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Caminó de prisa al comedor, esperando ya lo que encontró allí, la mesa puesta, el gran mantel blanco almidonado, las sillas derechitas, tres de cada lado del sillón principal que siempre ocupó el viejo don Felipe, pero cada sitio con un servicio de losa de Dres-den bien dispuesto, los cuchillos, los tenedores, las cucharas en orden, y a la derecha de cada plato, la tiesa servilleta enrollada dentro de un anillo de plata con el nombre del comensal, Felipe, Cósima, Hilda, Virginia, Leticia, María de la O, Laura…

Y sobre el plato de Cósima la abuela, cuatro joyas, una banda de oro, un anillo de zafiro y un anular de perlas…

– Sueño -se dijo Laura Díaz-. Esto lo estoy soñando. O quizás ya estoy muerta y no lo sé.

La interrumpió la puerta del comedor abierta bruscamente y la figura hosca de un hombre moreno, bigotón, vestido con botas, pantalones de dril y camisa sudada. Llevaba una escopeta en la mano y un pañuelo rojo amarrado a la cabeza, para absorber el sudor.

– Perdone, señora -dijo con una voz dulce, jarocha, sin eses-. Pero ésta es casa privada, hay que pedir permiso…

– Perdóneme a mí -contestó Laura Díaz-. Es que crecí aquí. Quería ver la casa antes de…

– El patrón no quiere que nadie entre sin permiso, con su perdón, señora.

– ¿El patrón?

– Cómo no. Viera usted, señora, con qué cuidado ha restaurado la casa, si era una ruina, después de que según dicen fue la hacienda más importante de Catemaco. Luego vino el patrón y la dejó como nuevecita. Se tardó como cinco años en reunir las cosas, dijo que quería ver la casa exactito como era hace cien años, o algo así.

– ¿El patrón? -insistió Laura.

– Claro, mi seño. Don Dantón que es el dueño de esta casa y de las tierras de aquí hasta la laguna…

Laura dudó un instante entre llevarse a Li Po o dejarla cómodamente instalada en la cama, rodeada de almohadones. La vio tan contenta, tan a gusto en el lecho de siempre… Repasó una vez más los recuerdos, la sala, el comedor, los anillos de plata…

– Descansa, Li Po, duerme, vive feliz. Yo te cuidaré siempre.

En el patio, le dirigió una larga mirada el joven cuidador, como si la conociese de siempre. Luego salió al campo, se dijo que por más ancho que fuese sería siempre la pobre pulgada de tierra que al fin nos corresponde a cada uno para siempre por haber pasado una temporada en la tierra. Pero esta tarde de mayo, más que nunca, agradeció la perfecta simetría de la araucana, que en el brote de cada una de sus ramas engendra en seguida su doble inmediato, ¿yo misma me voy a reproducir así, yo misma seré otra Laura Díaz, una segunda Laura Díaz, no en mí misma, sino en mi descendencia y en mi ascendencia, en la gente de donde provengo y en la gente que dejé en el mundo, la gente hacia donde voy y la gente que dejé atrás, el mundo entero será como una araucaria que engendra en cada flor el doble de la flor; que no la destruya la tormenta, que la proteja del trueno el propio trueno de flor amarilla, el maravilloso árbol que lo mismo resiste al huracán que a la sequía…?

Se internó en la selva. Los pensamientos se precipitaban como la selva se abría. Iba cargada de vida, la suya y la de los que la acompañaron para vivirla bien o mal; por ello no terminaba su vida, la vida de Laura Díaz, porque mi vida no soy yo sola, son muchas líneas, muchas generaciones, la historia verdadera, que es la vivida pero sobre todo la imaginada; ¿soy sólo la llorona, la doliente,

la enlutada?, no, me niego a serlo, siempre caminé erguida, nunca supliqué, camino y trato de medir la distancia de mi vida, la mido por las voces que surgen del pasado y me hablan como si estuviese aquí, los nombres de los siete anillos de plata de las servilletas, los nombres de los cuatro Santiagos y de los cuatro hombres de mi vida, Orlando y Juan Francisco, Jorge y Harry, no sería la doliente, no sería la llorona, caminaría erguida, aunque aceptase con humildad que nunca sería la dueña de la naturaleza, pues la naturaleza nos sobrevive y nos pide no ser dueños sino parte de ella, regresar a ella, dejar atrás la historia, el tiempo y el dolor del tiempo, no ilusionarse más pensando que fuimos dueños de nada ni de nadie, ni siquiera de nuestros hijos, ni siquiera de nuestros amores, Laura Díaz dueña sólo de nuestro arte, de lo que pudimos entregarle a otros a partir de nuestro propio cuerpo, el cuerpo de Laura Díaz, transitorio y limitado…

Recordó el deseo de su hermano el primer Santiago de perderse en la selva como, al cabo, se perdió en el mar.

Ella cumpliría el deseo de Santiago el Mayor. Se haría selva como él se hizo mar.

Ella entraría a la selva como se entra a un vacío del cual ningún mensaje iba a regresar.

La acompañaban las vidas incumplidas de un hermano, un hijo y un nieto.

La acompañaban la mirada y las palabras del abuelo Felipe Kelsen, ¿había una sola vida realmente terminada, una sola vida que no fuese promesa trunca, posibilidad latente…?

Recordó el día de la muerte del abuelo, cuando Laura le tomó la mano de venas gruesas y pecas antiguas, le acarició la piel desgastada hasta la transparencia y ella tuvo la sensación de que cada uno de nosotros vive para otros: nuestra existencia no tiene otro sentido que completar los destinos inacabados…

– ¿No te lo dije, niña? Un día se me juntaron todos los achaques y aquí me tienes… pero quiero darte la razón antes de irme. Sí hay una estatua de mujer, llena de joyas, en medio de la selva. Te mentí a propósito. No quería que cayeras en supersticiones y brujerías, Laurita. Te llevé a ver una ceiba para que aprendieras a vivir con la razón, no con la fantasía y los entusiasmos que tanto me costaron cuando era joven. Tenle prevención a todo. La ceiba está llena de espinas, filosas como puñales, ¿te acuerdas?

– Claro que sí, abuelo…

La selva surge como su propia respiración alta, su propio latido profundo.

Los caminos de la selva se separan.

De un lado se va hacia la mujer de piedra, la estatua indígena aderezada con cinturones de caracol y serpiente, tocada con una corona teñida de verde por la naturaleza mimética, adornada de collares y anillos y aretes en brazos, nariz, orejas…

Del otro lado, se llega a la ceiba, la reina de la selva virgen, cuya corona son las espinas desparramadas como puñales hirientes a largo y ancho de su gran cuerpo pardo, sin edad, inmóvil pero añorante, con las ramas abiertas como brazos que esperan el cariño mortal que el gran cuerpo de dagas hirientes puede y quiere dar.

Laura Díaz se abrazó con todas las fuerzas que le quedaban a la ceiba madre, protectora, reina de un vacío del cual ningún mensaje iba a regresar.

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