Un año después del ataque en Detroit, fui comisionado para llevar a cabo un reportaje gráfico sobre Los Ángeles. Esta vez, mi vocación y mi profesión se aliaron milagrosamente: se trataba de «cubrir» la develación del mural restaurado que en 1930 pintó David Alfaro Siqueiros en la calle Olvera.
Esta calle «típica» fue inventada por los angloamericanos para rendirle homenaje al pasado hispanoamericano de La Puebla de Nuestra Señora de Los Angeles de Porciúncula fundada en 1769 por una expedición de españoles en busca de sitios donde establecer misiones cristianas, y para darse a sí mismos -me dijo Enedina Pliego mientras rodábamos a doce kilómetros por hora por la autopista de Pomona- un pasado romántico y una buena conciencia presente respecto a los mexicanos que no vivían en la pintoresca calle Olvera sino, con o sin documentos y en número de más de un millón, en los barrios de East L.A., de donde se transportaban, en autobús o en chevies a West L.A. y sus céspedes y rosales atendidos por mexicanos.
– Mi abuelo cabalgó con Zapata en Morelos -nos dijo el viejo jardinero al que Enedina y yo le dimos aventón desde Pomona-. Ahora yo cabalgo en autobús de Whittier a Wilshire.
El viejo se rió en grande, dijo que ahora Los Ángeles California era su lugar de trabajo y Ocotepec Morelos su lugar de vacaciones, a donde mandaba sus dólares y regresaba a descausar y ver a su gente.
Enedina y yo nos miramos el uno al otro y nos unimos a la risa del viejo. Los tres éramos angelinos, pero hablábamos como si fuéramos extranjeros a la ciudad, inmigrantes tan recientes como los que en este momento evadían a la guardia fronteriza en el muro levantado entre San Diego y Tijuana, entre las dos Californias. Me había bastado estar fuera de la ciudad un año para que todos, hasta mi novia Enedina, pensaran que me había ido para siempre, porque ésa era la regla aquí, acababas de llegar y ya te estabas yendo o acaba-
bas de irte, estabas siempre de paso y no era cierto, nos decíamos Enedina y yo, los indios, los españoles y los mexicanos estuvimos aquí antes que nadie, y en vez de desaparecer somos cada vez más, ola tras ola de migraciones mexicanas han llegado a Los Ángeles como si regresaran a Los Angeles… En el siglo que se acabó nomás, aquí llegaron los que huían de la dictadura de Porfirio Díaz primero y de la Revolución más tarde, luego los Cristeros, los enemigos de Calles el Jefe Máximo, luego Calles mismo expulsado por Cárdenas, luego los braceros para ayudar al esfuerzo bélico, luego los pachucos que gritaron here we are, y siempre los pobres, los pobres que hicieron la riqueza y el arte de la ciudad, los pobres mexicanos que aquí trabajaron y fundaron pequeñas empresas y luego se hicieron ricos, los iletrados que aquí fueron a la escuela y pudieron traducir lo que traían adentro, danza, poesía, música, novela: pasamos junto a un gigantesco mural de grafitos y símbolos machacados, irremplazables, la Virgen de Guadalupe, Emiliano Zapata, la Calavera Catrina, Marcos el enmascarado de hoy y Zorro el enmascarado de ayer, Joaquín Murrieta el bandolero y Fray Junípero Serra el misionero…
– No lograron borrar a Siqueiros -reí conduciendo lentamente, convencido de que manejar un auto en Los Angeles equivalía a «leer la ciudad en el original».
– ;Te imaginas el coraje de su «benefactora» si ve lo que vamos a ver tú y yo? -adivinó Enedina, la niña llegada a Los Ángeles a los tres años de edad acompañando a su padre viudo, el camarógrafo Jesús Aníbal Pliego, casado con Lourdes Alfaro de López, ambos viudos de sus parejas muertas en Tlatelolco y ambos padres de niños huérfanos, compañeros, amigos y ahora amantes, Enedina y yo.
Los Ángeles convertida en un gigantesco mural mexicano, levantado como un dique de colores para que California entera, vista por el trío de los jóvenes amantes y el viejo jardinero desde las colinas de Puente para que California entera no se derramara de las montañas al mar en una sacudida final… Irse. Regresar. O llegar por vez primera. Desde las colinas, se divisaba el océano Pacífico, disipado por un velo de polución, y a los pies de las montañas, se desparramaba, bajo el smog, la ciudad sin centro, mestiza, políglota, la Babel Migratoria, la Constantinopla del Pacífico, la zona del gran deslizamiento continental hacia la nada…
No habría nada más allá. Aquí terminaba el continente. Empezaba en Nueva York la primera ciudad y acababa en Los Ánge-
les, la segunda, quizás la última, ciudad. Ya no había más espacio para conquistar el espacio. Ahora había que largarse a la Luna o a Nicaragua, a Marte o a Vietnam. Se acabó la tierra conquistada por los pioneros, se consumió la épica de la expansión, la voracidad, el destino manifiesto, la filantropía, la urgencia de salvar al mundo, de negarles a los demás su destino propio e imponerles en cambio, y por su propio bien, un futuro americano…
Yo pensaba todo esto avanzando como tortuga por carreteras diseñadas para las liebres del mundo moderno. Veía asfalto y concreto, pero también desarrollo, construcción, lotes puestos a la venta, gasolineras, expendios de comida rápida, complejos de salas cinematográficas, la variedad barrocanrolera de la gran ciudad de Los Angeles, y sin embargo, en la mente del joven fotógrafo biznieto de Laura Díaz, que soy yo, se sobreponían a la visión de la ciudad imágenes ajenas a ella, un río tropical desembocando en un grito huracanado, aves de relámpago cruzando las selvas de México, estrellas de polvo desintegrándose en siglos que son instantes, un mundo descuidado y pobre y la muerte lavándose las manos ensangrentadas en un hondo temazcal de Puerto Escondido, donde fui engendrado por mi padre el tercer Santiago y mi madre, viva aún, Lourdes Alfaro… Una ceiba en la selva.
