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VIII. Paseo de la Reforma: 1930

«Hay mexicanos que sólo se ven bien en su cajón de muerto.»

La gracejada de Orlando Ximénez fue celebrada por todos los asistentes al coctel ofrecido por Carmen Cortina para develar el retrato de su prima, la actriz Andrea Negrete, realizado por un joven pintor de Guadalajara, Tízoc Ambriz, quien en un dos por tres se había convertido en el retratista de sociedad más solicitado por todos aquellos que no querían entregar su imagen a la posteridad -comunista y monstruosa- de Rivera, Orozco o Siqueiros, llamados despectivamente «los moneros».

Carmen Cortina, de todos modos, se burlaba de las convenciones e invitaba a sus cocteles a los que ella misma llamaba «la fauna capitalina». La primera vez que Elizabeth llevó a Laura a una de estas fiestas tuvo que identificarle a los invitados, aunque éstos no se distinguían de los «colados», tolerados por la anfitriona como homenaje a sus poderes de convocatoria, pues ¿quién que era alguien no quería ser visto en las soirées de Carmen Cortina? Ella misma, vanidosa y cegatona, no distinguía muy bien quién era quién, y se decía de ella que había elevado los sentidos del olfato y del tacto a la categoría de gran arte, pues le bastaba acercar su miopía al cachete más próximo para decir, «¡Chata, qué encanto eres!» o tocar el casimir más fino para exclamar, «¡Rudy, felices los ojos!».

Rudy era Rudy, pero Orlando era rudo, «watch out!» le dijo Carmen a la agasajada Andrea, una mujer con cutis de nácar y ojos siempre adormilados, cejas invisibles y una perfecta simetría facial acentuada por su cabellera partida a la mitad y, a pesar de la juventud sensual de su figura eterna, audazmente engalanada por dos mechones blancos en las sienes. Razón por la cual, irrespetuosamente, la llamaban «La Berrenda», sobre todo tomando en cuenta su pericia en el arte de cornear, decía el irreprimible Orlando. Andrea iba a ser, cualquier día de éstos, lo que se llamaba una mujer opulenta, comentó Orlando, but not yet; era como una fruta en plenitud, recién cortada de la rama, desafiando al mundo.

– Cómeme -sonrió Andrea.

– Pélame -dijo muy serio Orlando.

– Lépero -se rió muy fuerte Carmen.

El cuadro de Tízoc Ambrlz estaba cubierto por una especie de cortinilla en espera de ser develada en el momento cumbre de la noche, cuando Carmen, y sólo Carmen, lo determinara en cuanto las cosas llegaran a su punto culminante, un momento antes del hervor, cuando toda la «fauna» estuviera reunida. Carmen hacía listas en su cabeza, ¿quién está, quién falta?

– Eres una estadígrafa de la high life -le dijo al oído Orlando, pero con voz alta.

– Oye, si no estoy sorda -gimió Carmen.

– Lo que estás es buena -Orlando le pellizcó el trasero.

– ¡Lépero! ¿Qué es «estadígrafa»?

– Una ciencia nueva pero menor. Una manera novedosa de contar mentiras.

– ¿Qué, qué? Me muero por saberlo.

– Averigüelo Vargas.

– ¿Pedro Vargas? Es la sensación del radio. ¿Lo has oído? Canta en la «W».

– Carmen querida, acaban de inaugurar el Palacio de Bellas Artes. No me hables de la «W».

– ¿Qué, ese mausoleo que dejó a medio hacer don Porfirio?

– Tenemos una sinfónica. La dirige Carlos Chávez.

– ¿Qué Chávez?

– Muchas cochitas.

– Oh, vete al demonio, eres imposible.

– Te conozco, estás haciendo listas en tu coco.

– I'm the hostess. It's my duty.

– Apuesto a que te leo el pensamiento.

– Orlando, no hay más que ver.

– ¿Qué ves, divina ciega?

