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XXI. Colonia Roma: 1957

Cuando el terremoto de julio del 57 sacudió a la ciudad de México, Laura Díaz estaba mirando la noche desde la azotea de su vieja casa en la Avenida Sonora. Excepcionalmente fumaba un cigarrillo. En honor de Harry. Muerto tres años atrás, su piadoso amor la había dejado llena de preguntas sin respuestas y cargada de horizontes encerrados en la mente y el corazón de ella que seguía viva y no tenía un hombre porque había perdido al que amaba y ahora ella acababa de cumplir cincuenta y nueve años.

El recuerdo llenaba sus días y a veces, como ésta, sus noches. Dormía menos que antes, desde la muerte de Harry y el regreso a la ciudad de México. El destino de su amante americano la obsesionaba. No quería clasificar a Harry Jaffe como un «fracasado» porque no quería atribuir la culpa del fracaso ni a la persecución macartista ni a un vencimiento, propio, interno, de Harry. No quería admitir que, con o sin la persecución, Harry ya no escribía porque no tenía nada que decir; se refugiaba en la cacería de brujas. La destrucción sistemática de los inocentes y, lo que fue peor, de los que pensaban diferente, ocupó la vida del exiliado.

La duda persistía. ¿Coincidió la persecución con el agotamiento de las facultades de Harry, o éstas ya las había perdido y la persecución macartista fue sólo un pretexto para convertir la esterilidad en heroicidad? Él no tenía la culpa; quiso morir en España, en el Jarama, con su buddy Jim, cuando las ideas y la vida eran idénticas, cuando nada las separaba, cuando no había, Laura, esta maldita enajenación…

Desde la azotea, pensando en su pobre Harry, Laura Díaz podía contemplar, a su izquierda, la marea oscura del bosque dormido, las copas ondulantes como la respiración de un monarca anciano dormido en su trono de árboles y coronado por su castillo de piedra.

A la derecha, muy lejos, el dorado Ángel de la Independencia añadía a su brillo pintado la luz de los reflectores que destacaba la silueta aérea de la áurea damisela porfirista disfrazada de diosa griega pero representando, travestí celestial, al ángel macho de una gesta femenina, la Independencia… El-1 Ángel-a levantaba un laurel con la mano derecha y desplegaba las alas para iniciar un vuelo que no era éste, catastrófico, brutal, abrupto, desde lo alto de la aérea columna al aire mismo, hasta chocar y hacerse pedazos en la base misma del pedestal, caída como la de Luzbel, arruinada/arruinado el Ángel-Ángeles aéreo vencido por la tierra trémula.

Laura Díaz vio la caída del Ángel y quién sabe por qué, pensó que no era tal Ángel, era la señorita Antonieta Rivas Mercado, que míticamente posó para el escultor Enrique AJciati sin imaginar que un día su bella efigie, su cuerpo entero, iban a caer hechos pedazos al pie de la esbelta columna conmemorativa. Miró la marea del bosque y la caída del Ángel pero sintió sobre todo que su propia casa crujía, se quebraba como las alas del Ángel, se cuarteaba en tres como una tortilla frita entre los dientes de la monstruosa ciudad que una noche recorrió con Orlando Ximénez para ver el rostro de la verdadera miseria de México, la miseria invisible, la más horrible de todas, la que no se atreve a mostrarse porque no tiene nada que pedir y nadie le dará, de todas maneras, nada.

Esperó a que el terremoto se cansara.

Lo mejor que podía hacer era no moverse. No había otro modo de combatir a esa fuerza telúrica, resignarse pero vencerla con su figura opuesta, la inmovilidad.

Sólo había conocido otro gran temblor, en el año 42, cuando la ciudad se cimbró debido a un hecho insólito: mientras un campesino michoacano araba la tierra, empezó a salir humo de un hoyo y del hoyo emergió, en unas cuantas horas, como si la tierra en verdad pariera, un volcán-niño, el Paricutín, vomitando roca, lava, centellas. Su fulgor podía verse desde muy lejos todas las noches. El fenómeno «Paricutín» era divertido, asombroso, asimilable por extravagante, aunque el nombre real del lugar fuese impronunciablemente purépecha: Paranguaricutiro, abreviado a «Paricutín». Un país en el que un volcán aparece de la noche a la mañana, salido de la nada, es un país donde puede ocurrir cualquier cosa…

El temblor del 57 fue más cruel, más rápido, seco y tajante como un machetazo en el cuerpo dormido de la ciudad. Cuando se calmó, Laura bajó con cautela por la escalerilla circular de fierro al

piso de la recámara y lo encontró todo regado, armarios y cajones, cepillos de dientes, vasos y jabones, piedra pómez y zacates, y en la planta baja, los cuadros chuecos de la sala, las lámparas apagadas, los platos rotos, el perejil regado, las botellas de electropura cuarteadas.

Era peor afuera. Al salir a la avenida, Laura pudo darse cuenta de las salvajes averías que sufrió la casa. La fachada estaba menos cuarteada que herida a puñalazos, desgajada como una naranja, inhabitable…

El temblor despertó a los fantasmas. Los teléfonos funcionaban; mientras Laura comía una torta de frijol con sardina y bebía una chaparrita de uva, recibió una llamada de Dantón y otra de Orlando.

A su hijo menor no lo veía desde el velorio de Juan Francisco, cuando Laura escandalizó a la familia de la mujer de Dantón y sobre todo a su nuera, la niña Ayub Longoria.

– Me importan madre esa punta de apretados -le dijo Laura a su hijo.

– Está bien -le contestó Dantón-. El agua y el aceite, sabes… no te preocupes. No te faltará nada.