Yo sacudía la cabeza para ahuyentar todas esas imágenes y centrarme en mi propio proyecto, el que me traía de regreso a Los Ángeles, dándole continuidad inteligible a la catarata impresionista del Bizancio californiano. Estaba preparando un libro de fotos sobre los muralistas mexicanos en los Estados Unidos, ya había retratado los murales de Orozco en Dartmouth y en Pomona, había descubierto en las dársenas de Nueva York los murales prohibidos del Rockefeller Center y del New School por Diego Rivera y ahora regresaba a Los Ángeles, la ciudad donde crecí cuando mi madre y su nuevo marido, Jesús Aníbal, y Enedina, la hija de éste, dejaron México en 1970, después de otra herida llamada Tlatelolco, para fotografiar, setenta años después de que fue pintado, el mural de Si-queiros en la Calle Olvera.
– Olvera Street -exclamó con falsa seriedad Enedina-. La Disneylandia del típico trópico totonaca.
Lo que me llamaba la atención era la constancia con que los murales mexicanos en los Estados Unidos eran objeto de censura, controversia y obliteración. ¿Los artistas eran simplemente unos provocadores, los patrocinadores eran unos cobardes, cómo podían ser tan
ingenuos en pensar que Rivera, Orozco o Siqueiros no pintarían obras convencionales, decorativas, al gusto de quienes las pagaban? Los Médicis gringos, ciegos, generosos y ruines a la vez, de Nueva York, Detroit y Los Ángeles, quizás pensaban -era la idea de Enedina- que ordenar y pagar una obra de arte era suficiente para anular su intención crítica, hacerla inocua, e incorporarla, castrada, al patrimonio de una especie de beneficencia puritana libre de impuestos.
El viejo jardinero dio las gracias por el aventón y se bajó en Wilshire en busca de un segundo hitch-hike a Brentwood. Enedina y yo le deseamos suerte.
– Ya saben -nos sonrió el anciano vecino de Ocotepec-, si saben de un jardín que haga falta atender, avisan y con gusto lo atiendo. ¿Ustedes no tienen jardín propio?
Seguimos a Olvera Street.
Miramos durante unos minutos el mural al fresco de Siqueiros, pintado sobre la alta pared exterior de un edificio de tres pisos. La obra fue restaurada después de setenta años de ceguera y de silencio. En 1930 lo comisionó una rica dama californiana que había oído hablar del «Mexican Renaissance» y, ocupados Rivera en Detroit y Orozco en Dartmouth, contrató a Siqueiros y le preguntó cuál sería el tema de la obra.
– La América tropical -contestó sin inmutarse el muralista de negra cabellera rizada y alborotada, fulgurantes ojos verdes, inmensas aletas nasales y, curiosamente, un habla entrecortada por hesitaciones y muletillas, por «pueses» y «estes» y «;nos?».
La patrocinadora tuvo una visión maravillosa, oyendo a Siqueiros, de palmeras y puestas de sol, rumberas cimbrantes y gallardos charros, techos de tejas coloradas y decorativos nopales. Firmó el cheque y dio el visto bueno.
El día de la inauguración, con la vieja plaza repleta de autoridades y gente de sociedad, se corrió el velo de América tropical y apareció el mural de una América Latina representada por un Cristo moreno, esclavizado y crucificado. Una América Latina crucificada, desnuda, agónica, colgando de una cruz sobre la cual rampa-ba, con ánimo feroz, el águila del escudo norteamericano…
La patrocinadora sufrió un desmayo, las autoridades pusieron el grito en el cielo, Siqueiros había puesto a Los Ángeles en el infierno, y al día siguiente el mural amaneció totalmente cubierto de cal, ciego y segado, invisible para el mundo, como si nunca hubiera existido. Nothing. Nada.
Verlo restaurado, en su sitio, esta tarde del primer año del nuevo milenio, conmovió a Enedina más que a mí. Mi muchacha de ojos verdes y piel oliva, levantó los brazos y se restiró el pelo largo hacia la nuca, enrollándolo en una trenza tensa que descargaba su emoción como un pararrayos. La restauración de la obra era una restauración de ella misma, de Enedina, me lo diría más tarde, era el diploma de una total pertenencia a la personalidad chicana, tanto a México como a los Estados Unidos. No había nada que esconder, nada que disimular, esta tierra era de todos, de todas las razas, de todas las lenguas, de todas las historias. Ése era su destino, porque ése era su origen.
Estuve demasiado ocupado fotografiando el mural, contento de que por una vez una comisión de trabajo coincidiese con un proyecto propio, un libro sobre el muralismo mexicano en edificios norteamericanos, virtualmente interrumpido en Detroit cuando fui asaltado y golpeado al salir del Instituto de Artes donde, al fotografiar el mural de Rivera sobre la industria, descubrí el rostro de una mujer que era mía, de mi sangre, de mi memoria, Laura Díaz, la abuela de mi padre, asesinado en Tlatelolco, la madre de otro Santiago que no pudo cumplir su promesa pero que acaso le transmitió a su sobrino la continuidad de la imagen artística, la hermana de un primer Santiago fusilado en Veracruz y entregado a las olas del Golfo de México.