Se quedaron un rato en silencio mirando la oferta en papel amarillo y letras negras, mal pegado a un marco de madera indigno de los mármoles y bronces del Palacio. Jorge miró a Laura.
– Perdóname. Qué linda te ves.
Carlos Chávez iba a tocar con la Sinfónica Nacional su propia Sinfonía India y El amor de tres naranjas de Prokofiev, y el pianista Nikita Magalov interpretaría el concierto número uno de Chopin, el que ensayaba sin resultados la tía Hilda en Catemaco.
– Qué ganas de que los nuestros no hubiesen cometido un solo crimen.
– Así ha de haber sido Armonía Aznar. Una mujer que conocí. O, más bien, que desconocí. Tuve que adivinarla. Te agradezco que tú me lo entregues todo sin misterios, sin puertas cerradas. Gracias, mi hidalgo. Me haces sentir mejor, más limpia, más clara en mi cabecita.
– Perdón. Es casi un saínete. Nos reunimos y repetimos las mismas frases trilladas, como en una de esas comedias madrileñas de Muñoz Seca. Ya lo viste hoy. Cada uno sabía exactamente lo que debía decir. Quizás así exorcizamos nuestra desazón. No sé.
Se abrazó a ella en el pórtico de Bellas Artes, rodeados de la noche mexicana parda, súbita y viciosa. -Me canso de esta pelea interminable. Quisiera vivir sin más patria que el espíritu, sin más patria…
Dieron media vuelta y se regresaron abrazados del talle a Cinco de Mayo. Se fueron apagando sus palabras como se iban apagando los aparadores de dulcerías, librerías, maleterías. Se encendían, en cambio, los faroles de la avenida abriendo un sendero de luz hasta el costado de la gran catedral herreriana, donde el 18 de marzo del año pasado habían celebrado la nacionalización del pe-
tróleo, ella con Juan Francisco, Santiago y Dantón y Jorge de lejos, saludándola con el sombrero en la mano y en alto, un saludo personal pero también una celebración política, por encima de las cabezas de la muchedumbre, saludando y despidiendo al mismo tiempo, diciéndole te quiero y adiós, ya regresé y te sigo queriendo… En el Café de París, Barreda, que los había estado observando, le dijo a Gorostiza y Villaurrutia que adivinaran de qué hablaban los españoles en una tertulia. ¿De política? ¿De arte? No, de jabugos. Les recitó otro par de líneas de la Biblia puesta en verso por un chiflado español, la descripción del Festín de Baltazar,
Borgoña, Rin, Valdelamasa: El salchichón sin tasa.
Villaurrutia dijo que no le hacían gracia las bromas mexicanas acerca de los españoles y Gorostiza se preguntó, más bien, el porqué de ese ánimo mexicano contra un país que nos dio su cultura, su lengua y hasta el mestizaje…
– Pregúntale a Cuauhtémoc cómo le fue con los gachupines a la hora de la merienda -rió Barreda-. ¡Tostada de patas!
– No -sonrió Gorostiza-, lo que sucede es que no nos gusta darle la razón a los victoriosos. Los mexicanos hemos sido derrotados demasiadas veces. Nos gusta querer a los derrotados. Son nuestros. Somos nosotros.
– ¿Hay victoriosos en la historia? -preguntó Villaurrutia, derrotado él mismo por el sueño o la languidez o la muerte, vaya usted a saber, pensó la guapa, inteligente y callada Carmen Barreda.