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– Cada vez que toque las paredes de la casa voy a pensar que recorro con mis dedos tu espalda desnuda, tu linda y delicada espalda desnuda, ¿recuerdas?

Cuando la abuela se murió de un suspiro a la mañana siguiente, su marido logró por fin, en la muerte, lo que doña Cósima siempre rehusó en vida: ponerle unos guantes negros con rellenos de algodón en los cuatro dedos ausentes de la mano derecha.

La mandó a la eternidad, dijo, completita, como la recibió cuando la novia por encargo llegó de Alemania a los veintidós años, igualita a su daguerrotipo, con la cabellera partida a la mitad y arreglada en dos grandes hemisferios que nacían de la perfecta raya con perfecta simetría y cubrían las orejas como para resaltar la perfección de los aretes de madreperla que pendían de los lóbulos ocultos.

– Las orejas son lo más feo de una mujer -gruñía Virginia.

– No haces más que encontrar defectos -le replicaba Hilda.

– Yo te hago recitar, Virginia, y te oigo tocar, con mis horrendas orejitas -se reía la mamá de Laura Díaz-. ¡Qué bueno que la Mutti Cósima no traía puestos los aretes en Perote!

Llegó de Alemania a los veintidós años con la cabellera muy negra como para resaltar aun más la blancura de la piel. En el retrato, apoyaba contra el pecho un abanico detenido entre los cinco dedos de la mano derecha.

Por eso Hilda tocaba con vergüenza y pasión el piano, como si, al mismo tiempo, quisiera suplir la deficiencia de su madre y ofenderla diciéndole yo sí puedo, tú no, con el rencor disimulado de la única hija Kelsen, la mayor, que en una sola ocasión regresó a Alemania con su madre y con ella escuchó, en Colonia, un recital del famoso pianista y compositor Franz Liszt. Era el retintín de muchos inmigrantes europeos. México era un país de indios y gañanes, donde la naturaleza era tan abundante y rica que las necesidades inmediatas se podían satisfacer sin trabajar. El fomento a la inmigración alemana quería remediar ese estado de cosas, introduciendo en México otra naturaleza, la naturaleza industriosa de los europeos. Pero éstos, invitados a cultivar la tierra, no soportaban la dureza y el aislamiento y se iban a las ciudades. Por eso era fiel Felipe Kelsen a su compromiso de trabajar la tierra, trabajarla duro y apartar dos tentaciones: el regreso a Alemania o los viajes a la ciudad de México, que le costaron tan caro a Cósima su mujer. A la salida del concierto, Hilda le dijo a su madre: -Mutti, ¿por qué no nos quedamos a vivir aquí? ¡qué horrible es México!

Don Felipe prohibió entonces no sólo cualquier viaje de regreso a la vaterland; prohibió también el uso de la lengua alemana en la casa y con el puño cerrado, más severo porque, en reposo, no golpeó nada, sólo dijo que ahora todos ellos eran mexicanos, iban a asimilarse, no habría más viajes al Rin y nadie hablaría más que español. Philip era Felipe, y Cósima, pues ni modo, Cósima. Sólo Virginia, con ternuras traviesas, se atrevía a llamar Mutti a la madre y hacer citas en alemán. Don Felipe se encogía de hombros; la muchacha le había salido excéntrica…

– Hay bizcos, hay albinos, hay Virginia -decía ésta de sí misma, fingiendo estrabismo-. Gesundheit!

Ni hablar alemán, ni ocuparse de otra cosa que la casa o, como se decía modernamente, de la economía doméstica. Las hijas se volvieron tan hacendosas para suplir, quizás, la deficiencia de la

madre, que se sentó en su mecedora (otra novedad llegada de la Lui-siana) a abanicarse con la mano izquierda y a mirar a lo lejos, hacia el Camino Real y la bruma de Perote donde, tan joven, dejó cuatro dedos y, dicen algunos, el corazón.

– Cuando una mujer conoce al Guapo de Papantla, ya no lo olvida nunca -decía la voz popular veracruzana.

Don Felipe, en cambio, no se guardaba de reprocharle a su joven novia el viaje de compras a México. -Ya ves. Te hubieras ido a Nueva Orleans y no te habría pasado esta desgracia.

Cósima adivinó desde el primer día que la voluntad de su marido era asimilarse a México. Ella era la última concesión que Philip Kelsen le hacía a la patria vieja. Cósima sólo se adelantó a la voluntad marital de ser para siempre de aquí, nunca más de allá. Y por ello se quedó sin cuatro dedos. -Prefiero comprar el ajuar en la capital mexicana. Somos mexicanos, ¿no es cierto?

Qué peligrosos eran los dedos, imaginaba Laurita al despertar de las pesadillas en las que una mano solitaria caminaba por el piso, subía por las paredes y se dejaba caer sobre la almohada, junto a la cara de la niña. Despertaba gritando y lo que había junto a su cara era una araña que Laura Díaz no se atrevía a matar de un manotazo, porque hubiera sido lo mismo que cortarle otra vez los dedos a la abuela ensimismada en su mecedora.

– Mamá, quiero un toldo blando cubriendo mi cama.

– La casa la tenemos muy limpia. Aquí no se cuela ni el polvo.

– A mí se me cuelan sueños muy feos.

Leticia reía y se acuclillaba para abrazar cariñosamente a su pequeñita, que mostraba desde ahora la aguda gracia de todos los miembros de la familia salvo la bella abuela Cósima, enferma de melancolía.

