hacia la historia, el socialismo, el movimiento obrero o el Canciller de Hierro.
¿Qué más lejos del panteón de Breslau donde enterraron a Lasalle a los treinta y nueve años, podía irse, a los veinticinco, el socialista desilusionado, Philip Kelsen, que a costas de América, a Ve-racruz, donde agoniza el Atlántico tras una larga travesía desde el puerto de Hamburgo y, tierra adentro, hasta Catemaco, tierras calientes, abundantes, pródigas, ubérrimas se decía en los discursos, donde la naturaleza y el hombre se podían reunir y prosperar, fuera de la desilusión corrupta de Europa?
De Lasalle, Philip sólo conservó el recuerdo conmovido, el nacionalismo y el amor a la aventura, que lo trajo del Rin al Golfo de México. Sólo que aquí, esos atributos ya no iban a ser alemanes, sino mexicanos. El viejo Heine, en Dusseldorf, aplaudió la decisión de su hijo rebelde, le dio una dotación de marcos y lo embarcó en Hamburgo rumbo al Nuevo Mundo. Philip Kelsen hizo una escala de tres años en Nueva Orleans, trabajando con desgano en una fábrica de tabaco, le repugnó el racismo norteamericano, tan candente entre las ruinas incendiadas de la Confederación sureña, y siguió a Veracruz, explorando la costa desde Tuxpan en la verde Huasteca hasta los Tuxtlas sobrevolados por centenares de pájaros.
– Barriga llena, corazón contento -le dijo la primera mujer con la que se acostó en Tuxpan, una mulata que le daba igual sensualidad a la cama y a la cocina, alternando en la boca voraz del joven seductor alemán dos pezones morados y enorme cantidad de bocoles, pemoles y tamales de zacahuil… Mal acostumbrado, Philip Kelsen volvió a encontrar en Santiago Tuxtla su mulata y su merienda, ella se llamaba Santiaga como su ciudad y los platos que ofrecía al reposo del alemancito sensual y novedoso eran todos los caribeños, la yuca, el ajillo y el mogo-mogo de plátano macho. Pero más que cualquier platillo, sexual o gastronómico, Philip Kelsen fue seducido por la belleza de Catemaco, a un paso de los Tuxtlas: un lago que podía ubicarse en Suiza o Alemania, rodeado de montañas y tupida vegetación, terso como un espejo, pero animado por rumores invisibles de cascadas, sobrevuelo de aves y colonias de monos macacos rabones.
Plantado en una colina sobre el lago de azogue, Philip Kelsen, en un acto que lo conciliaba todo, su juventud y su porvenir, su espíritu romántico y su genealogía financiera, su idealismo y su pragmatismo, su sensualidad y su ascetismo, dijo: -Aquí me quedo. Ésta es mi patria.
La niña Laura sólo de lejos y de oídas empezaba a saber la historia de su erguido, disciplinado y hermoso abuelo alemán que únicamente hablaba español, aunque quién sabe si seguía pensando en alemán y cuál sería el lenguaje de sus sueños; para la niña, las fechas eran todas próximas, no lejanas, y el paso del tiempo, más que cualquier otra ocasión, lo marcaba el día de su cumpleaños, cuando, para que nadie se olvidase de agasajarla, salía dando saltitos graciosos por el patio, muy de mañana, aún de camisón, y cantando:
el doce de mayo la virgen salió vestida de blanco con su paleto…
Toda la casa conocía este rito y pretendía, en los días anteriores al del cumpleaños, olvidar la celebración. Si Laura sabía que ellos sabían, ni ella misma lo daba a entender. Todos jugaban a la sorpresa y así era más bonito, sobre todo este doce de mayo del año quinto del siglo, cuando Laura cumplió siete años y su abuelo le regaló algo extraordinario, una muñeca china de cabeza, manos y pies de porcelana, cuyo cuerpecito de algodón era cubierto por un atuendo mandarín de seda roja, ribetes negros y bordaduras doradas de dragón. El atuendo exótico no alcanzaba a alejar a la niña agasajada del alborozo y su alborozo del amor instantáneo que sintió por los piececitos tan pequeños, cubiertos por medias de seda blanca y zapatillas de terciopelo negro; por la carita sonriente, chatita, de ojos orientales y altas cejas pintadas cerca del fleco de seda. Las manos diminutas, sin embargo, eran el aspecto más delicado de la muñeca y Laurita, al recibir el más lindo regalo de toda su niñez, tomó la mano de la muñeca y con ella saludó la mano de la tía pianista, Hilda, de la tía escritora, Virginia, de la Mutti cocinera, Leticia, del abuelo agricultor, Felipe, y de la abuela inválida, Cósima, que involuntariamente escondió el muñón derecho entre sus chales y con torpeza le dio la mano izquierda a su nietecita.
