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Sentados a un segundo desayuno, los muchachos escucharon impávidos el nuevo orden de sus vidas, aunque la chispa de la mirada de Dantón anunciaba en silencio que a cada obligación él contestaría con una travesura imprevista. La mirada de Santiago se rehusaba a admitir ni extrañeza ni admiración; ese vacío lo llenaba, en la lectura acertada de Laura, la nostalgia por Xalapa, por la abuela Leticia, por la tía María de la O: ¿tendrían que quedar las cosas atrás de él para que Santiago el joven las extrañara? Laura se sorprendió pensando esto mientras observaba la cara seria, de finas facciones, el pelo castaño de su hijo mayor, tan parecido a su tío muerto, tan contrastante con la apariencia trigueña, la piel de canela, las cejas oscuras y pobladas, el pelo negro aplacado con gomina, de Dantón. Sólo que Santiago el rubio tenía ojos negros, y Dantón el moreno ojos verdes pálidos, casi amarillos como la córnea de un gato.

Laura suspiró; el objeto de la nostalgia era siempre el pasado, no había nostalgia del porvenir. Sin embargo, en la mirada de Santiago era eso precisamente lo que se encendía y apagaba como uno de esos nuevos anuncios luminosos de la Avenida Juárez: tengo añoranza de lo que va a venir…

Irían al Colegio Gordon de la Avenida Mazatlán, no lejos de la casa. Juan Francisco los llevarían en el Buick en la mañana y regresarían a las cinco de la tarde en el camión anaranjado de la escuela. La lista de útiles había sido satisfecha, los lápices Ebehard suizos, las plumas sin marca ni ciudadanía destinadas a ser mojadas en los tinteros del pupitre, los cuadernos cuadriculados para la aritmética, los de a rayas para los ensayos, la Historia Nacional del comecuras Teja Zabre como para compensar las matemáticas del hermano raa-rista Anfossi, las lecciones en inglés, la gramática castellana y los verdes libros de historia universal de los franceses Malet e Isaac. Las mochilas. Las tortas de frijol, sardina y chiles serranos entre las dos mitades de una telera; la consabida naranja, la prohibición de comprar dulces que nomás picaban los dientes…

Laura quería llenar el día con estos nuevos quehaceres. La noche la acechaba, la madrugada le tocaba a la puerta y en medio de ella no podía decir: la noche es nuestra.

Se recriminaba: «No puedo condenar lo mejor de mí misma a la tumba de la memoria». Pero la callada solicitud nocturna de su marido -«Qué poco te pido. Déjame sentirme necesitado»- no alcanzaba a calmar la irritación recurrente de Laura en las horas solitarias cuando los niños iban a la escuela y Juan Francisco al sin-

dicato, «Qué fácil sería la vida sin marido y sin hijos». Regresó a Co-yoacán cuando los Rivera regresaron también, precedidos de las nubes negras de un nuevo escándalo en Nueva York, donde Diego introdujo los rostros de Marx y Lenin en el mural del Rockefeller Center, concluyendo con la solicitud de Neison del mismo apellido para que Diego borrara la efigie del líder soviético, Diego se negara pero ofreciese equilibrar la cabeza de Lenin con la cabeza de Lincoln, doce guardias armados le ordenaran al pintor que dejara de pintar y en cambio le entregaran un cheque por catorce mil dólares («Pintor Comunista se Enriquece con Dólares Capitalistas»). Los sindicatos trataron de salvar el mural pero los Rockefeller lo mandaron destruir a cincelazos y lo arrojaron a la basura. Qué bueno, dijo el Partido Comunista de los Estados Unidos, el fresco de Rivera es «contrarrevolucionario» y Diego y Frida regresaron a México, él tristón, ella mentando madres contra «Gringolandia». Regresaron todos, pero para Laura ya no había cupo exacto: Diego quería vengarse de los gringos con otro mural, éste para el New School, Frida había pintado un cuadro doloroso de sí misma con un vestido de tehuana deshabitado colgado en medio de rascacielos sin alma, en la mera frontera entre México y los Estados Unidos, hola Laurita, qué tal, ven cuando quieras, nos vemos pronto…

La vida sin el marido y los hijos. Una irritación solamente, como una mosca que se empeña en posarse una y otra vez sobre la punta de nuestra nariz, ahuyentada y pertinaz, pues Laura ya sabía lo que era la vida sin Juan Francisco y los niños, Dantón y el joven Santiago, y en esa alternativa no había encontrado nada más grande ni mejor que su renovada existencia de esposa y madre de familia -si sólo Juan Francisco no mezclara de una manera tan obvia la convicción de que su mujer lo juzgaba, con la obligación de amarla. El marido se estaba anclando en una rada inmóvil. Por un lado, la excesiva adoración que había decidido mostrarle a Laura como para compensar los errores del pasado irritaba a ésta, porque era una manera de pedir perdón, pero se resolvía en algo muy distinto, «No lo odio, me fatiga, me quiere demasiado, un hombre no debe querernos demasiado, hay un equilibrio inteligente que le falta a Juan Francisco, tiene que aprender que hay un límite entre la necesidad que tiene una mujer de ser querida y la sospecha de que no lo es tanto».