– Gracias. Ojalá nos veamos.

– Ojalá.

El escándalo interno de la familia política creció cuando Laura se fue a vivir a Cuernavaca con un comunista gringo, pero el dinero, puntual y abundante, de Dantón, nunca le faltó a Laura. Era trato hecho, no había más que decir. Hasta el día del temblor.

– ¿Estás bien, mamá?

– Yo sí. La casa está arruinada.

– Mandaré a unos arquitectos a verla. Múdate a un hotel y avísame para arreglártelo todo.

– Gracias. Me iré a casa de Diego Rivera.

Hubo un silencio incómodo y luego Dantón dijo con voz alegre:

– Las cosas que pasan. El techo se le cayó encima a doña Carmen Cortina. Mientras dormía. ¿La conociste? Imagínate. Sepultada en su propia cama, aplastada como un hot-cake. ¡México lindo y querido! Dicen que fue the life of the party, allá por los años treinta.

Poco después, el teléfono volvió a sonar y Laura tuvo un sobresalto. Recordó el tiempo en que dos empresas diferentes, Ericsson y Mexicana, se dividían las líneas y los números, complicándole

la vida a todo el mundo. Ella tenía Mexicana, Jorge Maura, Ericsson. Ahora había una sola compañía telefónica y a los amantes les haría falta la excitación del juego, el teléfono como disfraz, pensó Laura con nostalgia.

Como para aplazar la llamada insistente, Laura se puso a recordar todo lo que había aparecido en el mundo desde que su abuelo Philip Kelsen salió de Alemania en 1867, el cine, la radio, el automóvil, el avión, el teléfono, el telégrafo, la televisión, la penicilina, el mimeógrafo, los plásticos, la Coca-Cola, los discos LP, las medias de nylon…

Quizás el ambiente de catástrofe le recordó a Jorge Maura, acabó por asociar el ring-ring del teléfono con el latido del corazón y dudó durante algunos instantes. Sintió miedo de tomar la bocina. Trató de reconocer la voz de barítono, aflautada a propósito para sonar más inglesa, que la saludó inquiriendo.

– ¿Laura? Te habla Orlando Ximénez. Sabes la tragedia de Carmen Cortina. Murió aplastada. Mientras dormía. El techo se le vino encima. La velamos en el Gayosso de Sullivan. Pensé que, for oíd time's sake…

El hombre que bajó del taxi a las siete de la tarde la saludó desde el filo de la banqueta y luego caminó hacia ella con un paso inseguro y una sonrisa móvil, como si su boca fuese un cuadrante de radio buscando la estación correcta.

– Laura. Soy yo, Orlando. ¿No me reconoces? Mira -rió mostrando el puño y el anillo de oro con las iniciales OX. No le quedaba otra seña de identidad. La calvicie era total y él no pretendía asimilarla. Lo extraño -lo grave, se dijo Laura- era que la lisura extrema del cráneo desnudo como un trasero de bebé contrastaba tan brutalmente con el rostro infinitamente cuadriculado, cruzado por rayas minúsculas en todas las direcciones. Un rostro que era una rosa de los vientos enloquecida, con sus puntos cardinales disparados en todas direcciones; una tela de araña sin simetría.

La tez blanca, el rubio talante de Orlando Ximénez, habían resistido mal el paso de los años; las arrugas de su rostro eran tan incontables como los surcos de un campo trillado durante siglos para rendir cosechas cada vez más exiguas. Mantenía, sin embargo, la distinción de un cuerpo esbelto y bien trajeado, un Príncipe de Gales cruzado pero con corbata negra propia de la ocasión y la coquetería, inmortal en él, de un pañuelo Liberty asomando, displicentemente, por la bolsa del pecho. «Sólo los cursis y los toluqueños

usan corbata y pañuelo idénticos», le había dicho hace años, en San Cayetano, en el Hotel Regis… Orlando.

– Laura querida -dijo primero viendo que al principio no fue reconocido, y tras de plantarle dos besitos fugitivos en las mejillas se apartó para verla, tomado siempre de las manos de la mujer.

– Déjame verte.

Era el Orlando de siempre, no le devolvía el juego, lo anticipaba, le decía sin palabras «cómo has cambiado, Laura», antes de que ella pudiese decir «cómo has cambiado, Orlando».

En el trayecto a la calle de Sullivan (¿quién sería Sullivan?. ¿un autor de operetas inglesas, sólo que éste siempre iba unido como siamés a su partenaire Gilbert, como Ortega a Gasset, bromeó el irreprimible, Orlando) el viejo novio de Laura comentó la horrible muerte de Carmen Cortina y el misterio que la rodearía siempre. La famosa anfitriona de los años treinta, la mujer que con su energía rescató a la sociedad mexicana de la convulsión aletargada -si tal cosa podría decirse, es un oxímoron, de acuerdo, sonrió Orlando- llevaba años encamada, afectada de una flebitis que le impedía el movimiento… La cuestión era ¿pudo Carmen Cortina levantarse y salvarse del desplome, o la condenó su prisión física a mirar un techo que se le venía encima y la aplastaba, pues, ¿para qué andar con remilgos?, como la proverbial cucaracha…

– But 1 am a chatterbox, estoy hecho un hablantín, perdón -dijo riendo Orlando y acarició, con su mano enguantada, los dedos desnudos de Laura Díaz.

Sólo al descender del taxi en Sullivan, Orlando la tomó del brazo y le dijo al oído, no te asustes, Laura querida, vas a encontrar a todos nuestros amigos de hace veintiocho años pero no los vas a reconocer; si tienes dudas, apriétame el brazo -no te descuelgues de mí, je ten prie- y te diré al oído quién es quién.

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