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XVII. Lanzarote: 1949

No debiste venir aquí. Esta isla no existe. Es un espejismo de los desiertos africanos. Es una balsa de piedra desprendida de España. Es un volcán que se olvidó de irrumpir en México. Vas a creer lo que ves y cuando te vayas te darás cuenta de que nada está allí. Vas a acercarte en el vapor a una fortaleza negra que surge del Atlántico como un fantasma lejano de Europa. Lanzarote es la nave de piedra anclada precariamente frente a las arenas de África; pero la piedra de la isla es más ardiente que el sol del desierto.

Todo lo que ves es falso, es el cataclismo nuestro de cada día, sucedió anoche, no ha tenido tiempo de hacerse historia, y va a desaparecer en cualquier momento, como llegó, de la noche a la mañana. Miras las montañas de fuego que dominan el paisaje y recuerdas que hace apenas dos siglos no existían. Las cumbres más altas y fuertes de la isla acaban de nacer y nacieron destruyendo, sepultaron en lava ardiente las humildes viñas, y apenas se calmó la primera erupción, hace cien años, otra vez, el volcán volvió a bostezar y con su hálito quemó todas las plantas y cubrió todos los techos.

No debiste venir aquí. ¿Qué te trajo de nuevo hasta mí? Nada de esto es cierto. ¿Cómo van a caber dentro de un cráter debajo del mar una cordillera de arena y un lago de un azul más fuerte que el del mar y el del cielo? Qué ganas de darte cita allá abajo de las olas, donde tú y yo nos volvamos a ver como dos espectros del mar océano que siempre debió separarnos. ¿Vamos a reunimos ahora tú y yo en una isla trémula donde el fuego está enterrado en vida?

Mira: basta plantar un árbol a menos de un metro de hondura para que sus raíces ardan. Basta verter un cántaro en un hoyo cualquiera para que su agua hierva. Y si yo me hubiese podido refugiar en el dédalo de lava que es la colmena subterránea de Lanzarote, lo hubiese hecho y nunca me habrías encontrado. ¿Por qué me has buscado? ¿Cómo me encontraste? Nadie debe saber que estoy

aquí. Has llegado y no me atrevo a mirarte. Ésta es una mentira; has llegado y no quiero que me mires. No quiero que me compares con el hombre que viste por primera vez en México hace diez años -unos diez siglos entre aquel encuentro y éste, si es que el infierno tiene historia y el diablo lleva la cuenta del tiempo: también él es parte de la eternidad. Ahora no es hace diez años, cuando te dije,

– Quédate un rato más, ya no puedes recordar nuestras discusiones con Basilio Baltazar y Gregorio Vidal y te vas a reír, Laura, nuestras razones se volvieron todas sinrazones, pérdida, muerte, crueldad inexplicable, atentado a la vida, ¿qué queda de nosotros, Laura, sólo mi mirada de hace diez años, cuando nuestros ojos se anclaron yo en los tuyos y tú en los míos y tú te preguntaste por qué era yo distinto de todos los demás y yo te contesté en silencio «porque sólo te miro a ti»?

¿Queda la verdad que ves ahora, ves a tu antiguo amante refugiado en una isla frente a la costa de África y la última vez que lo viste fue en México, en tus brazos, en un hotel escondido junto a un parque de pinos y eucaliptos? ¿Es éste el mismo hombre que aquél? ¿Sabes qué cosa buscaba aquel hombre y qué cosa busca éste? ¿Será la misma cosa o dos cosas diferentes? Porque este hombre busca, Laura, sólo a ti me atrevo a decírtelo, este hombre que te amó está buscando algo. ¿Te atreves a mirarme y decirme la verdad: qué ves?

Diez años separados y el derecho a falsificar nuestras vidas para explicar nuestros amores y justificar lo que le ha sucedido a nuestros rostros. Podría mentirte como me mentí durante años a mí mismo. No llegué a tiempo, aquel día que nos separamos. El Prinz Eugen ya había zarpado de regreso a Alemania cuando llegué a Cuba. No pude hacer nada. El gobierno americano se negó a darle asilo a los pasajeros, todos ellos judíos que huían de Alemania. El gobierno cubano siguió, si no las instrucciones, sí el ejemplo de los Estados Unidos. Quizás la situación de los judíos bajo Hitler aún no calaba en la conciencia pública norteamericana. Los políticos más derechistas predicaban el aislacionismo, hacerle frente a Hitler era una ilusión peligrosa, una trampa izquierdista, Hitler le había devuelto el orden y la prosperidad a Alemania, Hitler era un peligro inventado por la pérfida Albión para embarcar a los yanquis en otra fatal guerra europea, Roosevelt era un sinvergüenza que buscaba la crisis internacional para volverse indispensable y ganar una reelección tras otra. Que Europa se suicide sola. Salvar judíos no era una propuesta popular en un país donde a los hebreos se les negaba en-

trada a los clubes de golf, a los hoteles caros y a las piscinas públicas, como si fueran portadores de la peste del Calvario. Roosevelt era un presidente pragmático. No contaba con apoyo para aumentar el número de inmigrantes aprobado por el Congreso. Cedió. Fuck you.

Podría mentirte. Llegué a Cuba aquella semana en que te abandoné y obtuve permiso para subir al barco. Tenía pasaporte diplomático español y el capitán era un hombre decente, un marino de la vieja escuela perturbado por la presencia en su barco de agentes de la Gestapo. Estos, al oír el nombre de España, levantaron el brazo con el saludo fascista. Daban por ganada la guerra. Yo los saludé igual. Qué me importaban los símbolos. Quería salvar a Raquel.