Juan Francisco, sus mimos, sus cortesías, su aplicada preocupación paterna para con los niños que no había visto en seis años, su nuevo deber de explicarle a Laura lo que había hecho durante el

día sin pedirle nunca a ella explicaciones, su manera insinuante y morosa de requerir el amor, acercando un pie al de Laura bajo las sábanas, apareciendo súbitamente desnudo desde el cuarto de baño, buscando como un tonto su pijama, sin darse cuenta de la llanta que se le había formado en la cintura, la pérdida de su esencial esbeltez morena, mestiza, hasta obligarla a ella a tomar la iniciativa, apresurar el acto, cumplir mecánicamente con el deber conyugal…

Se resignó a todo, hasta el día en que una sombra empezó a manifestarse visiblemente, primero inmaterial en el tráfico de la avenida, luego cobrando cuerpo en la banqueta de enfrente, al cabo exhibiéndose, unos pasos detrás de ella, cuando Laura iba y venía del Parián con el mandado del día. No quiso tomar una criada. El recuerdo de la monja Gloria Soriano le dolía demasiado. El quehacer doméstico le llenaba las horas solitarias.

Lo sorprendente de este descubrimiento es que Laura, al saberse vigilada por un achichincle de su marido, no lo tomó en serio. Y esto la afectó más que si le hubiera importado. Le abrió, en vez, a Juan Francisco, una calle tan estrecha como ancha era la avenida donde vivían. Decidió, a cambio, no vigilarlo físicamente -como él, estúpidamente, lo hacía- sino con un arma más poderosa. La vigilancia moral.

Lázaro Cárdenas, un general de Michoacán, ex-gobema-dor de su estado y dirigente del partido oficial, había sido electo presidente y todo el mundo pensaba que sería uno más de los títeres manejados sin pudor por el Jefe Máximo de la Revolución, el general Plutarco Elias Calles. La burla llegó al grado que durante la presidencia de Pascual Ortiz Rubio un espíritu chocarrero colgó un letrero a la puerta de la residencia oficial de Chapultepec: AQUÍ VIVE EL PRESIDENTE. EL QUE MANDA VIVE ENFRENTE. El siguiente presidente, Abelardo Rodríguez, considerado un pelele más del Jefe Máximo, reprimió una huelga tras otra, la de los telegrafistas primero, enseguida la de los jornaleros de Nueva Lombardía y Nueva Italia en Michoacán, agricultores de ascendencia italiana acostumbrados a las luchas del Partido Comunista de Antonio Gramsci, y al cabo el movimiento nacional de los trabajadores agrícolas en Chiapas, Veracruz, Puebla, Nuevo León: el presidente Rodríguez ordenó despidos de huelguistas, sustituyéndolos por militares; los tribunales dominados por el Ejecutivo declararon «injustificada» huelga tras huelga; el ejército y las guardias blancas asesinaron a varios trabajadores de las comunidades italo-mexicanas, y a los dirigentes huel-

guistas nacionales que luchaban por el salario mínimo los envió Abelardo al desolado penal de las Islas Marías, entre ellos al joven escritor José Revueltas.

La vieja CROM de Luis Napoleón Morones, incapaz de defender a los trabajadores, se fue debilitando cada vez más, a medida que ascendía la estrella de un nuevo líder, Vicente Lombardo Toledano, un filósofo tomista primero y ahora marxista, de aspecto ascético, mirada triste, flaco, despeinado y con una pipa en la boca: al frente de la Confederación General de Obreros y Campesinos de México, Lombardo creó una alternativa para la lucha obrera real; los trabajadores que luchaban por la tierra, por el salario, por el contrato colectivo, empezaron a agruparse bajo la CGOCM y como en Michoacán el nuevo presidente Cárdenas había apadrinado la lucha sindical, todo debería ahora cambiar: ya no Calles y Morones, sino Cárdenas y Lombardo…

– ¿Y la independencia sindical, dónde, Juan Francisco? -oyó Laura decir una noche al único viejo camarada que seguía visitando a su marido, el ya muy vencido Pánfilo que no encontraba donde escupir, porque Laura mandó retirar esos adefesios de cobre.

Juan Francisco repitió algo que ya era como su credo: -En México las cosas se cambian desde adentro, no desde fuera…

– ¿Cuándo aprenderás? -le contestó con un suspiro Pánfilo.

Cárdenas comenzaba a dar señas de independencia y Calles de impaciencia. En medio, Juan Francisco parecía desconcertado sobre el rumbo que tomaría el movimiento obrero y su propia posición dentro de él. Laura captó esta desazón y comenzó a preguntarle reiteradamente a su marido, con aire de preocupación legítima, si viene una ruptura entre Calles el Jefe Máximo y Cárdenas el Presidente, ¿de qué lado te vas a poner?, y él no tenía más remedio que recaer en su defecto anterior a la reconciliación con Laura, la retórica política, la Revolución está unida, nunca habría ruptura entre sus dirigentes, pero la Revolución ya rompió con muchos de tus ideales de antes, Juan Francisco, cuando eras anarcosindicalista (y la imagen del altillo de Xalapa y la vida amurallada de Armonía Aznar y su relación misteriosa con Orlando y la oración fúnebre de Juan Francisco regresaban todas en cascada) y él decía como un beato que repite el credo, hay que influir desde adentro, desde afuera te aplastan como una chinche, las batallas se libran en el interior del sistema…

– Hay que saber adaptarse, ¿no es cierto?

– Todo el tiempo. Claro. La política es el arte del compromiso.

– Del compromiso -repetía ella con la mayor seriedad.

– Sí.

Había que anochecer el corazón para no admitir lo que ocurría; Juan Francisco podía explicar que la necesidad política lo obligaba al compromiso con el gobierno…

– ¿Todo gobierno? ¿Cualquier gobierno?

… ella no podía preguntarle si su conciencia no lo condenaba; él hubiese querido admitir que no tenía miedo a la opinión ajena, le tenía miedo a Laura Díaz, a ser juzgado de nuevo por ella, hasta que una noche volvieron a estallar los dos.

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