Tocaba el piano la tía Hilda; escribía, aún con pluma de ganso, la tía Virginia; cocinaba su madre Leticia porque no sólo le gustaba, tenía genio para el arte costeño de unir arroz, frijol, plátano y cerdo, deshebrar y alimonar los estambres del plato llamado ropa vieja, ensalzar los pulpos en su tinta, y reservar para el final los merengues, las natillas, los jocoques y el tocino del cielo, el dulce más dulce del mundo, llegado de Barcelona a La Habana y de Cuba a Veracruz como para empalagar todas las amarguras de estas tierras de revolución, conquistas y tiranía.
– Nada de eso, no quiero saber del pasado de México, América es sólo porvenir -sentenciaba con firmeza el abuelo cuando se tocaban esos tópicos. Por eso salía cada vez menos a tertulias, a comidas, y a las cantinas nunca más, desde que perdió las formas aquella fatigada noche… Al principio tampoco iba a misa, a fuer de socialista primero y de protestante después; pero, pueblo chico, infierno grande, sucumbió al cabo a la costumbre de un Veracruz que creía en Dios y en los milagros, pero no en la iglesia y los curas. Eso le venía bien a Felipe, no por cinismo, sino por comodidad. Pero la comodidad la perdió el pueblo entero cuando llegó el señor cura don Elzevir Almonte, joven, moreno e intolerante párroco enviado desde la muy recatada y clerical ciudad de la Puebla de los Ángeles, con el encargo, distribuido entre una buena docena de sacerdotes de meseta por el Arzobispado de México, de implantar disciplina y buenas costumbres entre los relajados (y relajientos) fieles de la costa del Golfo.
Cósima Reiter, la novia postal traída de Alemania por Philip Kelsen, el socialista desencantado, a su primitivo beneficio de café
en Veracruz, nació y se crió protestante. Philip-Felipe, que era agnóstico, se dio cuenta de que en México no encontraría esposa descreída; aquí, hasta los ateos creían en Dios y hasta las putas eran católicas, apostólicas y romanas.
Encargar una novia atea a la Alemania guillermina hubiese sonado, más que a ofensa, a broma tropical. Philip se conformó con los consejos de amigos y parientes, de aquí y de allá; lo cautivó, sobre todo, el daguerrotipo de la muchacha con la cabellera negra dividida en dos franjas por una estricta raya a la mitad y el abanico en la mano derecha.
No calculó el joven lasallista que llegando a Veracruz su aún más joven novia protestante, la vena conformista que es la regla, por notables que sean las excepciones, de las comunidades religiosas, se impondría a la nueva esposa por múltiples motivos. La presión social fue el menor de ellos. Más tuvo que ver el inevitable descubrimiento de que Philip, o Felipe, no había vivido como un santo durante su soltería veracruzana; este muchacho extranjero, de cabellera larga y ondulada, barba rubia y perfil griego, no iba a obedecer regla monacal alguna. Los rumores de la pequeña población del lago no tardaron en llegar a oídos de Cósima apenas desempacó y a las veintitrés horas de casados en ceremonia civil, la bella y erguida alemana le dijo a su estupefacto marido:
– Ahora quiero una boda religiosa católica.
– Pero tú y yo fuimos confirmados en el protestantismo. Tendremos que abjurar.
– Somos cristianos. Nadie tiene por qué saber más.
– No veo la razón.
– Es para que tu hija mulata sea mi dama de honor y me lleve la cola.
Así entró María de la O, casi desde el primer día, al hogar de los recién casados. Cósima se encargó de asignarle recámara a la señorita ordenando a la servidumbre que ese trato debían reservarle: señorita; le asignó lugar en la mesa, la trató de hija y lo ignoró todo sobre su origen. Nadie, salvo la propia María de la O, que entonces contaba con apenas ocho años de edad, oyó lo que Cósima Reiter le dijo a su verdadera madre. -Señora, escoja cómo quiere que crezca su hija. Vayase a donde mejor pueda vivir, Tampico o Coat-zacoalcos, y no le faltará nada.
– Mas que el amor de mi nenita -dijo lloriqueando la negra conocida como La Triestina, no se sabe si por sus ojos tristes o por-
que, como presumía, había sido doncella de la emperatriz Carlota en el palacio de Mirman en Trieste.
– Eso ni tú te lo crees -tuteó enseguida, aprendiendo rápido los usos y costumbres, la nueva señora de Kelsen que ahora, ya vieja, se lo recordó un día a su marido, sin saber que Laurita los escuchaba atrás de una maceta de helechos.
María de la O Kelsen, así presentó Cósima a la linda mula-tica, y así la aceptó don Felipe. Tampoco tuvo que implorar la señora de la casa que su marido fuese fiel a los principios humanistas de su juventud. Se impuso Cósima y empezó a ir a misa primero con la niña mulata y un misal detenido entre ambas manos; luego, con tres hijas más y el misal en una sola mano, orgullosa de su maternidad de a cuatro, indiferente a murmullos, asombros o maledicencias, aunque las malas lenguas dijeran que el Guapo de Papantla era el verdadero padre, con la dificultad de que el bandido era criollo, doña Cósima alemana y María de la O, en ese caso, sólo explicable como saltapatrás o tentenelaire.
Siete años mayor que la mayor de sus hermanas, Hilda; ocho más que Virginia y diez que Leticia, María de la O era una niña mulata de facciones graciosas, sonrisa pronta y andar erecto: Cósima la había recibido agachadita, encojidita, le dijo, como un animalito apaleado y arrinconado, con unos ojos negros llenos de visiones más negras aún y, ni tarde ni perezosa, la madre por voluntad y razón, Cósima Reiter de Kelsen, la enseñó a María de la O a caminar derechita, llegando a obligarla:
– Ponte ese diccionario en la cabeza y camina hasta mí sin que se te caiga. Cuidadito.
