quizás, era Santiago el que seguía cumpliendo, desde la muerte, una vida que Laura encarnaba en su nombre. En todo caso, ella asoció la promesa de su hermano a un espacio propio, un lugar alto y aislado en el cual él hubiese escrito y ella, misteriosamente, encontraría su propia vocación gracias a un homenaje al desaparecido.
– ¿Qué vas a ser de grande? -le preguntaba su compañera de banca Elizabeth García, en la escuela de las señoritas Ramos.
Ella no sabía qué cosa contestar. ¿Cómo iba a decir lo secreto, lo incomprensible para los demás: yo quisiera cumplir la vida de mi hermano Santiago encerrada en el altillo?
– No -le contestó su madre-. Lo siento, allí arriba vive Armonía Aznar.
– ¿Y ésa quién es? ¿Por qué tiene derecho al altillo?
– No sé. Pregúntale a tu padre. Parece que siempre ha vivido allí y es condición de la casa que se la acepte y que nadie la moleste o, mejor aún, que nadie le haga caso.
– ¿Está loca?
– No seas simple, Laurita.
– No, recalcó don Fernando, la señora Aznar está allí porque es, en cierto modo, la dueña de la casa. Ella es española e hija de anarcosindicalistas españoles, ya ves que muchos se vinieron a México cuando Juárez derrotó a Maximiliano. Creían que aquí estaba el futuro de la libertad. Luego, cuando llegó al poder don Porfirio, se desilusionaron. Muchos se regresaron a Barcelona, habría más libertad allá con el turno pacífico de Sagasta y Cánovas que aquí con don Porfirio. Otros renunciaron a sus ideales y se hicieron comerciantes, agricultores y banqueros.
– ¿Y eso qué tiene que ver con que esa señora viva en el altillo?
– La casa es de ella.
– ¿Nuestra casa?
– Nosotros no tenemos casa propia, hijita. Vivimos donde el Banco nos deja. Cuando la institución decidió comprar esta casa doña Armonía no quiso venderla porque no cree en la propiedad privada. Entiéndelo como quieras y entiéndelo si puedes.
El Banco le ofreció dejarla en su altillo a cambio del usufructo de la casa.
– Pero cómo vive, cómo come…
– El Banco le da todo lo necesario, diciéndole que es dinero que le envían de Barcelona sus camaradas.
– ¿Está loca?
– No, es testaruda y cree que sus sueños son realidades.
Laura le agarró ojeriza a doña Armonía porque, sin saberlo, era la rival de Santiago: le vedaba al joven muerto un lugar para él solo en la nueva casa.
Armonía Aznar -a quien nadie veía jamás- huyó de la atención de Laura, cuando la muchacha fue inscrita en el colegio de las señoritas Ramos, dos jóvenes cultas pero empobrecidas que abrieron la mejor escuela privada de Xalapa y la primera, además, mixta. Aunque no eran mellizas, se vestían, peinaban, hablaban y se movían igual, de manera que todo el mundo las creía cuatas.
– ¿Por qué lo creerán, si viéndolo bien son bien distintas? -le preguntó Laura a su compañera de banca Elizabeth García.
– Porque ellas quieren que las veamos así -contestó la joven rubia y radiante vestida siempre de blanco y que, a los ojos de Laura, podía ser muy boba o muy discreta, sin saberse a ciencia cierta si se hacía la tonta por cazurra, o si fingía ser inteligente para ocultar su tontería-. ¿Te das cuenta? Entre las dos saben más que cada una por separado; pero las juntas y la que sabe música pues también resulta matemática, y la que recita poesía te describe también cómo sopla el corazón, Laurita, pues ya ves cómo hablan los poetas del corazón por aquí y el corazón por allá, y resulta que no es más que un músculo bastante poco confiable, tú.
Laura se propuso distinguir a una señorita Ramos de la otra, viendo que en efecto una era así y la otra asado, pero a la hora de definir diferencias, la propia Laura se sentía confusa y se volvía muda, dudando: ¿Qué tal si de veras son la misma, qué tal si de veras lo saben todo, como la Enciclopedia Británica que mi papá tiene en su biblioteca?
¿Qué tal si se anuncian como las señoritas y sólo son una señorita? -insistió otro día, con una sonrisa perversa, la niña Elizabeth. Laura dijo que éste era un misterio como la Santísima Trinidad. Simplemente se creía en ella, sin averiguar más. Igual, las señoritas Ramos eran una que son dos que son una y sansea-cabó.
Le costó a Laura resignarse a esta fe y se preguntó si Santiago hubiera aceptado la ficción de las profesoras duplicadas y unificadas, o si, audazmente, se habría presentado de noche en casa de las maestras, para sorprenderlas en camisón y asegurarse: -son dos-. Porque en la escuela buen cuidado se tomaban una y otra de jamás mostrarse juntas. Éste era el origen, bien pensado o fortuito, ¿quién sabe?, del misterio. Y Santiago también habría escalado la crujiente escalera que conducía al altillo de la cochera o, como ahora empezaba a decirse, del garaje. Pero en Xalapa, tan tarde ya, no se había visto todavía un coche sin caballos, un «auto-móvil», ni los caminos coloniales hubiesen permitido la circulación de motores. El tren y el caballo bastaban, en opinión de la escritora doña Virginia, para andar por tierra, y si por mar en buque de guerra, como decía la canción esa de los rebeldes…
– Y la diligencia, cuando le cortaron los dedos a la abuela.
