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XXV. Catemaco: 1972

Tomó el Tren Interoceánico que tantas veces la llevó de regreso a V'eracruz. Como tantas cosas del pasado, el lujoso tren de antaño entre la capital de México, Xalapa y el puerto, se había hecho más chiquito, pero también, obviamente, más viejo. Telas gastadas, poltronas hundidas, resortes al descubierto, ventanas opacas, respaldos manchados, lavabos atascados. Laura decidió tomar el compartimento privado del pullman, una pieza aislada del resto del carro-dormitorio que de día regresaba a su condición de mero transporte y de noche, milagrosamente, dejaba caer una cama superior ya preparada con blancas almohadas y sábanas recién lavadas, cubiertas por una frazada verde. Asimismo, los asientos se convertían en camas y las ocultaban, para la hora del sueño, unas pesadas cortinas de lona con botonadura de cobre.

El dormitorio que tomó Laura, en cambio, mantenía una elegancia fané, como diría Orlando Ximénez, con espejos patinados, lavamanos con grifos bañados en oro, un cierto trompe l'oeil (Orlando) y, como anacronismo invencible, una escupidera de plata, como las de su hogar matrimonial primero, cuando Juan Francisco se juntaba con los líderes obreros. Los jabones eran Palmolive. Las toallas, meros velos de su antigua novedad. Y sin embargo, per-meaba el cuarto privado una nostalgia de la gloria pasada. Éste era el tren que conectaba a la capital del país y a su puerto principal y que esa noche conectaba a Laura con la emoción de demostrar que sí se puede regresar a casa. El precio del retorno, ése era el problema, y el boleto de los Ferrocarriles Nacionales de México no lo señalaba.

Durmió toda la noche. Xalapa pasó sin dejarse sentir, el camino a la hacienda de San Cayetano estaba cubierto de hierba. En cambio, el puerto mañanero la recibió con esa mezcla de frescura temprana que ya abriga -es su delicia- el calor de un día de sol espléndido. Ella no quería, sin embargo, detenerse demasiado en la nostalgia de un lugar que le devolvía memorias intensas de su pu-

bertad, de sus paseos por el malecón de la mano del primer Santiago, y de la muerte del hermano sepultado bajo las olas.

Gozó, más bien, alojada en el alto palomar del Hotel Imperial, del latente desafío del horizonte del Golfo, donde el día más brillante oculta la sorpresa de una tempestad, un «norte», lluvia, viento… y al descender de noche a la plaza, se sentó sola en una me-sita de los portales, sintiéndose más acompañada que nunca -tal era el goce que, cada vez, nos suscita la noche en la Plaza de Vera-cruz- en medio del bullicio, el gentío, el ir y venir de mozos con charolas cargadas de cervezas, cubas, mojitos y el mint-julep vera-cruzano, con su tupé de hierbabuena remojándose en ron.

Los conjuntos de todas las músicas del país -tamboras del norte, mariachis de occidente, tríos de boleros de la capital, jaranas yucatecas, marimbas chiapanecas y sones veracruzanos de arpa y vihuela- competían con una cacofonía exaltante a la que sólo imponía respeto, y reposo, la sesión de baile frente al Palacio Municipal, cuando el danzón convocaba a las parejas más respetables a bailar con ese movimiento que sólo compromete a los pies y le impone al resto del cuerpo una seriedad erótica incomparable, como si el mínimo ritmo de la rodilla para abajo dejase libre a la atracción sensual de la rodilla hacia arriba.

Aquí vino a bailar sus últimos días la tiíta María de la O, casada con el mentado Matías Matadamas, seguramente un hombrecillo tan enteco, frío y azuloso todo él -pelo y piel, saco y corbata, zapatos y calcetines- como el que viéndola sola, invitó a Laura a unirse al compás del himno de los danzones, Nereidas, la invitó sin decir palabra, no dijo nada mientras bailaba pero ella, en el danzón, se preguntó en secreto ¿qué perdí, qué gané?, ¿ya no tengo nada que perder?, ¿cómo mido la distancia de mi vida?, ¿sólo por las voces que surgen del pasado y me hablan como si estuviesen aquí? ¿Debo dar gracias porque no quede nadie que me llore? ¿Debo sufrir porque no tengo nadie más a quién perder? ¿El sólo hecho de pensar esto es suficiente para certificarlo: Laura Díaz, eres una mujer vieja? ¿Qué perdí? ¿Que gané?

El viejecillo color azul polvo la regresó respetuosamente a su mesa. Un ojo le lagrimeaba y nunca sonreía, pero al bailar sabía una manera de acariciar el cuerpo de la mujer con la mirada, el ritmo y el contacto intenso de una mano con la otra y la otra mano con la cintura. El hombre y la mujer. El danzón seguía siendo el baile más sensual porque era el que convertía la lejanía en cercanía, sin perder la distancia.

¿Volvería Laura a escuchar y bailar el danzón Nereidas más allá de esa noche previa a su viaje por carretera a Catemaco? Se fue en un taxi del Hotel Imperial y al llegar a la laguna descendió y le pidió al chofer que se regresara a Veracruz.

– ¿No quiere que la espere?

– Gracias. No hace falta.

– ¿Y sus maletas, señora? ¿Qué les digo en el hotel?

– Que me las guarden. Adiós.

Desde lejos, la casa de Catemaco volvió a parecerle distinta, como si la ausencia lo volviese todo más pequeño pero también más largo y más estrecho. Nuevamente, regresar al pasado era entrar a un corredor vacío e interminable donde ya no se encontrarían ni las cosas ni las personas acostumbradas que deseábamos volver a ver. Como si jugasen así con nuestra memoria como con nuestra imaginación, las personas y las cosas del pasado nos desafiaban a situarlas en el presente sin olvidar que tuvieron un pasado y tendrían un porvenir aunque éste, al cabo, sólo fuese el del recuerdo reencarnado, otra vez, en el presente.