A los canallas que le achacaban pasiones platónicas a su mujer, Felipe les contestó con tres lindas hijas a cuál más de bellas, inteligentes y hacendosas. «Con seis dedos basta para que una mujer ame a un hombre» se jactó groseramente una noche de cantina y enseguida se arrepintió como nunca antes o después en su vida. Era trabajador, estaba fatigado y un poco ebrio. Era el dueño de su propia finca cafetalera. Buscaba relajarse. Nunca volvió a decir lo que dijo esa noche. En secreto rogó que cuantos lo escucharon decir esa vulgaridad se muriesen pronto, o se fueran de viaje para siempre, que era lo mismo.

– Partir es morir un poco -repetía a cada rato Felipe, recordando un dicho de su propia madre francesa, cuando Felipe era Philip y su padre Heine Kelsen y su madre Letitia Lasalle, y la Europa que dejó en su estela Bonaparte se hacía y deshacía por todas partes, porque crecía la industria y disminuían los talleres, porque todos se iban a trabajar fuera de sus casas y sus campos, a las fábricas, no como siempre, cuando casa y trabajo estaban unidos; porque se hablaba de libertad y reinaban tiranos; porque se abría de pecho la nación y moría acribillada por el fusil autoritario; porque nadie sabía si su pie pisaba un surco nuevo o caminaba sobre antiguas cenizas, como había escrito Alfred de Musset, el maravilloso poeta romántico que juntaba en su lectura a novios y novias, exaltando a aquéllos, enamorando a éstas, conmoviendo a todo el mundo. Muchachos exaltados, muchachas desvanecidas: el joven Philip Kelsen, ojo azul y perfil griego, barba florida y capa dragona, sombrero de copa y bastón con puño de marfil y semblanza de águila, quería entender en qué mundo vivía y creyó comprenderlo todo en una gran manifestación en Dusseldorf donde se vio, se reconoció, se admiró y hasta se amó a sí mismo, con un reflejo turbador, en la figura maravillosa del joven tribuno socialista Ferdinand de Lasalle.

Philip Kelsen, a los veinticuatro años, se sintió tocado por un augurio oyendo hablar y mirando a ese hombre, casi su contemporáneo, aunque su mentor, que portaba el apellido de la madre de Philip, como ésta llevaba el de la madre de Napoleón, Letitia: los signos favorables arrastraban al joven alemán oyendo a Lasalle y evocando los párrafos de Musset: «Desde las esferas más altas de la inteligencia hasta los misterios más impenetrables de la materia y de la forma, esa alma y ese cuerpo son tus hermanos».

– Lasalle, mi hermano -le decía en silencio Philip a su héroe, olvidando alegre, tanto voluntaria como involuntariamente, los hechos fundamentales de la vida: Heine Kelsen, su padre, debía su posición al trato comercial y bancario supeditado pero respetuoso- con el viejo Johann Budenbrook, quien había hecho fortuna acaparando trigo y vendiéndolo caro a las tropas prusianas en la guerra contra Napoleón. Heine Kelsen representaba en Dusseldorf los intereses del viejo Johann, ciudadano de Lübeck, pero sus haberes -su dinero y su suerte- se duplicaron cuando se casó con Letitia Lasalle, ahijada del financiero francés Nucingen, quien se preocupó de darle a su protegida una renta vitalicia de cien mil libras al año como dote.

De todo esto se olvidó Philip Kelsen cuando a los veinticuatro años escuchó a Ferdinand de Lasalle por primera vez.

Lasalle hablaba con la pasión del romántico y la razón del político a los trabajadores renanos, recordándoles que en la nueva Europa industrial y dinástica, el gran Napoleón había sido sustituido por Napoleón el pequeño y la pequeñez de este tiranuelo ruin y procaz era que había aliado al gobierno y a la burguesía contra el trabajador: «El primer Napoleón -oyó Kelsen exclamar a Lasalle en el mitin- era un revolucionario, su sobrino es un cretino y sólo representa a la reacción moribunda».

¡Cómo admiró el joven Kelsen a ese otro joven fogoso, La-salle, al que la propia policía de Dusseldorf describía como un muchacho de «extraordinarias cualidades intelectuales, incansable energía, gran determinación, ideas salvajemente izquierdistas, un amplio círculo de amistades, gran agilidad práctica y considerables recursos financieros»! Por todo esto era peligroso, dictaminó la policía; por todo esto era admirable, se convenció su joven seguidor Kelsen, porque Lasalle andaba bien vestido (y Marx su rival tenía lamparones de grasa en el chaleco), porque Lasalle iba a las recepciones de la misma clase a la que combatía (y Marx no salía de los más miserables cafés de Londres), porque Lasalle creía en la nación alemana (y Marx era un cosmopolita enemigo del nacionalismo), porque Lasalle amaba la aventura (y Marx era un aburrido paterfamilias de clase media incapaz de regalarle una sortija a su aristocrática señora Von Westphalen).

Toda su vida lucharía Philip Kelsen contra el fervor lassa-liano de su juventud socialista; toda su juventud la perdió en esa ilusión esplendorosa, que como el surco europeo del poeta, era, quizás, sólo un hoyanco de cenizas. El socialista Lasalle acabó aliándose con el feudalista Bismarck, el junker prusiano ultranacionalis-ta y ultrarreaccionario, para dominar, entre los dos, a los capitalistas voraces y sin patria, ésa fue la razón de la incómoda alianza. La crítica del poder se convirtió en el poder sobre la crítica y Philip Kelsen abandonó Alemania el mismo día en que su héroe mancillado, Ferdinand de Lasalle, se convirtió en su héroe ensangrentado, muerto en duelo en un bosque cerca de Ginebra el 28 de agosto de 1864 por un motivo tan absurdo y romántico como el apuesto socialista: se enamoró apasionadamente de Helena (Von Doniger, informó la crónica), retó a duelo al novio de la bella Helena (Yanko von Raco-witz, añadía la nota de prensa) y éste, muy cumplidamente, le atravesó a Lasalle el estómago con una bala, sin la menor consideración

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