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Juan Francisco negaba con la cabeza. No quería admitirlo, Santiago vivía en un mundo que él no entendía, no sabía qué decirle a su propio hijo, nunca estuvieron cerca el uno del otro, ¿no era un engaño acercarse ahora porque estaba enfermo?

– Es más que eso, Juan Francisco. Santiago no sólo está enfermo.

Juan Francisco no entendía esa sinonimia, ser artista y estar enfermo. Era como imaginar un espejo doble que siendo el mismo tiene dos caras, cada uno reflejando una realidad distinta, la enfermedad y el arte, no realidades necesariamente gemelas pero a veces, sí, hermanas. ¿Qué precedía, qué alimentaba los pesarosos días de Santiago, el arte o la enfermedad?

Laura miraba dormir a su hijo. Le gustaba estar sentada junto a la cama cuando Santiago despertaba. Vio eso: despertaba sorprendido, pero no era posible saber si era la sorpresa de amanecer vivo o el asombro de contar con un día más para pintar.

Ella se sintió excluida de esa diaria elección, confesó que le hubiera gustado ser parte de lo que Santiago escogía cada día, Laura, mi madre, Laura Díaz es parte de mi día. Lo pasaba con él, a su lado, había dejado todo para atender al joven, pero Santiago no externaba su reconocimiento de esa compañía, sólo estaba en la compañía, decía Laura, la admitía sin agradecerla.

– Quizás no tiene nada que agradecer y yo debo entender esto y respetarlo.

Una tarde él se sintió fuerte y le pidió a su mamá que lo llevase al balcón de las reuniones vespertinas en la sala. Había per-

dido tanto peso que Laura hubiese podido cargarlo, como no llegó a hacerlo de chiquito, educado lejos de ella con la Mutti y las tías en Xalapa. Ahora la madre podría recriminarse el abandono de entonces, las espurias razones, Juan Francisco empezaba su carrera política, no había tiempo para los niños y peor aún, Laura Díaz iba a vivir su vida independiente, le sobraban los hijos y hasta el marido, era una muchacha provinciana, casada a los veintidós años con un hombre dieciséis años mayor que ella, era su turno de vivir, arriesgarse, aprender, ¿fue la monja Gloria Soriano sólo un pretexto para dejar el hogar?; era el tiempo de Orlando Ximénez y Carmen Cortina, de Diego y Frida en Detroit, no era el tiempo de un niño cargado en brazos y cargado de promesas, este Santiago con una frente tan despejada que en ella podían leerse la gloria, la creación y la belleza. Nunca, se juró a sí misma, nunca más dejaría de atender a un niño que siempre, siempre, contenía toda la promesa, toda la hermosura, todo el cariño y la creación del mundo.

Ahora ese tiempo perdido se presentaba de golpe con el rostro de la culpa, ¿por eso no expresaba Santiago gratitud hacia un cuidado materno que llegaba demasiado tarde? Ser madre excluía toda apuesta de gratitud o reconocimiento. Debía bastarse sin argumentos o expectativas, como el instante de la ternura suficiente.

Laura se sentó con su hijo frente al paisaje urbano que ahora sí se transformaba como un bosque de hongos proliferantes. Los rascacielos aparecían por todas partes, los viejos «libres» eran sustituidos por taxímetros al principio incomprensibles y sospechosos para los usuarios, los camiones destartalados por autobuses gigantescos que escupían humo negro como el vaho de un murciélago y los tranvías amarillos con sus bancas de madera barnizada y sus «planillas» por trolebuses amenazantes como bestias prehistóricas. La gente ya no regresaba a comer a su casa a las dos de la tarde y a su trabajo a las cinco; se vivía la novedad gringa de las «horas corridas». Iban desapareciendo los cilindreros, los ropavejeros, los afiladores de cuchillos y tijeras. Iban muriendo los abarrotes, los estanquillos y las misceláneas en cada esquina y las compañías de teléfonos rivales se unificaron al fin, Laura recordó a Jorge (ya casi nunca pensaba en él) y se distrajo de lo que decía Santiago sentado en el balcón, vestido de bata y con los pies desnudos, te quiero, ciudad, mi ciudad, te quiero porque te atreves a mostrar el alma en tu cuerpo, te amo porque piensas con la piel, porque no me permites verte si antes no te he soñado como los conquistadores, porque

aunque te quedaste seca, ciudad laguna, tienes compasión y me llenas las manos de agua cuando necesito aguantarme el llanto, porque me dejas nombrarte sólo con verte y verte sólo con nombrarte, gracias por inventarme a mí para que yo te pudiera inventar de nuevo a ti, ciudad de México, gracias por dejarme hablarte sin guitarras y colores y balazos, sino cantarte con promesas de polvo, promesas de viento, promesas de no olvidarte, promesas de resucitarte aunque yo mismo desaparezca, promesas de nombrarte, promesas de verte a oscuras, ciudad de México, a cambio de un solo regalo de tu parte: sígueme viendo cuando ya no esté aquí, sentado en el balcón, con mi madre al lado…

– ;A quién le hablas, hijo?

– A tus manos tan bellas, mamá…

… A la infancia que es mi segunda madre, a la juventud que sólo es una, a las noches que ya no veré, a los sueños que les dejo aquí para que me los cuide la ciudad, a la ciudad de México que me seguirá esperando siempre…

– Te quiero, ciudad, te amo.

Laura, conduciéndolo de regreso a la cama, entendió que todo lo que su hijo le decía al mundo también se lo decía a ella. No necesitaba ser explícito; podría traicionarse con la palabra. Sacado al aire, podría secarse un amor que vivía sin palabras en el terreno hondo y húmedo de la diaria compañía. El silencio entre los dos podía ser elocuente.