Pero cuando se trataba de acompañar a la muerte, ¿cuál sería el tiempo válido para la vida? Ah, suspiró Laura Díaz, seguramente había que recorrer todos y cada uno de los años de su existencia, recordar, imaginar, acaso suplir lo que nunca ocurrió, incluso lo inimaginable, con la mera presencia de un ser que representase todo lo que no fue, lo que fue, o lo que pudo ser y lo que jamás pudo ocurrir.

Hoy, ese ser era ella, Laura Díaz.

Desde que el doctor Teodoro Césarman le confirmó que el cáncer sólo le dejaría, con los mejores cuidados, no más de un año de vida, Laura Díaz decidió viajar cuanto antes al lugar donde nació y por eso, esta mañana radiante de mayo de 1972, ascendió por la pequeña colina que conducía a la vieja casa familiar de los Kelsen, abandonada desde hace cuarenta años, cuando murió don Felipe el abuelo y con la renta del casco y los terrenos pudieron sobrevivir las tres hermanas solteras y, al enfermarse Fernando Díaz, la familia de éste en Xalapa, ayudada por los ingresos procurados por las hacendosa madre de Laura Díaz, doña Leticia Kelsen, cuando las tierras de «La Peregrina» fueron expropiadas y la Mutti decidió vencer los pudores de toda la familia y rentar cuartos de la casa a huéspedes, «a condición de que fuesen gente conocida».

Sonrió Laura recordando aquel prurito de decencia de sus padres y preparándose, con la sonrisa, a mirar de cara la ruina de la

vieja plantación cafetalera de un solo piso, con sus cuatro costados enjalbegados alrededor del patio central donde Laura jugueteaba de niña, rodeada de puertas que se abrían y cerraban sobre los lugares vivientes del hogar, las recámaras, la sala, el comedor, pues afuera, lo vio ahora desde lejos, los muros externos eran todos ciegos. Un pudor inexplicable detuvo a Laura en su caminata hacia el hogar de sus orígenes, como si antes de entrar a la casa arruinada su espíritu requiriese un contacto renovado con la naturaleza florida que conducía al hogar, las higueras y el tulipán de Indias, el lirio colorado, el palo rojo y la copa redonda del árbol del mango.

Abrió con prevención el portón de entrada a la casa y cerró los ojos, avanzando a ciegas por un corredor imaginario, esperando el gemido del aire por los pasillos, el gemido de las puertas vencidas, el rechinar de goznes enfermos, el reposo del polvo olvidado… ¿Para qué ver de cara la ruina de su casa familiar, que era como mirar de cara el abandono de su propia infancia, por más que, con los ojos cerrados, Laura Díaz, a los setenta y cuatro años, pudiese escuchar la escoba del negro Zampayita barriendo el patio y cantando «el baile del negro Zampayita es un baile que quita que quita que quita el hipo ya», recordándose a sí misma el día de su cumpleaños, cuando daba saltitos alrededor del patio, muy de mañana, aún en camisón, cantando «el 12 de mayo la virgen salió vestida de blanco con su paleto», oyendo las notas melancólicas de un Nocturno de Chopin que ahora mismo le llegaba desde la sala donde la tía Hilda soñaba con ser una gran concertista en Alemania, escuchando la voz de la tía Virginia recitando los versos de Rubén Darío y soñando, a su vez, con ser una gran poeta publicada en la ciudad de México, oliendo los guisos sabrosos que llegaban desde la cocina regenteada sin añoranzas por su madre Leticia, esperando el regreso de don Felipe de las faenas del campo, trabajador y disciplinado, olvidados para siempre sus sueños de exaltado joven socialista alemán y la abuela Cósima, en su mecedora, ensimismada, soñando acaso con el bravo Guapo de Papantla…

Así, a ciegas, avanzó Laura Díaz por su casa familiar, segura de que la orientación no le fallaría para llegar a su propia recámara de niña, abrir la puerta que daba sobre el patio, acercarse a la cama, tocar el filo del lecho, sentarse y alargar la mano para encontrar a la muñeca rodeada de almohadones, feliz en su reposo de princesa oriental, Li Po, su muñequita adorada, la muñeca de cabeza, manos y pies de porcelana, con su cuerpecito de algodón cubierto por un

atuendo mandarín de seda roja y las cejas pintadas cerca del fleco de seda que Laura, al abrir los ojos, encontró allí, realmente, recostada entre almohadones, esperando que Laura la tomase en brazos, la arrullase, le permitiese, como antes, como siempre, mover la cabeza de porcelana, abrir y cerrar los ojos, sin mover las cejas muy finas pintadas encima de los párpados serenos pero expectantes. Li Po no se hacía vieja.

Laura Díaz sofocó un grito de emoción al tomar en brazos a Li Po, mirar alrededor de su recámara de niña y encontrarla perfectamente limpia, con el aguamanil de siempre, el ropero de su infancia, la puerta de visillos de gasa blanca sostenida por varillas de cobre. Pero Li Po se había quedado en casa de Frida Kahlo. ¿Quién la devolvió a Catemaco?

Abrió la puerta de su recámara, salió al patio perfectamente limpio, rebosante de geranios, corrió a la sala y encontró los muebles de mimbre de los abuelos, las mesas de caoba con tapa de mármol, los lampadarios traídos de Nueva Orleans, las vitrinas con pastorcillas de porcelana, y los dos cuadros gemelos del picaro mozalbete que en el primer cuadro molesta con una vara a un perro dormido y en el segundo es mordido en «las posaderas» por el mismo perro despierto, mientras el niño travieso llora de dolor…

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