– ¿Ya le tienes un nombre? -preguntó doña Cósima.
– Li Po -dijo canturreando Laurita-. Le pondremos Li Po.
La abuela la interrogó con la mirada tan sólo; Laura contestó con un movimiento de hombros que significaba «porque sí»; todos la besaron y la niña regresó a su cama para acomodar a Li Po entre almohadones, prometiéndole que aunque a ella la castigaran,
Li Po nunca sería regañada; y aunque a Laura le fuera muy mal, Li Po siempre tendría su trono de cojines para reinar sobre la recámara de Laura Díaz.
– Descansa, Li Po, duerme, vive feliz. Yo te cuidaré siempre.
Cuando abandonaba a Li Po en la recámara y salía de la casa, el instinto infantil la llevaba a representar, como en un jardín, la hazaña del regreso al mundo natural, tan abundante, tan «pródigo» pero sobre todo tan minucioso, cercano y cierto a la mirada y al tacto de la niña que crecía rodeada de selva latente y lago impaciente y cafetales renacientes: así hablaba, con alta y sonora voz, la tía Virginia.
– Y ubérrimos -añadía, para que nada se le quedara en el tintero-. Most fertile.
Pero los dedos de la casa la retenían como las enredaderas al minucioso mundo del bosque tropical; tocaba el piano la tía Hilda (me aturdo y me exalto a la vez, me avergüenzo pero me da un placer secreto usar mis diez dedos para abandonarme, salirme de mí misma, sentir y decirle a todos que la música que escuchan no es mía ni soy yo, es de Chopin, yo soy la ejecutante, la que deja pasar este sonido maravilloso por mis manos, por mis dedos, a sabiendas que afuera, en su mecedora, me escucha mi madre que no me dejó quedarme en Alemania y estudiar y llegar a ser una pianista importante, una artista de verdad, y me escucha mi padre que nos ha encerrado en este pueblecito sin destino y a los dos los recrimino por la pérdida de mi propio destino, Hilda Kelsen, la que pude ser, la que nunca seré ya, por más que trate, por más que una buena suerte que yo no puedo controlar o decir: yo te hice, eres mía, me traiga fortuna; no será mi fortuna, será un accidente, un obsequio del azar: toco los tristísimos preludios de Chopin y no me consuelo, sólo me armo de paciencia y siento el íntimo regocijo de ofender a mi padre y a mi madre…), escribía un poema la tía Virginia (vivo rodeada de resignación, yo no quiero resignarme, quiero escapar un día y temo que mi afición a leer y escribir sea sólo eso, un escape y no una vocación que lo mismo puedo cumplir aquí que en Alemania o como les contesté un día, en China, a ver si no acabo como la muñeca de mi sobrinita, preciosa pero muda, acomodada para siempre en un almohadón), ayudaba la Mutti Leticia a preparar unos tamales costeños a la cocinera (qué bonito es rellenar la masa suave de carne de puerco y chile chipotle, cocinarla primero y hervirla después para terminar envolviendo cada tamal, cariñosamente, como a un niño, en su sábana de hoja de plátano, uniendo, conservando sabores y aro-
