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No acababa de entender este ruego, sobre todo cuando recordaba otra conversación sorprendida entre los hermanos, cuando Dantón le dijo a Santiago lo bueno del cuerpo es que nos puede satisfacer en cualquier momento y Santiago le dijo también nos puede traicionar en cualquier momento y por eso hay que pescar el gusto al vuelo, le replicó Dantón y Santiago:

– Otras satisfacciones cuestan, hay que trabajar por ellas, y los dos al unísono: -Se nos escapan… seguido de la risa fraternal, compartida…

Dantón no le tenía miedo a nada, salvo a la enfermedad y la muerte. Esto le pasa a muchos hombres. Son capaces de luchar cuerpo a cuerpo en una trinchera, pero incapaces de tolerar el dolor de un parto. Buscó, y encontró, pretextos para ir cada vez con menos frecuencia a la casa paterna de la Avenida Sonora. Prefería llamar por teléfono, preguntar por Santiago, aunque Santiago odiaba los teléfonos, eran la distracción más espantosa inventada para torturar a un artista, qué bueno cuando era niño y había los dos sistemas, Ericsson y Mexicana, y costaba mucho comunicarse.

Miró a Laura.

Eso era antes de que las enfermedades se sucediesen cada vez con mayor rapidez y los doctores no alcanzaran a explicarse la debilidad creciente del muchacho, su poca resistencia ante las infecciones, el desgaste incomprensible de su sistema inmunológico, y lo que no decían los médicos, lo que decía sólo Laura Díaz, mi hijo tiene que cumplir su vida, de eso me encargo yo, no me importa nada, la enfermedad, las medicinas inútiles, los consejos médicos, lo que yo debo darle a mi hijo es todo lo que mi hijo debería tener si viviera cien años, yo le voy a dar a mi hijo el amor, la satisfacción, la convicción de que no le faltó nada en los años de su vida, nada, nada, nada…

Lo vigilaba de noche, mientras dormía, preguntándose, ¿qué puedo salvar yo misma de mi hijo el artista que perdure más allá del eco de la muerte? Admitió con un sobresalto en el pecho que no quería solamente que su hijo tuviera todo lo que merecía, sino que ella, Laura Díaz, tuviese también lo que su hijo podía darle. Él necesitaba recibir. Ella también. Ella quería dar. ¿Él también?

Como todos los pintores, Santiago el Menor, cuando aún se movía con libertad, gustaba de alejarse de sus cuadros, verlos con cierta distancia.

– Los busco como amantes, pero los recreo como fantasmas -intentaba reír el muchacho.

Ella contestó en silencio a esas palabras más tarde, cuando Santiago ya no podía moverse de la cama y ella tenía que recostarse junto a él para consolarlo, estar realmente a su lado, apoyarlo… -No quiero ser privada de ti.

No quería privarse, quería decir, de esa parte de ella misma que era su hijo.

– Cuéntame tus planes, tus ideas.

– Me hablas como si fuese a vivir cien años.

– Cien años caben en un día de éxito -murmuró Laura sin temor a la banalidad.

Santiago nada más se rió -¿Vale la pena tener éxito?

– No -ella lo adivinó-. A veces la ausencia, el silencio, es mejor…

Laura no iba a hacer la lista de lo que un muchacho de gran talento, moribundo a los veintisiete años, no iba a hacer, no iba a conocer, ni iba a disfrutar… El joven pintor era como un marco sin cuadro que ella hubiese deseado llenar con experiencias propias y con promesas compartidas, le hubiese gustado llevar a su hijo a Detroit a ver el mural de Diego en el Instituto de Artes, le hubiese gustado ir, los dos juntos, a los museos legendarios, el Ufizzi, el Louvre, el Mauritshuis, el Prado…