– No quiero ser un guerroso, no quiero dar lata.

Silencio. Quietud. Soledad. Es lo que nos une, pensaba Laura con la mano ardiente de Santiago entre las suyas. No hay respeto y cariño más grande que estar juntos y callados, viviendo juntos pero viviendo el uno para el otro, sin decirlo nunca. Sin necesidad de decirlo. Ser explícito podía ser una traición a ese cariño tan hondo que sólo se revelaba mediante un silencio comparable a una madeja de complicidades, adivinaciones y acciones de gracia.

Todo esto vivieron Laura y Santiago mientras el hijo se moría, sabiendo los dos que se moría, pero cómplices ambos, adivinos y agradecidos el uno del otro porque lo único que decidieron desterrar, sin palabras, fue la compasión. La mirada brillante del muchacho en cuencas cada día más hondas le decía al mundo y a la madre, identificados para siempre en el espíritu del hijo, ¿quién está autorizado para compadecerse de mí?, no me traicionen con la piedad…, seré un hombre hasta el fin.

A ella le costó mucho no sentir pena por su hijo, no sólo por mostrar la pena, sino desterrarla de su ánimo y de su mirada misma. No sólo disimularla, sino no tenerla, porque el disimulo lo captaban enseguida los sentidos despiertos, eléctricos, de Santiago. Se puede traicionar con la compasión; eran palabras que Laura repetía al quedarse dormida, ahora ya todas las noches, en un catre al lado de su hijo afiebrado y demacrado, el hijo de la promesa, el niño adorado al fin.

– Hijo, ¿qué te hace falta, qué puedo hacer por ti?

– No mamá, ¿qué puedo yo hacer por ti?

– Sabes, quisiera robarle al mundo todas sus glorias y virtudes para regalártelas.

– Gracias. Ya lo hiciste, ¿no lo sabías?

– Qué más. Algo más.

¿Qué más? ¿Algo más? Sentada al filo de la cama de Santiago enfermo, Laura Díaz recordó súbitamente una conversación entre los dos hermanos que una noche ella escuchó sin querer y sólo porque Santiago, que siempre dejaba la puerta de su recámara abierta, había recibido en ella, extraordinariamente, a Dantón.

Papá y mamá andan confusos por nosotros, adivinó Dantón, imaginan demasiados caminos para cada uno… Qué bueno que nuestras ambiciones no se interfieren, replicó Santiago, no nos hacemos cortocircuito… ¿Tú crees sin embargo que tu ambición es buena y la mía es mala, verdad?, persistió Dantón… No, aproximó Santiago, no es que la tuya sea mala y la mía buena o al revés; estamos condenados a cumplirlas, o por menos a tratar de… ¿Condenados?, rió Dantón, ¿condenados?

Ahora, Dantón ya estaba casado con Magdalena Ayub Longoria y vivía, como lo quiso siempre, en la Avenida de los Virreyes en Las Lomas de Chapultepec, se salvó de los horrores neo-barrocos de Polanco pero no porque fuera el gusto de su familia política, aunque también soñara con habitar una casa de líneas rectas y geometrías que no distraían. Laura veía cada vez menos a su segundo hijo. Se daba como pretexto que él tampoco la buscaba pero admitía, en cambio, que ella buscaba afanosamente a Santiago. Más que buscarlo, lo tenía, debilitado por enfermedades recurrentes, en la casa familiar. No era su prisionero. Santiago era un joven artista iniciando un destino que nadie podía deshacer porque era el destino del arte, de obras que al cabo sobrevivirían al artista.

Tocando la frente afiebrada de Santiago, Laura se preguntaba, sin embargo, si este joven artista que era su hijo no hermana-

ba demasiado la iniciación y el destino. Las figuras torturadas y eróticas de sus cuadros no eran una promesa, eran una conclusión. No eran un principio, eran, irremisiblemente, un fin. Estaban todas terminadas. Entender esto la angustiaba porque Laura Díaz quería ver en su hijo la realización completa de una personalidad cuya alegría dependía de su creatividad. No era justo que el cuerpo lo traicionase y que el cuerpo, calamitosamente, no dependiese de la voluntad -la de Santiago, la de su madre.

Ella no estaba dispuesta a resignarse. Miraba trabajar a su hijo, abstraído, fascinado, pintando solo y sólo para él, como debe ser, cualquiera que sea el destino del cuadro, mi hijo va a revelar sus dones, pero no tendrá tiempo para sus conquistas, va a trabajar, va a imaginar, pero no va a tener tiempo para producir: su pintura es inevitable, ése es el premio, mi hijo no puede sustituir o ser sustituido en lo que sólo él hace, no importa por cuánto tiempo, no hay frustración en su obra, aunque su vida quede trunca, su progreso es asombroso, consagrarse al arte es una revelación tras otra, al ir de asombro en asombro.

– Todo lo bueno es trabajo -solía decir el joven Santiago mientras pintaba-. El artista no existe.

– Tú eres un artista -se atrevió a decirle Laura-. Tu hermano es un mercenario. Esa es la diferencia.

Santiago se rió, casi acusándola de ser vulgarmente obvia.

– No, mamá, qué bueno que somos distintos, en vez de estar divididos por dentro.

Ella se arrepintió de su banalidad. No quería hacer comparaciones ni odiosas ni disminuyentes. Quería decirle ha sido maravilloso verte crecer, cambiar, generar nueva vida, no quiero preguntarme nunca, ¿pudo ser grande mi hijo?, porque ya lo eres, te miro pintar y te veo como si fueses a vivir cien años, mi adorado hijo, yo te escuché desde el primer momento, desde que me pediste sin decir palabra, madre, padre, hermano mío, ayúdenme a sacar lo que traigo adentro, permítanme presentarme…

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