– Estoy harto de que me juzgues.
– Y yo de que me espíes.
– No sé a qué te refieres.
– Has encerrado mi alma en un sótano.
– No te tengas tanta lástima, me das pena.
– No me hables como el santo a la pecadora, ¡dirígete a mí!
– Me indigna que me pidas resultados que no tienen nada que ver con la realidad.
– Deja de imaginar que te juzgo.
– Con tal de que sólo me juzgues tú, pobrecita de ti, me tiene sin cuidado, y ella quería decirle, ¿crees que regresé contigo sólo para hacerme perdonar mis propios errores?, se mordió la lengua, la noche me acecha, la madrugada me libera, se fue a la recámara de los niños a mirarlos dormir, a apaciguarse.
Viéndolos dormir.
Le bastaba mirar las dos cabecitas hundidas en las almohadas, cubierto hasta la barbilla Santiago, descubierto y despatarrado Dantón, como si hasta en el sueño se manifestasen las personalidades tan opuestas de los muchachos y se preguntó si ella, Laura Díaz, en este punto preciso de su existencia, tenía algo que enseñarles a sus hijos o por menos el coraje de preguntarles, ¿qué quieren saber, que les puedo decir?
Sentada allí frente a las camas gemelas, sólo podía decirles que vinieron al mundo sin ser consultados y por eso la libertad de los padres al crearlos no los salvaba a ellos, las criaturas de una herencia de rencores, necesidades e ignorancias que los padres, por más que lo intentasen, no podrían disipar sin dañar la libertad misma de los hijos. A ellos les tocaría combatir por sí mismos los males de la
heredad en la tierra y ella la madre no podía sin embargo retirarse, desaparecer, convertirse en el fantasma de su propia descendencia. Estaba o obligada a resistir en nombre de ellos sin demostrarlo nunca, permanecer invisible al lado de los hijos, no disminuir el honor de la criatura, la responsabilidad del hijo que necesitaba creer en su propia libertad, saberse la fragua de su propio destino. ¿Qué le quedaba a ella sino vigilar discretamente, soportar mucho y pedir, a la vez, mucho tiempo para vivir y poco para sufrir, como las tías Hilda y Virginia?
Pasaba, a veces, toda la noche mirándolos dormir, decidida a acompañar a sus hijos por dondequiera como un larguísimo litoral donde el mar y la playa son distintos pero inseparables; aunque el viaje durase sólo una noche, pero con la esperanza de que no terminase nunca, dejando suspendida sobre la cabeza de sus hijos la pregunta, ¿cuánto tiempo, cuánto tiempo les darán Dios y los hombres a mis hijos sobre la tierra?
Viéndolos dormir hasta que sale el sol y la luz les toca a los niños la cabeza porque ella misma puede tocar el sol con las manos, preguntándose cuántos soles soportarían ella y sus hijos. Por cada parcela de luz había una silueta de sombra.
Entonces Laura Díaz se apartaba de las camas donde dormían sus hijos, se levantaba agitada por una turbia marea y se decía (casi se los decía a ellos) para que entendieran a su propia madre y no la condenaran a la piedad primero y al olvido después, les decía para ser una madre odiada y liberada por el odio de los hijos, odiada si cabía pero fatalmente inolvidable, necesito ser activa, ferviente y activa, pero aún no se cómo, no puedo regresar a lo que ya hice, quiero una revelación auténtica, una revelación que sea una elevación no una renuncia. ¡Qué fácil sería la vida sin hijos y sin marido! ¿Otra vez? ¿Esta vez sí? ¿Por qué no? ¿A la primera se agota la libertad, un fracaso anterior nos cierra las puertas de la posible felicidad fuera de las paredes del hogar? ¿He agotado mi destino? Santiago, Dantón, no me abandonen. Déjenme seguirles por dondequiera, pase lo que pase. No quiero ser adorada. Quiero ser esperada. Ayúdenme.