mas, carne y picante, fruta y harina, qué deleite para el paladar, me recuerda los besos de Fernando mi marido, pero en eso no debo pensar, los arreglos están hechos, es lo que más nos conviene a todos, está bien que la niña crezca aquí en el campo conmigo, cada cual tiene sus obligaciones, no hay que agotar los placeres durante la juventud, hay que aplazarlos para el porvenir, hay que recibir el placer como recompensa, no como privilegio, la dádiva se gasta pronto como el capricho, uno cree tener todos los derechos y acaba sin ninguno; prefiero esperar, pacientemente, sólo tengo veintitrés años, la vida por delante, la vida por delante…), se colocaba los espejuelos y recorría las cuentas el abuelo Felipe (no me puedo quejar, todo ha salido bien, la finca prospera, las muchachas crecen, Hilda tiene su música, Virginia sus libros, la que más podría quejarse sería Leticia, alejada de su marido por acuerdo entre ambos, no por ninguna imposición o tiranía de mi parte, sino porque ellos quieren esperar al futuro, sin pensar que acaso ya lo han perdido para siempre porque las cosas hay que tomarlas al instante, como se toman los pájaros al vuelo o desaparecen para siempre, como yo me lancé a la aventura socialista hasta que todo eso se agotó y entonces me lancé a América que por lo visto es algo que nunca se agota, un continente sin fondo, mientras los europeos ya nos tragamos entera nuestra historia y ahora la rumiamos, la eructamos a veces, bah, la defecamos, somos defecadores de historia y aquí hay que hacer historia primero, sin los errores de Europa, sin los sueños y los desengaños de Europa, partiendo de cero, qué alivio, qué poder, partir de la nada, ser amo del destino propio, entonces se pueden aceptar las caídas las desgracias los errores porque son parte del destino propio, no de un lejano acontecer histórico, Napoleón, Bismarck, Lasalle, Karl Marx… todos tenían menos libertad, en sus tronos y en sus púlpitos, que yo aquí, sentado haciendo las cuentas de un beneficio de café, himmel y carajo, pues) y se mecía suavemente la abuela silenciosa, Cósima, en la (rocking chair) llegada de la Luisiana en vez de la ciudad de México (quería decirle a Felipe que yo era también de esta tierra, nada más; apenas llegué y lo conocí, entendí que yo era su última concesión al pasado alemán; por qué me escogió, aún no lo sé; por qué me quiere tanto, espero que no sea para compensar mi desgraciada aventura en la carretera de Perote; nunca me ha hecho sentir que me compadece, al contrario, me ha amado con verdadera pasión de hombre, nuestras hijas fueron creadas con una pasión desvergonzada, mal hablada, que nadie que nos ha tratado podría ima-
ginar. Él me trata de puta, y me gusta, yo le digo que me imagino haciendo el amor con el chinaco que me mutiló, y le gusta a él, somos cómplices de un amor intenso, sin rubor ni reticencia, que sólo él y yo conocemos y cuyo recuerdo nos vuelve inmensamente dolo-rosa la muerte que se me acerca y me dice, nos dice: ahora uno de los dos va a vivir sin el otro y así, ¿cómo se van a seguir amando?; yo no sé porque ignoro lo que viene después, pero él se queda y me puede recordar, imaginar, prolongar, creer que no me morí, que sólo me fugué con el Guapo aquel al que nunca volví a ver -porque si me lo vuelvo a encontrar, ¿qué le hago, lo mato o me voy con él?, no, sólo pensaré siempre lo mismo que le digo a la gente: lo hice para salvar a los demás pasajeros; pero cómo voy a olvidar esa mirada de animal, ese plantado de macho, esos andares de tigre, ese deseo incumplido, el mío y el suyo, nunca, nunca, nunca…).