Habían pasado por Xalapa los caballos y los trenes de la revolución, pero casi sin pensarlo. La meta de todos los bandos eran el puerto y la aduana de Veracruz; allí se controlaban los ingresos y se vestía y daba de comer a las tropas, aparte del valor simbólico de ser dueños de la capital alterna del país, el sitio donde se instalaban los poderes, rebeldes o constitucionales, para desafiar al gobierno de la ciudad de México: -Yo sí, tú no-. Veracruz fue ocupada por la infantería de marina norteamericana en abril de 1914 para presionar al vil dictador Victoriano Huerta, el asesino del demócrata Madero por el cual dio la vida el joven Santiago.
– Qué brutos son los yanquis -decía el anglófilo don Fernando-. En vez de perjudicar a Huerta, lo convierten en paladín de la independencia nacional contra los gringos. ¿Quién se atreve a luchar contra un dictador latinoamericano, por siniestro que sea, mientras los Estados Unidos lo estén atacando? Huerta se ha valido de la ocupación de Veracruz para intensificar la leva diciendo que los pelones van a ir a Veracruz contra los yanquis, cuando en realidad los manda al norte a combatir a Villa y al sur contra Zapata.
Los jóvenes estudiantes de la Escuela Preparatoria de Xalapa se formaron marcialmente con sus kepis franceses y sus uniformes azul marinos con botonadura dorada y pasaron marchando con sus fusiles rumbo a Veracruz para combatir a los gringos. No llegaron a tiempo; Huerta cayó y los gringos se fueron, Villa y Zapata se pelearon con Carranza, el primer jefe de la Revolución, y ocuparon la ciudad de México, Carranza se fue a refugiar a Veracruz hasta que
Obregón, en abril de 1915, derrotó a Villa en Celaya y retomó la ciudad de México.
Todo esto pasaba por Xalapa como rumor a veces, noticia otras; como canción cantada en corridos y baladas, embargo de papel periódico, y sólo en una ocasión, cabalgata con gritos y fusiles tronando de algún grupo rebelde. Leticia cerró las ventanas, echó a Laura al suelo y la cubrió con el colchón de la cama. Ya en el año quince, parecía que la paz regresaría a México, pero los hábitos de la pequeña capital de provincia no habían sido perturbados excesivamente.
Hasta aquí llegaban rumores de la gran hambruna de ese mismo año en la ciudad de México, cuando el resto del país, convulso y atento a sí mismo, se olvidó de la lujosa y egoísta ciudad de México, dejó de enviarle a la capital carne y pescado, maíz y frijol, frutas tropicales y granos templados, reduciéndola al escuálido producto de las vacas lecheras del rumbo de Milpa Alta, y las hortalizas dispersas de Xochimilco a Ixtapalapa. Había, como siempre en el Valle, muchas flores, pero ¿quién comía clavel y alcatraz?
Corrió el rumor: los comerciantes acaparaban el escaso producto. Entró a México el tremendo general Alvaro Obregón y lo primero que hizo fue poner a los tenderos a barrer las calles de la ciudad, como escarmiento. Vació sus almacenes y restableció las comunicaciones para la entrada del producto a la ciudad famélica.
Eran rumores. Doña Leticia, de todos modos, dormía con un puñal debajo de la almohada.
De la Revolución, quedaban imágenes fotográficas en los diarios y revistas que don Fernando consumía a pasto: Porfirio Díaz era un anciano con cara cuadrada y pómulos de indio, bigotes blancos y el pecho cubierto de medallas despidiéndose del «páis», como el dictador decía, en el vapor alemán Ipiranga, zarpando de Veracruz; Madero, un hombrecito pequeño, calvo, con bigote y barba negros, ojos soñadores y asombrados por su triunfo al derrocar al tirano; eran ojos que anunciaban su propio sacrificio a manos del general Huerta, un verdugo con cabeza de calavera, anteojos negros y boca sin labios, como de serpiente; Carranza era un viejo con barba blanca y anteojos azules, con vocación de páter nacional; Obregón, un general joven, brillante, de ojos azules y bigotes altivos, al que le volaron un brazo en la batalla de Celaya; Zapata, un nombre de silencio y misterio, como si fuese un fantasma al que se le concedió la gracia de encarnar por poco tiempo: Laura se fascinaba mirando los
ojos enormes y ardientes de este señor al que los periódicos llamaban «el Atila del Sur» como llamaban «Centauro del Norte» a Pancho Villa, del cual Laura no conocía una sola foto en que no se sonriera mostrando blanca dentadura de mazorca y ojitos de chino astuto.
Sobre todo, Laura se recordaba a sí misma con el colchón encima y el tiroteo en las calles ahora que se miraba en el espejo, tan erguida, «tan chula ella», le decía su madre, disponiéndose a salir a su primer baile de largo.
– ¿Estás segura que debo ir, mamá?
– Laura, por Dios, ¿en qué estás pensando?
– En mi papá.
– No te preocupes por él. Ya sabes que yo lo cuido.