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XIV. Todos los sitios, el sitio: 1940

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Viajaba a La Habana, Washington, Nueva York, Santo Domingo, le mandaba telegramas al Hotel L'Escargot, a veces llamaba al teléfono mexicano de su casa y sólo hablaba si oía la voz de ella y ella decía, «No, no es Ericsson, es Mexicana»; era la clave acordada, «no había moros en la costa», ni marido, ni hijos, aunque a veces a Jorge Maura no le importaba, hablaba y ella se quedaba callada o decía tonterías porque el marido o los hijos andaban cerca, no, necesito el plomero hoy mismo, o ¿cuándo estará listo el vestido?, o ¡qué caro se ha puesto todo! es que ya viene la guerra, mientras Jorge le decía: éstos son los mejores días de nuestra vida, ¿no crees?, ¿por qué no contestas?, y ella reía nerviosamente y él comenzaba, qué bueno que fuimos impacientes mi amor, ¿te imaginas si nos hubiéramos aguantado aquella primera noche?, ¿en nombre de qué íbamos a ser pacientes?, se nos va la vida, mi mujer adorada, mi fembra placentera y ella silenciosa mirando a su marido leer El Nacional o a los chicos hacer la tarea, queriendo decirle a Maura, di-ciéndole en silencio, nada calmaba mi ansiedad de vida hasta encontrarte a ti, y ahora me siento satisfecha. No pido nada más, mi hidalgo, sólo que vuelvas sano y salvo y nos juntemos en nuestro cuartito y me pidas que lo deje todo por todo y eso lo haré sin dudarlo, ni hijos ni marido ni madre me lo van a impedir, sólo tú porque junto a ti siento que no he agotado mi juventud, ¿permites que te lo diga con franqueza?, ayer cumplí cuarenta y dos años y sentí que no estuvieras aquí para celebrarlo juntos, a Juan Francisco y a Dantón se les olvidó por completo, sólo Santiago se acordó y le dije «Es nuestro secreto, no les digas a ellos» y mi hijo me indicó con un abrazo que éramos cómplices, ésa sería mi felicidad completa, tú y yo y mi hijo predilecto, ¿por qué negarlo?, qué necedad pretender que queremos por igual a todos los hijos, no es cierto, no es cierto, hay hijos en los que adivinas lo que te falta, hijos que son alguien

más que ellos mismos, hijos como espejos del tiempo pasado y por venir, así es mi Santiago que no se olvidó de mi cumpleaños y me hizo pensar que tú me has dado ese indulto que necesita una mujer de mi edad, y si no tomo, mi hidalgo, la vida que tú me das no tendré vida que darle yo misma, en el tiempo por venir, a mis hijos, a mi pobre marido, a mi madre…

2.

La muerte de Leticia, la Mutti magnífica y adorada, la imagen femenina central de la vida de Laura Díaz, la columna a la que se trenzaban todas las hiedras masculinas, el abuelo don Felipe, el padre don Fernando, el igualmente adorado hermano Santiago, y el doloroso y doliente Orlando Ximénez, el marido Juan Francisco, los niños criados por la abuela mientras la vida del país se calmaba después de una revolución tan larga, tan cruenta (tan lejana ya), mientras Laura y Juan Francisco se buscaban inútilmente, mientras Laura y Orlando se disfrazaban para no verse ni ser vistos, todos eran trepadoras que subían hasta el balcón de la madre Leticia, todos salvo Jorge Maura, el primer hombre independiente del tronco veracruzano nutrido por la madre, poderosa gracias a su integridad, su cuidado, su minuciosa atención a las labores de cada día, su inmensa capacidad de ofrecer confianza, de estar allí y de no comentar nada; su discreción…

Se fue Leticia y con su muerte llegaron todas las memorias de la infancia. La muerte hoy da presencia a la vida ayer. Laura no podía recordar, sin embargo, una sola palabra dicha por su madre. Era como si la vida entera de Leticia hubiese sido un largo suspiro disimulado por el cúmulo de actividades para que todo marchara bien en las casas del puerto y de Xalapa. Su discurso era su cocina, su limpieza, su ropa almidonada, sus roperos bien ordenados y olorosos a lavanda, su tinas de baño de cuatro patas y sus tibores de agua hirviente y sus aguamaniles de agua fría. Su diálogo era su mirada, su sabio silencio para entender y hacer entender sin ofensa ni mentira, sin regaño inútil. Su pudor era entrañable porque dejaba adivinar un amor protegido en la entraña, sin necesidad, jamás, de exhibirse. Tuvo una dura escuela: la separación de los primeros años, cuando don Fernando vivía en Veracruz y ella en Catemaco. Pero esta distancia impuesta por las circunstancias, ¿no permitió a Laura,

niña aún, llegar a la compañía de su hermano Santiago el Mayor justo cuando el encuentro debió ocurrir, cuando los dos pudieron, unidos, ser un poco niños y un poco adultos, jugar primero y llorar después, sin otro contacto que enturbiase la pureza de ese recuerdo, el más hondo y bello de la vida de Laura Díaz? No pasa noche sin que ella sueñe con el rostro de su joven hermano fusilado, enterrado en el mar, desapareciendo bajo las olas del Golfo de México.