– The mixture, darling, the mixture. Se acabaron las clases sociales, ¿te parece poco? Dime si hace veinte años, cuando yo era niña…

– Carmen, te vi coqueteando -sin éxito- en el Baile del Centenario de 1910…

– Esa era mi tía. Anyway, echa un vistazo. ¿Qué ves?

– Veo un sauce. Veo una ninfa. Veo una aureola. Veo la melancolía. Veo la enfermedad. Veo el egoísmo. Veo la vanidad. Veo

la desorganización personal y colectiva. Veo poses bellas. Veo cosas feas.

– Baboso. Eres un poeta frustrado. Dame nombres. Names, names, names.

– What's in a name?

– ¿Qué, qué cosa?

– Romeo y Julieta, esas cosas.

– ¿Cómo? ¿Quién los invitó?

Laura había resistido las solicitudes de su amiga Elizabeth, te estás comportando como una viuda sin serlo, Laura, en buena hora te libraste de López Greene como yo de Caraza, le decía caminando por la Avenida Madero en busca de «gangas», expediciones organizadas por Elizabeth a la caza de precios reducidos para las ropas y adornos que empezaban a regresar a México después de la Revolución en las tiendas de Gante, Bolívar y 16 de Septiembre, jornadas iniciadas con un desayuno en Sanborn's, continuadas con una comida en Prendes y culminando con una película en el Cine Iris de la calle de Donceles -donde Laura prefería ir porque daban «vistas» americanas de la Metro con los mejores actores, Clark Gable, Greta Garbo, William Powell- mientras que Elizabeth favorecía el Cine Palacio de la Avenida del Cinco de Mayo, donde daban puras películas mexicanas y a ella le encantaba reír con el Chato Ortín, llorar con Sara García o admirar el arte histriónico de Fernando Soler.

– ¿Recuerdas cuando fuimos a ver al panzón Soto al Fo-llies? Allí cambió tu vida.

– Un matrimonio muerto lo mata todo, Elizabeth.

– ¿Sabes lo que te pasó? Que eras más inteligente que tu marido. Igual que yo.

– No, yo creo que él me quería.

– Pero no te comprendía. Te largaste el día que entendiste que eras más inteligente que él. No me digas que no.

– No, simplemente sentí que Juan Francisco no estaba a la altura de sus ideales. Quizás yo era más moral que él aunque pensarlo hoy me fastidia un poco.

– ¿Recuerdas la farsa del panzón Soto? Para ser considerado inteligente en México, tienes que ser pillo. Yo te recomiendo, amor mío, que te hagas mujer liberada y sensual, una «pilla», si te parece. Anda, termina tu ice-cream soda, sorbe bien los popotes y va-mos de compras y luego al cine.

Laura dijo sentirse apenada de que Elizabeth le «disparara» tantas cosas, como empezaba a decirse en una jerga capitalina que abundaba en neologismos disfrazados de arcaísmos y arcaísmos disfrazados de neologismos. Imperaba, sin embargo, una especie de sublimación lingüística de la pasada lucha armada en que «disparar» era regalar, «carrancear» era robar, «sitiar» era cortejar, todo esfuerzo era «librar batallas», «me vale Wilson» era pasarse por el arco del triunfo al presidente americano que ordenó el desembarco de los marines en Veracruz y la expedición punitiva del general Per-shing contra Pancho Villa. La fatalidad era como La Valentina: si me han de matar mañana, que me maten de una vez; la determinación amorosa como La Adelita, que si se fuera con otro, la seguiría por tierra y por mar. El contraste entre el campo y la ciudad era como cantar cuatro milpas tan sólo han quedado o se acabaron las pelonas se acabó la presunción, o como comparar al horrendo charro lépero, el Cuatezón Beristáin, que se decía general sin haber librado más batallas que contra su suegra, con la añoranza de un refinamiento y una gracia evaporadas, las de La Gatita Blanca, María Co-nesa, que sin embargo, al cantar Ay ay ay ay mi querido Capitán dicen que evocaba a un temible militar, su amante, que capitaneaba la gavilla de asaltantes conocida como «la banda del automóvil gris», y fusilar era copiar. Y Maderear era lo que ellas hacían en estos momentos, pasearse por la Avenida Madero, la principal arteria comercial del centro, antigua calle de Plateros rebautizada para honrar al Apóstol de la Revolución y de la Democracia.