Le hubiese gustado…

Dormir contigo, entrar a tu lecho, extraer de la cercanía y el sueño formas, visiones, desafíos, la fuerza propia que quisiera darte cuando te toco, cuando te murmuro al oído tu debilidad final me amenaza a mí más que a ti y quiero probarte tu fuerza, decirte que tu fuerza y la mía dependen la una de la otra, que mis caricias, Santiago, son tus caricias, las que no tuviste ni tendrás, acepta así mi cercanía, acepta el cuerpo de tu madre, tú no hagas nada, hijo mío, yo te parí, te traje adentro, yo soy tú y tú eres yo, lo que yo haga es lo que tú harías, tu calor es mi calor, mi cuerpo es tu cuerpo, no hagas nada, yo lo hago por ti, no digas nada, yo lo digo por ti, olvida esta noche, yo la recordaré siempre por ti…

– Hijo, ¿qué te hace falta, qué puedo hacer por ti?

– No, mamá, ¿qué puedo yo hacer por ti?

– Sabes, quisiera robarle al mundo todas sus glorias y virtudes para regalártelas.

– Gracias. Ya lo hiciste, ¿no lo sabías?

No lo dirían nunca. Santiago amó como si soñara. Laura soñó como si amara. Los cuerpos volvieron a ser como al principio, semilla de cada uno dentro del vientre del otro. Ella renació en él. Él la mató una sola noche. Ella no quiso pensar en nada. Dejó que por su mente pasaran, fugaces y huracanadas, miles de imágenes perdidas, el perfume de la lluvia en Xalapa, el árbol del humo en Catemaco, la diosa enjoyada de El Zapotal, las manos ensangrentadas lavándose en el río, el palo verde en el desierto, la araucaria en

Veracruz, el río desembocando con un alarido en el Golfo, las cinco sillas del balcón frente a Chapukepec, los seis cubiertos y las servilletas enrolladas dentro de anillos de plata, la muñeca Li Po, Santiago, su hermano, hundiéndose muerto en el mar, los dedos cortados de la abuela Cósima, los dedos artríticos de la tía Hilda tratando de tocar el piano, los dedos manchados de tinta de la tía poeta, Virginia, los dedos urgidos y hacendosos de la Mutti Leticia aderezando un huachinango en las cocinas de Catemaco, Veracruz, Xalapa, los pies hinchados de la tiíta bailando danzones en la Plaza de Armas, los brazos abiertos de Orlando invitándola al vals en la hacienda, el amor de Jorge, el amor, el amor…

– Gracias. ¿No lo sabías?

– Qué más. Algo más.

– No dejes las jaulas abiertas.

– Regresarían. Son pájaros buenos y querenciosos.

– Pero los gatos no.

La abrazó muy fuerte. Ella no cerró los ojos, abrazada a su hijo. Miró, alrededor, los bastidores blancos, los cuadros ya terminados recostados de pie unos contra otros como una infantería dormida, un ejército de colores, un desfile de miradas posibles que podrían, o nunca podrían, darle su vida momentánea al lienzo, dueña cada tela de una doble existencia, la de ser mirada y no serlo.

– Soñé en lo que les pasa a los cuadros cuando cierran los museos y se quedan solos toda la noche.

Era el tema de Santiago el Menor. Las parejas desnudas que se miran y no se tocan, como si se supieran, pudorosamente, vistas. Los cuerpos de sus cuadros no eran bellos, no eran clásicos, tenían algo demacrado y hasta demoniaco. Eran una tentación, pero no la de acoplarse, sino la de ser vistos, sorprendidos en el momento de constituirse como pareja. Ésta era su belleza, expuesta en tonos grises pálidos o de un rosa muy tenue, donde la carne resaltaba como una intrusión imprevista por Dios, como si en el mundo artístico de Santiago Dios no hubiese concebido nunca a ese intruso, su rival, el ser humano…

– No creas que no me resigno a vivir. No me resigno a ya no trabajar. No sé, desde hace días ya no me da el sol en la cabeza cada mañana, como antes. ¿No abres las cortinas, mamá?

Después de apartar las cortinas para que entrara la luz, Laura se volvió a mirar la cama de Santiago. Su hijo ya no estaba allí. Quedaba flotando un lamento silencioso.

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