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II. Catemaco: 1905

El recuerdo, a veces, se puede tocar. La leyenda más citada de la familia tenía que ver con el coraje de la abuela Cósima Kelsen cuando, allá por los 1870, se fue a comprar los muebles y el decorado de su casa veracruzana a la ciudad de México y, al regresar, la diligencia en la que viajaba fue detenida por los bandidos que aún usaban el pintoresco atuendo del chinaco -sombrero redondo de ala ancha, chaquetilla corta de gamuza, pantalones con vuelo, bota breve y espuela sonora-. Todo botonado de plata antigua.

Cósima Kelsen prefería evocar estos detalles que contar lo que ocurrió. Después de todo, la anécdota resultaba mejor relatada y en consecuencia más increíble, más extraordinaria aunque más duradera y conocida, cuando la iban repitiendo muchas voces; cuando iba pasando -valga la redundancia- de mano en mano, ya que de manos (o más bien de dedos) se trataba.

Fue detenida la diligencia en ese extraño punto del Cofre de Perore donde en lugar de ascender a la bruma, el viajero desciende de la diáfana altura de la montaña a un lago de niebla. El grupo de chinacos, disfrazados de humo, surgió entre relinchos de caballo y trueno de pistolas. «La bolsa o la vida» era el santo y seña de los bandidos, pero éstos, más originales, pidieron «la vida o la vida», como si, agudamente, comprendiesen la altiva nobleza, la rígida dignidad que la joven doña Cósima les mostró apenas se mostraron ellos.

No se dignó mirarlos.

El jefe de la gavilla, un antiguo capitán del derrotado ejército imperial de Maximiliano, había rondado la corte de Chapulte-pec lo suficiente como para hacer diferencias sociales. Aunque era famoso en la región veracruzana por sus apetitos sexuales -el Guapo de Papantla era su mote- lo era también por la certeza con la que distinguía entre una señora y una piruja. El respeto del antiguo oficial de caballería, reducido al bandidaje por la derrota imperial que culminó con los fusilamientos de Maximiliano, Miramón y Mejía -¡las tres emes, mierda! -exclamaba a veces el supersticioso con-

dotiero mexicano- hacia las damas de alcurnia, ya era instintivo y a la joven novia doña Cósima, viéndole primero los ojos brillantes como sulfato de cobre y enseguida la mano derecha ostensiblemente posada sobre la ventanilla del carruaje, el bandolero supo exactamente lo que debía decirle:

– Por favor, señora, déme sus anillos.

La mano que Cósima había mostrado provocativamente, fuera del carruaje, lucía una banda de oro, un zafiro deslumbrante y un anular de perlas.

– Son mis anillos de compromiso y de bodas. Primero me los cortan.

Cosa que sin mayor pausa, como si ambos conociesen los protocolos del honor, hizo el temible chinaco imperial: de un machetazo, le cortó los cuatro dedos sobresalientes de la mano derecha a la joven abuela doña Cósima Kelsen. Ella no respingó siquiera. El salvaje oficial del imperio se quitó la pañoleta roja que usaba, a la vieja usanza chinaca, amarrada a la cabeza, y se la ofreció a Cósima para que se vendara la mano. El dejó caer los cuatro dedos en la copa del sombrero y se quedó como un mendigo altanero, con los dedos de la bella alemana a guisa de limosnas. Cuando al cabo volvió a ponerse el sombrero, la sangre le chorreó por la cara. En él, este baño rojo parecía tan natural como para otros zambullirse en un lago.

– Gracias -dijo la joven y bella Cósima, mirándolo, por una sola vez-. ¿Se le ofrece algo más?

Por toda respuesta, el Guapo de Papantla le dio un chicotazo en la grupa al caballo más próximo y la diligencia se fue rodando, cerro abajo, hacia la tierra caliente de Veracruz que era su destino más allá de la bruma montañesa.

– Que nadie vuelva a tocarme a esta señora -le dijo el jefe a su gavilla y todos entendieron que en ello, a ellos, les iba la vida, pero también que su jefe, por un instante y acaso para siempre, se había enamorado.

– Pero si se enamoró de la abuela, ¿por qué no le regresó los anillos? -preguntó Laura Díaz cuando pudo razonar.

– Porque no tenía otro recuerdo de ella -le contestaba la tía Hilda, la mayor de las tres hijas de Cósima Kelsen.

– Pero entonces, ¿qué hizo con los dedos?

– De eso no se habla, niña -le contestaba enérgica e irritada, la segunda del trío, la joven doña Virginia, soltando el libro en turno de los veinte que, orgullosamente, leía al mes.

– Cuídate de lo gitano -le dijo con su cometón acento costeño, avaro de eses, la cocinera de la hacienda-. Le cortan dedo a lo niño para hacé tamale.

Laura Díaz se miraba las manos -las manitas-, las extendía y movía juguetonamente los dedos, como si tocara un piano. Acto seguido, las escondía bajo el delantal escolar de cuadritos azules y miraba con terror creciente la actividad de los dedos en la casa paterna, como si todos, a todas horas, no hicieran otra cosa que ejercitar lo que el Guapo de Papantla le quitó a la entonces joven, y bella, y recién llegada, abuela doña Cósima. La tía Hilda tocaba, con una especie de fiebre disimulada, el piano Steinway llegado al puerto de Veracruz después de un largo viaje desde la Nueva Orleans que pareció corto porque, como notaron los viajeros y se lo contaron a la señorita Kelsen, las gaviotas acompañaron al vapor, o quizás al piano, de la Luisiana hasta la Veracruz.

