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XII. Parque de la Lama: 1938

En 1938, las democracias europeas se hincaron ante Hitler en Munich y los nazis ocuparon Austria y Checoslovaquia, la república española se batió, replegándose, en todos los frentes, Walt Disney estrenó Blanca Nieves y los siete enanos, Sergei Eisenstein Alejandro Nevski y Leni Riefenstahl La Olimpiada de Berlín. Durante la «Noche de Cristal» las sinagogas, tiendas, hogares y escuelas judías fueron incendiadas por las tropas SS en Alemania, el Congreso de los Estados Unidos estableció el Comité de Actividades Antiamericanas, Antonin Artaud propuso una «teatro de la crueldad», Orson Welles convenció a todo el mundo de que los marcianos habían invadido New Jersey, Lázaro Cárdenas nacionalizó el petróleo en México y, también en México, dos compañías de teléfonos rivales -la sueca Ericsson y la nacional Mexicana- prestaban servicios separados, de tal suerte (mala suerte) que el abonado a la Ericsson no podía comunicarse con el abonado a la Mexicana y viceversa. Todo este enredo obligaba a la persona poseedora de un aparato Ericsson a acudir a un vecino, amigo, oficina o estanquillo para hablarle a otra persona cuya línea era de la Mexicana y, otra vez, viceversa.

– En México, hasta los teléfonos son barrocos -decía Orlando Ximénez.

La extensión de las urbes modernas dificulta las relaciones amorosas; nadie quiere viajar una hora en autobús o automóvil para gozar de minuto y medio de sexo. El teléfono concierta los puntos intermedios de encuentro. En París, el neumático o petit bleu servía de enlace entre parejas; esos sobrecitos azules podían contener todas las promesas del amor; los novios los recibían con más sobresalto que un telegrama. Pero en México, el año de la expropiación petrolera y la defensa de Madrid, si los amantes no eran vecinos y uno tenía Ericsson y el otro Mexicana, estaban condenados a inventar redes de comunicación foráneas, complicadas o, como diría Orlando, barrocas.

Sin embargo, la primera comunicación entre ellos, el primer mensaje personal, no pudo ser más directo. Fue, simplemente,

el encuentro de las miradas. Más tarde, ella se diría que estaba predispuesta a lo que ocurrió, pero cuando lo vio, era como si nunca hubiese pensado en él. No cruzaron miradas; las anclaron uno en los ojos del otro. Ella se preguntó, ¿por qué es ese hombre distinto de todos los demás?, y él le contestó en silencio, separados ella y él por la centena de invitados a la fiesta, porque sólo te miro a ti.

– Porque sólo me mira a mí.

Ella sintió deseos de irse de allí: la asustó una atracción tan repentina pero tan plena, la alarmó la novedad del encuentro, la inquietó imaginar las consecuencias de un acercamiento, pensó en todo lo que podía ocurrir, la pasión, la entrega, la culpa, el remordimiento, el marido, los hijos; no es cierto que todo eso ocurriese después de los hechos, los precedió involuntaria, instantáneamente; todo se hizo presente como en una sala donde sólo los fantasmas de la familia se sentasen a conversar y a juzgarla serenamente.

Pensó en irse de allí. Iba a huir. Él se acercó como adivinándola y le dijo,

– Quédate un rato más.

Se miraron directamente a los ojos; él era tan alto como ella, menos alto que su marido, pero aun antes de dirigirle la primera palabra sintió que él la trataba con respeto y el tuteo era sólo la costumbre en el trato español. El acento era castellano y la apariencia física también; él no podía tener más de cuarenta años, pero su cabellera era totalmente cana, contrastando con la frescura de la piel sin más arruga notable que en el entrecejo. La mirada, la sonrisa blanca, el perfil recto, los ojos corteses pero apasionados. La tez muy blanca, los ojos muy negros. Quiso verse como él la veía.

– Quédate un rato más.

– Tú mandas -dijo ella impulsivamente.

– No -rió él-. Yo sugiero.

Desde el primer momento ella le concedió al hombre tres virtudes. Reserva, discreción e independencia, junto con un trato social impecable. No era un mexicano de clase acomodada, como tantos que había frecuentado en la Hacienda de San Cayetano y en los cocteles de Carmen Cortina. Era un español y era de buena clase, pero había en su mirada una melancolía y en su cuerpo una inquietud que no sólo la fascinaron; la inquietaron, la invitaron a penetrar un misterio y ella se preguntó si ésta no era la trampa más sutil del hidalgo -así lo motejó enseguida-: presentarse ante el mundo como un enigma.

Trató de penetrar la mirada del hombre, los ojos hundidos en el cráneo, cerca del hueso, cerca del cerebro. El pelo cano aclaraba la mirada oscura, como aclaraba, entre nosotros, los rostros mestizos en México; un joven moreno podía convertirse gracias al pelo blanco, en un anciano color papel, como si el tiempo deslavase la piel.

El «hidalgo» le regaló una mirada de adoración y destino. Esa noche, acostados juntos en la recámara del Hotel L'Escargot junto al Parque de la Lama, los dos acariciándose lentamente, muchas veces, las mejillas, las cabelleras, las sienes, él le pidió a ella que lo envidiara porque él podía ver el rostro de ella en posiciones diversas y sobre todo, iluminado por los minutos que pasaban juntos, ¿qué le hace la luz al rostro de una mujer, cómo depende el rostro de una mujer de las horas del día, de la luz del amanecer, la mañana, el mediodía, la tarde, el ocaso, la noche, qué le dice en el rostro de una mujer, a cualquier hora, la luz que la enfrenta o la perfila, la sorprende desde abajo o la corona desde arriba, la ataca brutalmente sin advertencia en pleno día o la acaricia suavemente en las penumbras?, le preguntó él a ella y ella no tenía respuestas ni quería tenerlas, ella se sentía admirada y envidiada porque él le hacía en la cama todas las preguntas que ella siempre quiso que le hiciera un hombre sabiendo que eran las preguntas que toda mujer quería que le hiciera por lo menos una vez en la vida un solo hombre.

