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– Le hubieran dado un proceso, se lo dije, como al asesino Toral y a su cómplice, la madre Conchita, otra mujer, ya ves.

– ¿Con quién quisiste quedar bien, Juan Francisco? Porque conmigo ya quedaste mal para siempre.

No quiso oír explicaciones, ni Juan Francisco se atrevió a. darlas. Laura empacó una maleta, salió a la avenida, paró un «libre» y dio la dirección de su amiga de juventud Elizabeth García-Dupont.

Juan Francisco la siguió, abrió violentamente la puerta del taxi, la jaló del brazo, trató de arrastrarla fuera del coche, le golpeó la cara, el taxista se bajó y le dio un empujón a Juan Francisco, lo tiró al suelo y arrancó lo más rápido que pudo.

Laura se instaló con Elizabeth en un apartamento moderno de la Colonia Hipódromo. La amiga de adolescencia la recibió con alegría, abrazos, cortesía, cariño, besos, todo lo que Laura esperaba. Luego, las dos en camisón, se contaron sus respectivas historias. Elizabeth se acababa de divorciar del famoso Eduardo Caraza que la trajo de un ala en los bailes de la hacienda de San Cayetano y la siguió trayendo de un ala cuando se casaron y se vinieron a México porque Caraza era amigo del ministro de Hacienda Alberto Pañi que estaba arreglando milagrosamente las finanzas después de la inflación de la época revolucionaria, cuando cada bando imprimía su propio papel moneda, los famosos «bilimbiques». Eduardo Caraza se sentía irresistible, se llamaba a sí mismo «el regalo de Dios a las mujeres», y le dio a entender a Elizabeth que casándose con ella le había hecho el gran favor.

– Eso me saco por andar de rogona, Eduardo.

– Date por bien servida, amorosa. Me tienes a mí pero yo necesito a muchas. Más vale que nos entendamos.

– Pues yo te tengo a ti pero también necesito a otros.

– Elizabeth, hablas como una puta.

– Y tú, en ese caso, como un puto, mi querido Lalo.

– Perdón, no quise ofenderte. Hablaba en broma.

– Nunca te he oído más serio. Me has ofendido y sería muy bruta si después de escuchar tu filosofía de la vida, querido, me quedo a sufrir más humillaciones. Porque tú tienes derecho a todo y yo a nada. Yo soy puta pero tú eres macho. Yo soy una perdida pero tú eres lo que se dice un gentleman, pase lo que pase, ¿no? Abur, abur.

Por fortuna, no habían tenido hijos; ¿cómo, si el tal Lalo se agotaba en parrandas y llegaba a las seis de la mañana más guango que un chicloso derretido?

– No, Juan Francisco eso no, siempre me respetó. Hasta hoy en la noche que quiso pegarme.

– ¿Quiso? Mírate el cachete nomás.

– Bueno, me pegó. Pero él no es así.

– Laura de mi corazón, ya veo que a este paso se lo perdonas todo y dentro de una semana estás de regreso en la jaula. Mejor vamos a divertirnos. Te invito al Teatro Lírico a ver al panzón de Roberto Soto en «El Desmoronamiento». Es una sátira del líder Morones y dicen que te ríes con ganas. Se mete con todo el mundo. Vamos antes de que lo cierren.

Tomaron un palco para estar más protegidas. Roberto Soto era idéntico a Luis Napoleón Morones, con doble todo, papada, panza, labios, cachetes, párpados. La escena era la finca del líder sindical en Tlalpam. Aparecía vestido de monaguillo y cantando «Cuando yo era monaguillo». Lo rodeaban enseguida nueve o diez chicas semidesnudas con taparrabos de plátanos como lo había puesto de moda Josephine Baker en el Follies Bergére de París y con estrellitas pegadas a los pezones. Le quitaban la casulla al panzón, cantando «Viva el proletariado» mientras un hombre alto, prieto, con overol, le servía champaña a Soto-Morones.

– Gracias, hermanito López Greene, tú me sirves mejor que nadie. Nomás cámbiate el nombre a López Red, para no desentonar, ¿sabes? ¡Aquí todos somos viejos rojos, no viejos verdes, verdad chamacas, ah que la…!

«Mutti, cuídame a los niños hasta que te diga. Que se quede la tiíta contigo. Les mandaré dinero. Tengo que reorganizar mi vida, mi Mutti adorada. Ya te contaré. Te encargo a Li Po. Tenías razón.»

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