– Qué listos eran los españoles del siglo dieciséis -sonrió Maura-. Consuman la conquista militar y en seguida se dedican a la conquista espiritual. Destruyen -bueno, destruimos- una cultura y su religión, pero les devolvemos a los vencidos nuestra propia cultura con símbolos indios -o quizas les devolvemos su propia cultura, pero con símbolos europeos.
– Sí, aquí la llamamos la Virgen morena. Ésa es la diferencia. No es blanca. Es la madre que necesitaban los indios huérfanos.
– Lo es todo, te das cuenta qué cosa más genial? Es una virgen cristiana e indígena, pero también es la Virgen de Israel, la madre judía del Mesías esperado, y tiene un nombre árabe, Guadalupe, río de lobos. ¡Cuántas culturas por el precio de una estampa!
El diálogo fue interrumpido por el himno soterrado que nacía a espaldas de ellos y avanzaba desde la puerta de la Basílica como un eco antiquísimo que no brotaba de las voces de los peregrinos, sino que los acompañaba o quizás los recibía desde los siglos anteriores. Jorge miró hacia el coro pero en lugar del órgano no había nadie, ni organista ni niños cantores. La procesión venía acompañada de su propia cantata, sorda y monótona como toda la música india de México. No alcanzaba sin embargo a silenciar el rumor de las rodillas penosamente arrastradas por el pasillo. Todos avanzaban de rodillas, algunos con cirios encendidos en las manos, otros con los brazos abiertos en cruz, otros más con los puños apretados contra el rostro. Las mujeres portaban escapularios. Los hombres, pencas de nopal sobre pechos desnudos y sangrantes. Algunos rostros entraban velados por máscaras de gasa atadas a la nuca que convertían a las facciones en meros esbozos pugnando por manifestarse. Las oraciones en voz baja eran como cantos de pájaro, trinos altibajos totalmente ajenos, adivinó Maura, al tono parejo de la lengua castellana, una lengua que se mide neutralmente para que suenen más fuerte sus cóleras, sus órdenes, sus discursos: aquí no había una sola voz que pudiese, concebiblemente, enojarse, mandar o hablarle a los demás en un tono que no fuese el del consejo apenas, el del destino acaso, pero tienen fe, levantó Maura la voz, sí, se adelantó Laura, tienen fe, ¿qué te pasa, Jorge, por qué hablas así?, pero ella no podía comprender, tú no puedes comprender Laura, entonces explícamelo, cuéntamelo tú, Maura, revirtió Laura, dispuesta a no dejarse vencer por el temblor de duda, la cólera apenas dominada, el humor irónico de Jorge Maura en la Basílica de Guadalupe, viendo entrar a una procesión de indios devotos, portadores de una fe sin interrogantes, una fe pura sostenida por una imaginación abierta a todas las sugerencias de la credulidad: es cierto porque es increíble, repetía Jorge arrebatado súbitamente del lugar y de la persona donde estaba, con la cual estaba, la Basílica de Guadalupe, Laura Díaz, ella sintió esto con una fuerza incontenible, ella no tenía nada que hacer, le correspondía nada más oír, no iba a detener el torrente pasional que la
entrada de una procesión de indígenas mexicanos descalzos desató en Maura, quebrando en mil pedazos su sereno discurso, su reflexión racional, para lanzarlo a un torbellino de recuerdos, premoniciones, derrotas que giraban en torno a una sola palabra, fe, la fe, ¿qué es la fe?, ¿por qué tienen fe estos indios?, ¿por qué tuvo fe en la filosofía mi maestro Edmundo Husserl?, ¿por qué tuvo fe en Cristo mi amante Raquel?, ¿por qué tuvimos fe en España Basilio, Vidal y yo?, ¿por qué tuvo Pilar Méndez fe en Franco?, ¿por qué tuvo su padre el alcalde de Santa Fe de Palencia fe en el comunismo?, ¿por qué tuvieron los alemanes fe en el nazismo?, ¿por qué tienen fe estos hombres y mujeres desvalidos, muertos de hambre, que jamás han recibido una recompensa del Dios al que adoran?, ¿por qué creemos y actuamos en nombre de nuestra fe a sabiendas de que no seremos recompensados por los sacrificios que la fe nos pone como pruebas?, ¿hacia dónde avanzan estos pobrecitos del Señor?, ¿quién era, qué era, la figura crucificada en la que se fijaba Jorge Maura, porque la procesión no venía a ver a Cristo, sino a su Madre, convencidos a pie juntillas que concibió sin pecado, que la preñó el Espíritu Santo, no un carpintero cachondo verdadero padre de Jesús?, ¿sabía uno solo de los penitentes que avanzaban arrodillados hacia el altar de Guadalupe que la concepción de María no fue inmaculada?, ¿por qué él, Jorge Maura, y tú, Laura Díaz, no creemos en esto?, ¿en qué creemos tú y yo?, ¿podemos creer juntos en Dios porque se despojó de la impunidad sagrada de Jehová haciéndose hombre en Cristo?, ¿podemos creer en Dios porque Cristo volvió a Dios tan frágil que los seres humanos nos pudimos reconocer en él?, ¿encarnó Cristo para que nos reconociéramos en él, Laura?, pero para ser dignos de Cristo ¿tuvimos que rebajarnos aún más para no ser más que Él?, ¿es ésa nuestra tragedia, es ésa nuestra desgracia, que para tener fe en Cristo y ser dignos de su redención, tenemos que ser indignos de él, menos que él, pecadores, asesinos, concupiscentes, orgullosos, que la prueba verdadera de la fe es aceptar que Dios nos pide hacer lo que no permite?, ¿hay un solo indio en este templo que piense esto?, no, Jorge, ninguno, no puedo imaginarlo, ¿tenemos que ser tan buenos y simples y ajenos a la tentación como estos seres humildes para ser dignos de Dios, o tenemos que ser tan racionales y vanidosos como tú y yo y Raquel Mendes-Alemán y Pilar Méndez y su padre el alcalde de Santa Fe de Palencia para ser dignos de lo que no creemos?, ¿la fe del indio mexicano o la fe del filósofo alemán o la fe de la judía conversa o la fe de la militante fascista o del militante comunista?, ¿cuál será,
para Dios mismo, la mejor, la más verdadera fe de todas? -dímelo Laura, cuéntamelo, Jorge…
– Baja la voz. ¿Qué te pasa hoy?