Ella no pensaba más en minutos ni en horas, ella vivía con él, a partir de esa noche, el tiempo sin tiempo de la pasión amorosa, un remolino de tiempo que arrojaba lejos de la conciencia todas las demás preocupaciones de la vida. Todas las escenas olvidadas. Aunque en el amanecer de esa noche, ella temía que el tiempo, que esa noche se había devorado todos los momentos anteriores de su vida, se tragase también éste. Se prendió al cuerpo del hombre, lo abrazó con la tenacidad de la hiedra, imaginándose sin él, ausente pero inolvidable, se vio a sí misma en ese momento posible pero totalmente in-deseado: el momento en que él ya no estuviese allí pero su memoria sí, el hombre ya no estaría con ella pero su recuerdo la acompañaría para siempre. Ese precio lo pagó la mujer desde entonces y le dio gusto, le pareció barato en comparación con la plenitud del instante. No podía dejar de preguntarse, angustiada, ¿qué significan ese gesto -esa mirada- esa voz sin inicio ni fin? Desde el primer momento, no quiso perderlo más.

– ¿Por qué eres tan distinto de todos los demás?

– Porque sólo te miro a ti.

Amaba el silencio que seguía al coito. Amó ese silencio desde la primera vez. Era la promesa esperada de una soledad compartida. Amaba el lugar escogido porque era un lugar, también, predestinado. El lugar de los amantes. Un hotel junto a un parque umbrío, fresco y secreto en medio de la ciudad. Así lo deseaba. Un lugar que siempre sea desconocido, una sensualidad misteriosa en un lugar que todos los demás juzgan normal, salvo los amantes. Amó para siempre el contorno del cuerpo de su hombre, esbelto pero fuerte, proporcionado y apasionado, discreto y salvaje, como si el cuerpo del hombre fuese un espejo de transformaciones, un duelo imaginario entre el dios creador y su bestia inevitable. O el animal más la divinidad que nos habita. Ella nunca había conocido metamorfosis tan súbitas, de la pasión al reposo, de la tranquilidad al incendio, de la serenidad a la desmesura. Una pareja húmeda, fértil el uno para el otro, adivinándose sin fin el uno al otro. Ella le dijo que lo habría reconocido dondequiera.

– ¿A tientas, en la oscuridad?

Ella asintió. Los cuerpos volvieron a unirse, con la obediencia libre de la pasión. Afuera amanecía, el parque rodeaba al hotel con una guardia de sauces llorones y era posible perderse en los laberintos de setos altos y árboles aún más altos cuyas voces susurrantes desorientaban, haciendo perder el camino con el rumor de sus copas agitadas en el oído de los amantes, tan lejanos de lo próximo, tan cercanos de lo ausente.

– ¿Desde cuándo no pasas una noche fuera de tu casa?

– Nunca, desde que volví.

– ¿Vas a dar una excusa?

– Creo que sí.

– ¿Estás casada?

– Sí.

– ¿Qué excusa vas a dar?

– Me quedé a pasar la noche con Frida.

– ¿Tienes que explicar?

– Tengo dos hijos pequeños.

– ¿Conoces el dicho inglés: never complain, never explain?

– Creo que es mi problema.

– ¿Explicarte o no?

– Me voy a sentir mal conmigo misma si no digo la verdad. Pero voy a herir a todo el mundo si la digo.

– ¿No has pensado que esto entre tú y yo es parte de nuestra vida íntima y nadie tiene por qué saber de ella?

– ¿Lo dices por los dos, tú también tienes que callar o contar?

– No, sólo te pregunto si no sabes que una mujer casada puede conquistar a un hombre.

– Lo bueno es que Frida tiene Mexicana y nosotros Ericsson. A mi marido le será difícil controlar mis movimientos.

El se rió de este enredo telefónico pero ella no quiso preguntarle si él estaba casado, si tenía a otra. Lo oyó decir eso, una mujer casada puede conquistar a un hombre que no sea su marido, una mujer casada puede seguir conquistando a los hombres y sus palabras bastaron para que una turbación excitante, casi una tentación inédita, la devolviese ardiente a los brazos fuertes pero esbeltos, al vello oscuro, a los labios hambrientos del español su hidalgo, su amante, su hombre compartido, lo supo enseguida, él sabía que ella era casada, pero ella también imaginó que él tenía a otra mujer, sólo que esa intuición de la otra ella no alcanzaba a comprenderla, a visualizarla, ¿qué clase de relación tendría Jorge Maura con la mujer que estaba y no estaba allí?

Laura Díaz optó por la cobardía. Él no le decía quién o cómo era la otra. Ella sí le diría a él quién y cómo era su marido, pero a Juan Francisco no le diría nada hasta que Jorge no le hablara de la otra. Su nuevo amante (Orlando pasó por la calle de su recuerdo) tenía dos pisos. A la entrada de la casa era reservado, discreto y con un trato impecable. En el segundo piso era entregado, abierto, como si sólo la exclusión le colocase a mitad de la intemperie, sin reserva alguna para el tiempo del amor. No pudo resistir la idea de esa combinación, una manera completa de ser hombre, sereno y apasionado, abierto y secreto, discreto vestido, indiscreto desnudo. Admitió que siempre deseó a un hombre así. Aquí estaba, al fin, deseado desde siempre o inventado ahora mismo pero revelador de un anhelo eterno.

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