Me llamó la atención la extrema belleza juvenil de uno de los agentes, un Sigfrido de no más de veinticinco años, rubio y candoroso -no había frontera en su rostro entre la quijada muy rasurada y las mejillas cubiertas de rubio bozo- mientras que su compañero, un hombre pequeño de unos sesenta años, pudo haber sido, despojado del uniforme negro, las botas y el brazalete nazi, un contador de banco o conductor de tranvías o vendedor de conservas. Sus anteojillos pince-nez, su bigotillo mínimo brotando como dos alas de mosca a uno y otro lado de la hendidura labial que la espada del Dios de Israel abrió de un golpe encima de la boca de los recién nacidos para que olvidasen su inmensa memoria genitiva, prenatal. Los ojos del hombrecito se perdían como dos arenques muertos en el fondo de la cacerola de su cabeza rapada. Personificaba todo menos un policía, un verdugo.

Me saludaron con el brazo en alto, el hombrecito gritó viva Franco. Yo le devolví el saludo.

La encontré acuclillada en la proa, junto al astabandera donde colgaba la enseña roja con la esvástica negra. No miraba hacia el castillo del Morro y la ciudad. Miraba al mar, de vuelta al mar, como si su mirada alcanzase a regresar a Friburgo, a nuestra universidad y a nuestra juventud.

La toqué suavemente en el hombro y no tuvo necesidad de verme, se abrazó con los ojos cerrados a mis piernas, apretó la cara contra mis rodillas, lanzó un sollozo penitente, casi un grito que ya no le pertenecía a ella y que retumbaba en el cielo de La Habana como un coro que no salía de las voces de Raquel, sino que ella era la receptora de un himno llegado desde Europa para aposentarse en la voz de la mujer que yo había venido a salvar.

Al precio de mi amor por ti por/

– Nuestro amor nues/

– ¿Por qué nadie nos ayuda? -me dijo sollozando-, ¿por qué los americanos no nos permiten entrar, por qué los cubanos no nos dan asilo, por qué no responde el Papa a la súplica de su pueblo y el mío, Eli, Eli, lamma sabachtani!, por qué nos has abandonado, no soy yo una de los cuatrocientos millones de fieles que el Santo Padre puede movilizar para salvarme a mí, sólo a mí, una judía conversa al catolicismo…?

Le dije acariciándole la cabellera que yo había venido a salvarla. La cabellera revuelta por el viento huracanado y frío de esta mañana de febrero en Cuba. Vi el pelo revuelto de Raquel, la fuerza del viento y sin embargo la bandera del Reich en la proa colgaba inmóvil, sin ondear, como lastrada por plomo.

– ¿Tú?

Raquel levantó la mirada oscura, las cejas negras y unidas,

la morena piel sefardí, los labios entreabiertos por la oración, el llanto y la semejanza a la fruta, la nariz larga y temblorosa y pude ver otra vez sus ojos.

Le dije que estaba allí para sacarla del barco, había venido a casarme con ella, era la única manera de que se quedara en América, casada conmigo sería ciudadana española, ya no la podrían tocar, las autoridades cubanas estaban de acuerdo, un juez cubano subiría para la ceremonia…

– ¿Y el capitán? ¿El capitán no tiene derecho a casarnos?

– Estamos en aguas cubanas, no tiene…

– Me mientes. Sí tiene derecho. Pero tiene más miedo. Todos tenemos miedo. Estos animales han logrado meterle miedo al mundo entero.

La tomé de los brazos; el barco iba a zarpar de regreso en un par de horas y nadie volvería a ver a los judíos regresados al Reich, nadie, Raquel, sobre todo tú y los pasajeros de este barco, ustedes son culpables de haberse ido y de no haber encontrado refugio, oye la gran carcajada del Fiihrer, si nadie los quiere, ¿para qué los quiero yo?

– ¿Por qué el sucesor de San Pedro que era un pescador judío no habla contra los que persiguen a sus descendientes los judíos?

Que no pensara en eso, ella iba a ser mi mujer y entonces lucharíamos juntos contra el mal, porque habíamos conocido al fin el rostro del mal, entre todo el sufrimiento de este tiempo, le dije, por lo menos hemos ganado eso, ya sabes qué cara tiene Satanás,

Hitler ha traicionado a Satanás dándole el rostro que Dios le quitó al lanzarlo al abismo: entre el cielo y el infierno, un huracán como este que se avecina a Cuba le borró el rostro a Luzbel, lo dejó con una cara en blanco como una sábana y la sábana cayó en medio del cráter del infierno cubriendo el cuerpo del diablo, esperando el día de su reaparición tal y como lo anunció San Juan: vi cómo salía del mar una Bestia que tenía diez cuernos y siete cabezas y el pueblo adoró a la Bestia, ¿quién podría guerrear contra ella? Y de su boca salían palabras llenas de arrogancia y de blasfemia y fuele otorgado hacer la guerra a los santos y vencerlos… Ahora ya sabemos quién es la Bestia imaginada por San Juan. Vamos a combatir a la Bestia. Es una mancha de mierda sobre la bandera de Dios.

– Mi amor.

– Yo rezaré como católica por el pueblo judío, que fue el portador de la revelación hasta la llegada del Cristo.

– Cristo también tuvo rostro.

– Quieres decir que Cristo sí tuvo rostro. Escogió a la Magdalena para de¡ar la única prueba de su efigie.

– Entonces tú conoces la cara del bien pero también la cara del mal, la cara de Jesús y la cara de Hitler…

– No quiero conocer la cara del bien. Si pudiera ver a Dios, allí mismo me quedaría ciega. Dios nunca debe ser visto. Se acabaría la fe. Dios no se deja ver para que creamos en Él.

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