A su nueva familia (Leticia primero y, cuando llegó, a los nueve meses justos, Laurita), Fernando Díaz le había pedido una cosa.
– No puedo darles aún lo que ustedes se merecen. Vivan bien en casa de don Felipe. En Catemaco, yo nunca pasaría de contador. En Veracruz, puedo ascender y entonces las mandaré traer. De tu padre, no quiero recibir limosnas, ni compasión de tus hermanas. No soy un arrimado.
Incómoda y arrimada fue en verdad la situación inicial de la joven pareja en casa de los Kelsen en Catemaco y todo el mundo suspiró de alivio cuando Fernando Díaz tomó su decisión.
– ¿Por qué nunca viene a vernos tu hijo Santiago? -le preguntaron las hermanas solteras.
– Estudia -contestaba secamente Fernando.
Laura Díaz ardía por saber más, cómo se conocieron sus padres, cómo se casaron, quién era ese misterioso medio hermano mayor que él sí tenía derecho a vivir con su padre en el puerto. ¿Cuándo se reunirían todos? Con razón era tan hacendosa su madre, como si se ocupara de dos casas a la vez, la de su padre presente y la de su marido ausente, como si cocinara para los que estaban allí y también para los que no.,. Era cierto. La soledad de madre e hija se extendía cada vez más a toda la casa, a las tres hermanas solteras. Hilda tocando el piano, Virginia escribiendo y leyendo, María de la O tejiendo chales de lana para los fríos cuando azotaba el viento del norte…
– No nos casaremos, Leticia, hasta que te reúnas con tu marido, como debe ser -decían, casi a coro, Hilda y Virginia.
– Lo hace por ti y por la niña. Ya no tarda, estoy segura -añadía María de la O.
– Pues que se apure, o las tres nos vamos a morir solteras -reía, solitaria, Virginia-. Que lo sepa el buen señor. Mein Herr!
Pero la verdadera soledad la encarnaba la abuela doña Cósima.
– Ya hice todo lo que tenía que hacer en la vida, Felipe. Ahora respeta mi silencio.
– Y tus recuerdos ¿qué?
– Ni uno solo me pertenece. Todos los comparto contigo. Todos.
– No te preocupes. Lo sé.
– Entonces cuídalos bien y no me pidas más palabras. Todas te las entregué ya.
Esto lo dijo doña Cósima ese mismo año de 1905 en que todo se precipitó.
Zandungueros, dicharacheros y bullangueros, los lugareños también podían ser (cuando los visitaba el santo) muy devotos, tanto como lo sabía el cura Morales y lo ignoraba el cura Almonte. Más que los ricos y riquillos de la comarca, eran los pobres, los sembradores y recolectores, los tejedores de redes, los pescadores y remeros, los albañiles y todas sus mujeres, los que le hacían las mejores ofrendas a la iglesia.
Don Felipe y otros cafetaleros de la región regalaban dinero o costales de alimentos; los más pobres, secretamente, llevaban joyas, piezas antiguas heredadas durante siglos y ofrecidas para agradecer bondad propia o desgracia ajena, ambas consideradas milagrosas, a Dios Nuestro Señor. Collares de ónix, peinetas de plata, brazaletes de oro, esmeraldas sin montar: pedrería lujosa sacada quién sabe de qué escondite, desván, morral o cueva; de qué piso de terraplén protegido por petates, de qué mina secreta.
Todo se fue acumulando celosamente, pues el padre Morales era escrupuloso en conservar para su grey lo que de ella era y vender en Veracruz una pieza valiosa sólo cuando sabía que necesitaba dinero la misma familia que, por principio de cuentas, le ofreció la joya al Cristo Negro de Otatitlán.
Como en todos los pueblos de la costa del Golfo, los santos eran celebrados con bailes sobre un tablado para que se oyera mejor el zapateado. El aire se llenaba de arpa, vihuela, violín y guitarra. Sucedió entonces, lo recuerdan todos en el año cinco, que el día de la fiesta del Santo Niño de Zongolica, el señor cura Elzevir Almonte no apareció, y yendo a buscarlo el sacristán a la iglesia, no halló ni párroco ni tesoro. El arca de las ofrendas estaba vacía y el cura poblano desaparecido.
– Con razón decía, «Puebla, semillero de santos; Veracruz, pila de pillos».
Fue el único comentario, irónico y suficiente, del señor don Felipe Kelsen. El pueblo fue más duro y de cabroncete y bandido no bajó al huidizo cura. Las cuatro hijas Kelsen no se inmutaron; la vida volvería a la normalidad sin el cura ratero, las cantinas y los burdeles volverían a operar, las serenatas se dejarían escuchar en medianoches tranquilas, los que se fueron regresarían… En cambio, a partir de ese día, declinó la ensimismada abuela Cósima Rei-ter, como si hubiera desperdiciado la vida en una fe que no la merecía y el amor (insistieron las malas lenguas) en un hombre honorable en vez de un bandido romántico.
– Laurita, niña -le dijo ya enferma, una vez, como si no quisiera que el secreto se perdiese para siempre-. Vieras qué hombre tan guapo, vieras qué brío, qué arresto…
No le dijo niña, déjate tentar siempre, no te asustes, no te amilanes, nada sucede dos veces, ni añadió a la gallardía y el brío, la tentación, porque era una señora decente y una abuela ejemplar, pero Laura Díaz, para siempre, guardó en el corazón esas palabras, esa
lección que le entregó su abuela. No lo dejes pasar, niña, no lo dejes…
– Nada se repite…
Laura la niña se miró al espejo no para ver allí las tentaciones del odioso cura Almonte (que a ella, quién sabe por qué, nomás le daban risa) sino para descubrir, en su propia imagen, un rejuvenecer, o al menos una herencia, de su abuelita enferma. Nariz demasiado grande, se dijo desanimada, blandas facciones de postre, ojos chispeantes sin seducción que no fuese la muy simplona de tener siete años. Más personalidad tenía la muñeca china Li Po que su pequeña ama mofletuda y saltarina, sin pasión besable, sin ardor abrazable, sin…
El día que enterraron a su madre, las cuatro muchachas Kelsen -tres solteras y una casada, pero para el caso…- se vistieron de negro pero Leticia la madre de Laura vio pasar sobre la tumba abierta, casi como si escapara de su propio entierro, un ave maravillosa y exclamó, ¡miren!, ¡un cuervo blanco!