– Sabes -contestó intensamente Maura-. Estoy mirando a ese pobre indio descalzo y vestido de manta y lo estoy viendo al mismo tiempo con un uniforme rayado y un triángulo verde en el pecho porque es criminal común y un triángulo rojo porque es un agitador político y un triángulo rosa porque es un maricón y un triángulo negro porque es un antisocial y una estrella de David porque es judío…
Se llama Raquel Mendes-Alemán. Fueron estudiantes juntos en Friburgo. Tuvieron el privilegio de asistir a las clases de Edmundo Husserl, no sólo un gran maestro sino un compañero filosófico, una presencia que guiaba el pensamiento independiente de sus alumnos. La relación de simpatía entre Raquel y Jorge se estableció en seguida porque ella era descendiente de judíos sefarditas expulsados de España en 1492 por los Reyes Católicos. Hablaba el español del siglo XV y sus padres leían periódicos sefardíes en el español del Arcipreste de Hita y Fernando de Rojas y cantaban canciones hebreas en honor de la tierra española. Tenían, como todos los sefardíes, las llaves de sus antiguas casas castellanas colgando de un clavo en sus nuevas casas alemanas, en espera del día anhelado -después de más de cuatro siglos- de su regreso a la península ibérica.
– España -rezaban a coro en las noches los padres y familiares de Raquel-, España, madre ingrata, expulsaste a tus hijos judíos que tanto te amábamos, pero no te guardamos rencor, tú eres nuestra madre muy amada y no queremos morirnos sin regresar un día a ti, España querida…
Raquel no se unía a la oración porque había tomado una decisión muy severa al año de inscribirse en los cursos de Friburgo. Se convirtió al catolicismo. Se lo explicó así a Jorge Maura:
– Me criticaron mucho. Hasta en mi casa me criticaron. Creían que me había hecho católica para evitar el estigma judío. Los nazis se organizaban para asaltar el poder. No cabía duda, en la Alemania de Weimar, quién iba a ganar en un país empobrecido y humillado. Los alemanes querían un hombre fuerte para un país débil. Les expliqué que yo no evitaba ningún estigma. Era todo lo contrario. Era un desafío. Era una manera de decirle al mundo, a mi familia, a los nazis: miren, todos somos semitas. Me hago católica por una diferencia fundamental con mis padres. Creo que el Me-
sías ya llegó. Se llama Jesucristo. Ellos lo siguen esperando y esta esperanza los ciega y los condena a la persecución, porque el que espera la llegada del Redentor es siempre un revolucionario, un factor de desorden y de violencia. En las barricadas como Trotski, en el pizarrón como Einstein, cámara en mano como Eisenstein, en la cátedra como nuestro maestro Husserl, el judío trastorna y transforma, inquieta, revoluciona… No puede evitarlo. Está en espera del Redentor. En cambio, si admites como yo, Jorge, que el Redentor ya vino al mundo, puedes cambiar el mundo en su nombre sin paralizarte ante la expectativa chiliástica, la esperanza del milenio que todo lo cambiará apenas ocurra.
– Hablas como si los herederos del mesianismo judío fuesen los progresistas modernos, incluyendo a los marxistas -exclamó Jorge.
– Es que lo son, ¿no te das cuenta? -dijo Raquel con premura- Y está bien. Son los que esperan el cambio milenario y entretanto su impaciencia los lleva, por una parte, a descubrir la relatividad, el cine o la fenomenología, pero por la otra parte los expone a cometer todos los crímenes en nombre de la promesa. Sin darse cuenta, son los verdugos del mismo futuro que tanto anhelan.
– Pero los peores enemigos de los judíos son estos nazis que se andan paseando vestidos de café y con sus esvásticas por todas las calles…
– Es que no puede haber dos pueblos elegidos. O son los judíos o son los alemanes.
– Pero los judíos no matan alemanes, Raquel.
– Ésa es la diferencia. El mesianismo hebreo se sublima creativamente en el arte, la ciencia, la filosofía. Se vuelve un mesianismo creativo porque de otra manera es inerme. Los nazis no tienen ningún talento creativo. Su genio es sólo uno: la muerte, son los genios de la muerte. Pero teme el día en que Israel decida armarse y pierda su genio creativo en nombre del éxito militar.
– Quizás los nazis no les dejen, como pueblo, otra salida. Quizás los judíos se cansen de ser las eternas víctimas de la historia. Los borregos.
– Ruego que no se conviertan nunca, a su vez, en verdugos de nadie. Que los judíos no tengan sus judíos.
– La iglesia católica no se quedaba atrás en cuanto crímenes, Raquelita. Recuerda que soy español, y tú, en cierto modo, también.
– Prefiero el cinismo de la iglesia católica al fariseísmo de la iglesia comunista. Los católicos juzgamos…
– Bravo por el plural obsesivo. Te beso, mi amor…