– Más le hubiera valido a la Mutti ir a la Nouvelle-Or-léans a comprar el ajuar de nozze -alardeaba y criticaba de un solo respiro la tía Virginia, para quien mezclar idiomas era tan natural como mezclar lecturas y desafiar, de modo irreprochable, cierta voluntad de su padre. La Nueva Orleans, de todas maneras, era el punto de referencia comercial civilizada más próximo a Veracruz y allí, exiliado por la dictadura del cojitranco Santa Anna, el joven liberal Benito Juárez había trabajado enrollando puros cubanos en una fábrica; ¿habría una placa conmemorativa, después de que Juárez derrotó a los franceses y mandó fusilar -tan feo, tan indito él- al guapísimo Habsburgo Maximiliano?

– Los Habsburgo han gobernado a México por más tiempo que nadie, no lo olvides. México es más austriaco que otra cosa -le decía la leída y escribida Virginia a su más joven hermana Leticia, la madre de Laura Díaz; para Leticia, las noticias del imperio eran inconsecuentes con lo único que a ella le importaba, su hogar, su hija, su cocina, su hacendosa atención a la vida diaria…

En cambio, la resonancia melancólica que los ágiles dedos de Hilda le daban a los Preludios de Chopin -sus piezas favoritas- aumentaban toda porción de tristeza, real, recordada o previsible, en la casa vasta pero simple en la colina sobre el lago tropical.

– ¿Habríamos sido distintas si nos hubiéramos criado en Alemania? -preguntaba con añoranza la hermana Hilda.

– Sí -contestaba con prontitud Virginia-. Y de haber nacido en China, seríamos más distintas aún. Assez de chinoiseries, ma chére.

– ¿No sientes nostalgia? -se dirigía entonces Hilda a la hermana menor, Leticia.

– ¿Cómo? Yo nunca he estado allá. Sólo tú -la regañaba, interrumpiendo, Virginia, aunque dirigía su mirada a Leticia, la madre de Laura.

– Hay mucho que hacer en la casa -concluía Leticia.

Como todas las casas de campo que dejó España en el Nuevo Mundo, ésta, de un solo piso, se organizaba en cuatro costados enjalbegados alrededor de un patio central sobre el cual se abrían las puertas de comedores, sala y recámaras. Del patio entraba la luz a los lugares de estar; los muros externos eran todos ciegos, por razones de defensa eventual y de pudor permanente.

– Vivimos como si nos fueran a atacar los indios, los piratas ingleses o los negros rebeldes -comentaba con una sonrisa divertida la joven tía Virginia-. Aux armes!

El pudor, en cambio, lo agradecían. Los trabajadores de temporada, traídos a cosechar el café, eran curiosos, impertinentes, a veces respondones e igualados. Virginia les contestaba con una mezcla de injurias en español y citas en latín que los alejaba como si la joven de ojos negros, piel blanca y labios descarnados fuese una más de las brujas que, se decía, vivían en la otra ribera del lago.

Para llegar a la casa del patrón, había que entrar por la puerta grande como invitado. La cocina, hasta atrás, sí se abría a los corrales, las caballerizas, las bodegas y el campo; se abría a los molinos, las cañerías y el patio donde se beneficiaba el producto con la caldera y las máquinas para despulpar, fermentar, lavar y secar. Había pocas bestias en la hacienda bautizada por su fundador Felipe Kelsen, «La Peregrina», en honor de su mujer, la bravia pero mutilada Cósima: cinco caballos de silla, catorce mulas y cincuenta cabezas de ganado. Nada de esto le interesaba a la niña Laura, que nunca ponía los pies en esos lugares de trabajo que su abuelo regenteaba con disciplina, sin quejarse pero aduciendo a cada momento que la mano de obra para el cultivo del café era cara por lo frágil del producto y lo accidentado de su comercialización. Por ello, don Felipe se veía obligado a un cuidado constante para podar los árboles, asegurarles la sombra indispensable para que crecieran, cortar el cafeto, separarlo del retoño, limpiar el terreno y atender los asoleadores.

– El café no es como el azúcar, no es como la caña brava, que crece dondequiera, el café requiere disciplina -sentenciaba a cada rato el patrón don Felipe, vigilante cercano de los molinos, las galeras, los establos, y los famosos asoleadores, en un día dividido entre la minuciosa atención al campo y la no menor atención a las cuentas.

La niña Laura no tenía ojos para nada de esto. A ella le gustaba que la hacienda se prolongase en las lomas de café, y detrás de ellas, seguían la selva y el lago en un encuentro, al parecer, vedado. La niña Laura se encaramaba a la azotea para divisar, de lejos, el cristal azogado del lago, como lo llamaba su tía la lectora Virginia, y no se preguntaba por qué lo más bonito del lugar era, también, lo menos cercano, lo más alejado de la mano que la niña extendía como para tocar, dándole todo el poder del mundo a su deseo. Todas las victorias de su niñez se las entregaba a la imaginación. El lago. Un verso.

Del salón ascendían las notas melancólicas de un Preludio y Laura se sentía triste, pero contenta de compartir ese sentimiento con la tía mayor, una mujer tan bella y tan solitaria, pero dueña de diez dedos musicales.

Los trabajadores, por órdenes del abuelo y patrón del beneficio, don Felipe Kelsen, embadurnaban las paredes de la casa con las manos mojadas en una mezcla de cal y canto y baba de maguey, que le daba a los muros la tersura de una espalda de mujer desnuda. Eso le dijo el abuelo don Felipe a su siempre enhiesta aunque ya muy enferma esposa un día antes de que doña Cósima muriese:

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