– Leí un libro muy gracioso de Julio Torri. Se llama De fusilamientos y se queja de que el principal inconveniente de ser fusilado es que hay que madrugar -dijo Laura mirando las vitrinas.

– No te preocupes. Mi marido el pobre Caraza decía que en la Revolución murieron un millón de gentes, pero no en los campos de batalla, sino en los pleitos de cantinas. Laura -Elizabeth se detuvo frente a la Cámara de Diputados en la calle Donceles-, te gusta venir al Cine Iris porque tu marido está de diputado, ¿verdad?

Compraron los boletos para ver A Free Soul con Clark Gable y Norma Shearer y Elizabeth dijo que la exaltaba el olor de muéga-no y sidral a la entrada de los cines.

– Manzana fresca y miel pegajosa -suspiró la joven señora cada vez más rubia y rolliza, al salir de la función-. ¿Ya ves? Norma Shearer lo deja todo, posición, novio aristocrático -¡qué

distinguido es ese inglés Leslie Howard!- por un gángster más sexy que… -Clark Gable ¡Divino orejón! ¡Me encanta!

– Pues yo prefiero al rubio, a Leslie Howard, que además es húngaro, no inglés.

– Imposible, los húngaros son gitanos y usan anillos en las orejas. ¿Dónde lo leíste?

– En el Photoplay.

– Pues preferirás al güero ese, inglés o robachicos lo que sea, pero te casaste con el prieto Juan Francisco. Chula, tú a mí no me engañas. Te gusta el Cine Iris porque está al lado de la Cámara de Diputados. Con suerte y lo ves. Digo, se ven. Digo. Nomás digo.

Laura negó aventuradamente con un movimiento de cabeza pero no le explicó nada a Elizabeth. A veces, sentía que su vida era como los solsticios, sólo que su matrimonio había pasado de la primavera al invierno, sin las estaciones intermedias, que son las de la floración y la cosecha. Quiso a Juan Francisco, pero un hombre sólo es admirable cuando admira a la mujer que lo ama. Fue eso, al cabo, lo que le faltó a Laura. Elizabeth quizás tenía razón, le hacía falta probar otras aguas, bañarse en otros ríos: aunque no encontrase el amor perfecto, podía construirse una pasión romántica, así fuese «platónica», palabra que Elizabeth no entendía pero ponía en práctica en las fiestas a las que asistía constantemente:

– Mírame pero no me toques. Si me tocas, te contagias.

No se entregaba a nadie: su amiga Laura imaginaba que una pasión podía crearse voluntariamente. Por eso vivían juntas sin problemas y sin hombres, evitando a los abundantes tenorios liberados de sus hogares por el mitote de la Revolución y buscando amantes cuando lo que querían eran madres.

El vernissage del cuadro de Andrea Negrete por Tízoc Am-briz fue, por fin, el pretexto para que Laura saliera de su viudez sin fiambre, como decía, con cierto dejo macabro, Elizabeth, y asistiese a una función «artística», ya bastaba de rumiar el pasado, imaginar amores imposibles, contar historias de Veracruz, añorar a los hijos, sentir vergüenza de ir a Xalapa porque se sentía culpable, porque era ella la que abandonó el hogar, como abandonó a los hijos, y no sabía de qué manera justificar sus abandonos, no quería rebajar la imagen de Juan Francisco ante los hijos, no quería admitirles a la Mutti y a las tías que se había equivocado, que mejor hubiera buscado un muchacho de su clase en los bailes de San Cayetano y el Casino Xalape-ño, pero sobre todo no quería hablar mal de Juan Francisco, quería

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