La enseñó a usar los cubiertos, a asearse, la vistió con los vestidos blancos más lindos y almidonados para que contrastara dramáticamente su piel morena. Le impuso un moño de seda blanca sobre la cabellera que no era crespa como la de la madre, sino lacia como la de Philip su padre.
– A ti sí que te llevaría de regreso a Alemania -decía ufana Cósima. -Tú sí que llamarías la atención.
Fue a la iglesia y le dijo al padre Morales, voy a tener un bebé y luego por lo menos dos más.
– No quiero que ninguno de mis hijos se avergüence de su hermana. Quiero que los Kelsen por nacer lleguen al mundo y se encuentren con una Kelsen distinta pero mejor que ellos.
Posó una mano sobre el moño de María de la O.
– Bautícela, confírmela, échele encima todas las bendiciones y por amor de Dios, rece por su honestidad.
Dudó un instante y regresó. -Que no nos salga puta.
Lo bueno fue que el párroco veracruzano don Jesús Morales era un bonachón pero no un paniaguado y todo en él -públicamente sus sermones, privadamente sus tertulias, secretamente sus confesiones- protegía y exaltaba la conducta cristiana de la, por demás, muy convertida al catolicismo romano doña Cósima Reiter von Kelsen.
– Señoras, no me arruinen los triunfos de la fe ni los de la caridad. Todas en orden, qué chingaos.
El cura Jesús Morales amaba a su grey. El cura sustituto Elzevir Almonte quiso reformarla. Los dedos que le faltaban a la abuela Cósima le sobraban al nuevo párroco y los usaba para amonestar, fustigar, condenar… Sus sermones traían al trópico un aire de altiplano, enrarecido, sofocante, intolerable e intolerante. La gente comenzó a contar las prohibiciones lanzadas desde el pulpito por el oscuro y juvenil cura Almonte: basta de camisolas sueltas que muestran las formas femeninas, sobre todo cuando llueve y se empapan; en consecuencia, ropa interior modesta y paraguas de rigor; basta de ordinarieces y leperadas veracruzanas; aunque no soy edil ni justicia, dictamino que quien diga malas palabras no recibirá en su boca sacrilega el santo cuerpo del salvador, eso sí que lo puedo hacer; se acabaron las serenatas, pretexto para excitaciones nocturnas y estorbo para el reposo cristiano; se cierran los burdeles, se cierran las cantinas y moralmente se ordena un toque de queda a las nueve de la noche, lo refrende o no la autoridad, que sí lo refrendará, cómo no, sí señor; se dice de ahora en adelante con las que camino, no se dice «piernas», se dice con las que me siento, no…
Todo esto lo proclamó el nuevo cura poblano con su elaborado juego de manos, ridículo e insolente, como si quisiera darle forma escultórica en el aire a sus prohibiciones tajantes. Los burdeles se mudaron a Santiago Tuxtla, las cantinas a San Andrés, los arpistas y guitarristas se largaron a Boca del Río y en medio de la desolación caída como una plaga sobre los comerciantes del lugar el padre Almonte colmó la copa con sus procedimientos de confesión.
– Niña, ¿te miras desnuda al espejo?
Felipe no le reprochó su nueva fe a Cósima. Sólo la miró de frente, cada vez que regresaba de misa los domingos y ella por primera vez bajaba la altanera cabeza.
– ¿Te tocas en secreto, niña?
Laura se miró desnuda al espejo y no se asombró de ver lo que siempre había visto: creía que el cura había sembrado en su cuerpo algo insólito, una flor en el ombligo o una araña entre sus piernas, como la tenían sus tías cuando se bañaban en una orilla solitaria del río a la que dejaron de asistir apenas comenzó el cura Almonte a sembrar sospechas por todas partes.
– ¿Te gustaría ver el sexo de tu padre, niñita?
Para ver si pasaba algo, Laura repitió ante el espejo los extraños movimientos y las palabras, más extraordinarias aún, del señor cura. Mimó asimismo la voz, engolándola aún más, del sacerdote:
– Una mujer es un templo construido sobre un albañal.
– ¿Has visto desnudo a tu padre?
A su padre, Fernando Díaz, Laura no lo veía casi nunca, ni vestido ni desnudo. Era contador de un banco, vivía en Veracruz con un hijo de dieciséis años, fruto de su anterior matrimonio, y cuando su primera mujer, Elisa Obregón, murió en el parto, Fernando se enamoró de la jovencita Leticia Kelsen durante una excursión a las fiestas de Tlacotalpan, ella se enamoró del extraño pájaro porteño, vestido siempre con saco, chaleco, corbata y fistol y la única concesión al calor, un carrete de paja, lo que los ingleses llamaban un straw boater, anotó la tía Virginia, encontrando eco en el anglófilo pretendiente de su hermana. Los abuelos Kelsen, casados por correspondencia, no impidieron un love match como lo llamó, con insistencia, el señor Díaz, hombre de lecturas e influencias inglesas, que al cabo le parecieron saludables a Felipe Kelsen para continuar borrando la influencia germana. El arreglo de vivir separados lo aceptó la propia Leticia y cuando vino al mundo Laurita, Felipe, abuelo, se congratuló cabalmente de que su hija y su nieta viviesen a su amparo en el campo y no lejos, en el puerto ruidoso y, acaso, tan pecaminoso -le dijo a Cósima- como decían las malas lenguas. Ella lo miró con ironía. Pueblo chico…