El día del entierro de Leticia su madre, Laura vivió dos vidas al mismo tiempo. Automáticamente, cumplió con todos los ritos, dio todos los pasos de la velación y el entierro, ambos muy solitarios. De las viejas familias, ya ninguna quedaba en Xalapa. La pérdida de las fortunas, el temor a los nuevos gobernadores expro-piadores, comecuras y socialistas, el imán de la ciudad de México, la promesa de nuevas oportunidades fuera del solar provinciano, la ilusión y la desilusión, lanzaron a todos los viejos amigos y conocidos lejos de Xalapa. Laura visitó la Hacienda de San Cayetano. Era una ruina y sólo en la memoria de Laura se escuchaban los valses, las risas, el trajín de los meseros, el chocar de copa contra copa, la figura erguida de doña Genoveva Deschamps…

La Mutti descendió a la tierra pero en la segunda vida de su hija ese día, el pasado se hacía presente como una historia sin reliquias, la ciudad de la sierra aparecía súbitamente a orillas del mar, los árboles mostraban, viejos, sus raíces, las aves pasaban como relámpagos, los ríos desembocaban en el mar llenos de cenizas, las estrellas mismas eran de polvo, y la selva era un grito huracanado.

Dejaron de existir la noche y el día.

El mundo sin Leticia amaneció decimado.

Sólo el perfume de la eterna lluvia de Xalapa despertó de su ensoñación a Laura Díaz para decirle a María de la O:

– Ahora sí, tiíta, ahora sí tienes que venirte con nosotros a México.

Pero María de la O no dijo nada. Nunca volvería a decir nada. Afirmaría. Negaría. Con la cabeza. La muerte de Leticia la dejó sin palabras y cuando Laura tomó la maleta de la tiíta para salir de la casa de Xalapa, la anciana mulata se detuvo y giró en redondo, lentamente, como si otra vez ella, y sólo ella, pudiese convocar a todos los fantasmas del hogar, darles un sitio, confirmarlos como miembros de una familia… Laura sintió una gran emoción viendo a la última de las hermanas Kelsen despedirse de la casa ve-racruzana, ella que llegó, desposeída y marcada, a que la redimiera

un hombre bueno, Fernando Díaz, para quien hacer el bien era tan natural como respirar.

Pronto la picota se llevaría la casa de Xalapa en la calle Boca-negra con su portón inservible para inservibles coches tirados por caballos o vetustos Issotta-Fraschini devoradores de gasolina. Desaparecerían los aleros protectores contra el chipichipi pertinaz de la montaña, el patio interior con macetones de porcelana y vidriecillos incrustados, la cocina de carbones como diamantes en fuego y metates humildes y abanicos de palma, el comedor y los cuadros del pille-ce mordido por un perro… María de la O sólo rescató los anillos de plata para las servilletas de sus hermanas. Pronto vendría la picota…

María de la O, último testigo del pasado provinciano de su estirpe, se dejó llevar mansamente por Laura a la estación del Tren Interoceánico, tan mansamente como el cadáver de Leticia fue conducido al camposanto de Xalapa junto al cuerpo de su marido. ¿Qué iba a hacer la tiíta sino imitar a su hermana desaparecida y pretender que ella, María de la O, seguía animando a su línea de la única manera que le quedaba: tan inmóvil y silenciosa como una muerta pero tan discreta y respetuosa como lo había sido su inolvidable hermana la Mutti, que todos los días de su cumpleaños se vestía de blanco, cuando era niña, y salía a bailar al patio de la hacienda en Catemaco:

El doce de mayo la Virgen salió vestida de blanco con su paletó

Porque en la memoria de María de la O se confundieron, a la hora de la muerte, los recuerdos de la hermana Leticia y de la sobrina Laura.

3.

Un día, hacía un año, Jorge Maura regresó apresuradamente de Washington y Laura Díaz lo atribuyó todo -la prisa, la tristeza- a lo inevitable: el 26 de enero, los franquistas tomaron Barcelona y avanzaron hacia Gerona; la población civil emprendía la diáspora por los Pirineos.

– Barcelona -dijo Laura-. De allí venía Armonía Aznar.

– ¿La mujer que vivía en cu casa y a la que nunca viste?

– Sí. Mi propio hermano, Santiago, estaba con los anarcosindicalistas.

– Me has hablado muy poco de él.

– Es que no me caben dos amores tan grandes en la boca -sonrió-. Era un chico muy brillante, muy guapo y muy valiente. Era como el Pimpinela Escarlata -ahora rió nerviosamente-, posaba como un fifí para proteger su actividad política. Es mi santo, dio la vida por sus ideas, lo fusilaron cuando tenía veinte años.

Jorge Maura guardó un silencio inquietante. Por primera vez, Laura lo vio bajar la cabeza y se dio cuenta de que esa cabeza ibero-romana siempre se había mantenido levantada y orgullosa, incluso un poco arrogante. Ella lo atribuyó a que los dos iban entrando a la Basílica de Guadalupe, a donde Maura insistió en llevarla como un acto de homenaje a doña Leticia, la madre de Laura a quien él no llegó a conocer.

– ¿Eres católico?

– Creo que en España e Hispanoamérica hasta los ateos son católicos. Además, no quiero irme de México sin entender por qué la Virgen es el símbolo de la unidad nacional mexicana. ¿Sabes que las tropas realistas españolas fusilaban la imagen de la Virgen de Guadalupe durante la guerra de independencia?

– ¿Te vas de México? -dijo muy neutralmente Laura-. Entonces la Virgen no me protege.

Él hizo un gesto de hombros que quería decir, «como siempre, voy y vengo, ¿de qué te asombras?». Estaban hincados lado a lado en la primera fila de bancas de la Basílica, frente al altar de la Virgen cuya imagen enmarcada y protegida por cristal, le explicó Laura a Jorge, había quedado estampada, según la creencia popular, en el sayal de un humilde indio, Juan Diego, un tameme o cargador, al cual la Madre de Dios se le apareció un día de diciembre de 1531, apenas consumada la Conquista española, en la colina del Te-peyac, donde antes se adoraba a una diosa azteca.

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