Las demás miraron pero Laura, como si obedeciera una orden de su abuela muerta, salió corriendo, siguiendo al pájaro blanco, sintiendo que ella misma podía volar, como si el cuervo albino la convocara, sígueme, niña, vuela conmigo, quiero enseñarte algo…
Es el día en que la niña se dio cuenta de dónde estaba, de dónde venía, como si la abuela, al morir, le hubiese dado alas para volver a la selva, jugueteando, sabia, sin llamar la atención, saltando como siempre, provocando suspiros en el grupo familiar que la vio alejarse, es muy niña, los niños qué saben de la muerte, no conoció a la abuela Cósima en su esplendor, no lo hace por mala…
Siguió al cuervo blanco más allá de los límites conocidos, reconociendo y amando desde entonces, para siempre, todo lo que veía y tocaba, como si este día de la muerte le hubiese sido reservado para saber algo irrepetible, algo que era sólo para ella y sólo para la edad que en ese instante tenía Laura Díaz, nacida un doce de mayo de 1898 cuando la virgen salió vestida de blanco con su paleto…
Reconoció y amó desde entonces, para siempre, las higueras, el tulipán de Indias, el lirio chino cuyas varitas, cada una, florecen tres veces al año: reconoció lo que ya sabía pero había olvidado, el lirio rojo, el palo rojo, la copa redonda del árbol del mango; reconoció lo que nunca había sabido y creía, ahora, recordar en vez de descubrir, la perfecta simetría de la araucaria, que en cada brote de cada una de sus ramas engendra enseguida su doble inmediato; el true-
no de flor amarilla menuda, maravilloso árbol que lo mismo resiste el huracán o la sequía.
Iba a gritar de espanto pero se tragó el susto y lo convirtió en asombro. Se topó con un gigante. Tembló Laurita, cerró los ojos, tocó al gigante, era de piedra, era enorme, sobresalía en medio de la selva, más plantado en ella que el árbol del pan o las raíces mismas del laurel invasor que todo lo devora -drenajes, terrenos, cultivos.
Cubierta de lama, una gigantesca figura femenina miraba a la eternidad, aderezada con cinturones de caracol y serpiente, tocada con una corona teñida de verde por la selva mimética. Adornada de collares y anillos y aretes de brazos, nariz, orejas…
Laurita corrió de regreso, sin aliento, primero ansiosa de contar su descubrimiento, esa señora de la selva era la que le regalaba sus joyas a los pobres, esa estatua perdida era la protectora de los bienes del cielo robados por el antipático cura Almonte -císcalo, císcalo- y ella, Laura Díaz, ya conocía el secreto de la selva; y al saberlo, supo que a nadie se lo podía contar, no ahora, no a ellos.
Dejó de correr. Regresó despacio a la casa por el camino de colinas ondulantes y suaves laderas sembradas de café. En el patio de la casa, el abuelo Felipe le iba diciendo a sus administradores que no había más remedio que cortar las ramas del laurel, nos están invadiendo, como si se moviesen, los laureles se están comiendo el drenaje, van a devorarse la casa misma, hay nubes de tordos que se juntan aquí nomás en la ceiba fuera de la casa llenando de suciedad la entrada, no puede ser; además, viene la época en que los cafetales se cubren de telarañas.
– Va a haber que tumbar algunos árboles.
Suspiró la tía Virginia que había ocupado con naturalidad la mecedora de su madre, sin ser la primogénita.
– Nomás los oigo -les dijo a sus hermanas-. No se dan cuenta que no hay nadie vivo que tenga la edad de un árbol…
A ellas Laura no quería contarles nada, sólo al abuelo porque lo vio preocupado y quiso entretenerlo. Lo tiró de la levita negra, abuelo, hay una señora enorme en la selva, tienes que verla, niña, ¿de qué hablas?, yo te llevo, abuelo, si no nadie me va a creer, ven, si tú vienes no le tengo miedo, le doy un abrazo.
Imaginó: la abrazo y le devuelvo la vida, eso dicen los cuentos que me contaba mi abuelita, basta abrazar a una estatua para regalarle vida.
Se acusó: qué poco duró su resolución de guardarse el secreto de la gran señora de la selva.
El abuelo la tomó de la mano y sonrió, no debía sonreír en día luctuoso, pero esta linda niña con su cabellera larga y lacia y facciones cada vez más definidas, dejando atrás los mofletes, adivinada por el abuelo ese día, antes de que Laura lo viese en ningún espejo o lo soñase siquiera, como iba a ser de grande, con sus piernas y brazos muy largos y la nariz pronunciada y los labios más delgados que los de las demás niñas de sus años (labios como los de la tía escritora Virginia), esta niña era la vida vuelta a nacer, Cósima de regreso, una vida continuada en otra y él como guardián, albacea de un alma que requería el recuerdo amoroso de una pareja, Cósima y Felipe, para prolongarse y encontrar nuevo impulso en la vida de una niña, de esta niña, se dijo el viejo con emoción -¡tenía sesenta y seis años; Cósima cincuenta y siete años al morir!- y Laurita llegó al claro de la selva.