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Empezó don Fernando con un dolorcillo en la rodilla al que no le dio mayor importancia. Leticia le untó linimento de Sloane cuando el dolor se extendió de la cintura a la pierna, pero pronto su marido se quejó de dificultades para caminar y de brazos entumidos. Finalmente, una mañana se cayó al piso al levantarse de la cama y los doctores no tuvieron dificultad en diagnosticar una diaplejía que afectaría las piernas primero y más que los brazos.

– ¿Es curable?

Los doctores negaron con la cabeza.

– ¿Cuánto tiempo?

– Puede ser toda la vida, don Fernando.

– ¿Y el cerebro?

– Nada, todo bien. Necesitará usted ayuda para moverse, es todo.

Por eso la familia entera agradeció que la casa fuese de un solo piso y María de la O se ofreció para viajar a Xalapa y ser la enfermera de su cuñado, atender a sus necesidades y llevarlo en silla de ruedas al Banco.

– Tu abuelo está bien cuidado en Catemaco por tus tías Hilda y Virginia. Lo discutimos y estuvimos de acuerdo en que yo vendría a ayudar a tu mamá.

– ¿Cómo dice mi papá en inglés? Cuando llueve, truena, o algo así. En otras palabras, nos cayó el chahuistle, tiíta.

– Anda, Laura. Una cosa. No me vayas a defender si alguien me maltrata. Te meterías en dificultades. Lo importante es cuidar a tu padre y permitir que Leticia mi hermana lleve el hogar.

– ¿Por qué lo haces?

– Yo le debo a tu padre tanto como a tu abuela que me llevó a vivir con ustedes. Algún día te contaré.

La doble preocupación que cayó sobre la casa, añadida al luto por Santiago, no amilanó a doña Leticia. Sólo se volvió más flaca y más activa; pero el pelo empezó a encanecer y las líneas de su bello perfil renano se cubrieron poco a poco de arrugas finísimas, como esas telarañas que cubrían los cafetales enfermos.

– Debes ir al baile. Ni lo pienses. No va a pasarle nada a tu padre, ni a mí.

– Júrame que si se pone malo me mandas buscar.

– Por Dios, hija, San Cayetano está a cuarenta minutos de aquí. Además, ni que fueras solita y tu alma. Elizabeth y su mamá te acompañan, recuerda; nadie podrá decir nada de ti… si algo pasara, te mando a Zampayita con el landó.

Elizabeth iba preciosa, tan rubia y bien formada como era a los dieciséis, aunque más baja y más llenita que Laura y más des-cotada también, metida con trabajos en un vestido anticuado ya, aunque acaso eterno también, de tafeta color de rosa, olanes y vuelos sin fin.

– Niñas, no vayan a enseñar las pechugas -les dijo la madre de Elizabeth, una Lucía Dupont que toda su vida luchaba por decidir si su nombre era tan corriente en Francia como aristocrático en los Estados Unidos, aunque cómo se fue a casar con un García, sólo los encantos masculinos de su marido lo sabrían explicar, aunque no la tozudez de su hija en llamarse sólo García y no García-Dupont, así con el distinguido hyphen angloamericano.

– Laura no tiene problemas porque es plana, mamá, pero yo…

– Elizabeth, hijita, me pones mal…

– Ni modo. Así me hizo Dios, con tu ayuda.

– Bueno, olvídense de las tetas -dejó caer sin pudor la mamá de Elizabeth-. Piensen que hay cosas más importantes. Busquen las conexiones más distinguidas. Pregunten familiarmente por los Olivier, los Trigos, los Sartorious, los Fernández Landero, los Esteva, los Pasquel, los Bouchez, los Luengas.

– Los Caraza -interrumpió la niña Elizabeth.

– No andes de ofrecida -relampagueó su madre-. Atesoren los nombres de la buena sociedad. Si los olvidan, ellos se olvidarán de ustedes.

Miró a las dos muchachas con compasión.

– Pobrecitas. Fíjense bien en lo que hacen los demás. ¡Imiten, imiten!

Elizabeth mimó con exageración. -¡Basta, mamá! ¡Me atarantas, me desmayo!

San Cayetano era una hacienda cafetalera pero era su casco central lo que todos llamaban «San Cayetano». Aquí, las tradiciones españolas fueron olvidadas y en cambio un petit cháteau a la francesa se había levantado, desde los años setenta, en medio de un bosque de hayas cerca de una cascada espumeante y un río rumoroso y estrecho. La fachada neoclásica se sostenía sobre una columnata con remates de vid.

La casa grande era de dos pisos, con una higuera enorme y una fuente silenciosa a la entrada, quince escalones de terraplén para llegar a la puerta labrada de la planta baja que era -le advirtió Leticia a su hija- donde estaban las recámaras. Una escalinata de piedra elegante y amplia conducía al segundo piso que era la planta de recepción: salones, comedores, pero sobre todo -era la característica del lugar- una gran terraza equivalente en su dimensión a la mitad de la superficie de la casa, techada por la azotea pero abierta al fresco por los tres costados -el frente, la derecha y la izquierda de la construcción- que abarcaba, y demarcada sólo por las balaustradas que convertían a la terraza en un gran balcón abierto a las brisas de la noche y, en las tardes, en columpio dormilón de siestas asoleadas.

Aquí, las parejas podían descansar apoyadas contra la balaustrada de esta bellísima galería y conversar depositando las copas cuando decidían bailar aquí mismo, en las tres terrazas del segundo piso. Toda su vida, en la memoria de Laura, este lugar volvería una y otra vez como el sitio del encanto juvenil, el espacio de una alegría de saberse joven.

Allí esperaba a sus huéspedes doña Genoveva Deschamps de la Trinidad, la legendaria ama de esta hacienda y la figura tutelar de la sociedad provinciana. Laura esperaba encontrarse con una señora alta y dominante, incluso altanera, y en cambio encontró a una dama pequeña pero erguida, de sonrisa chispeante, hoyuelos en las mejillas color de rosa y ojos cordiales, grises como su atuendo de elegante monotonía. Por lo visto, la señora Deschamps de la Trinidad sí había visto La Vie Parisienne y portaba un atuendo aún más moderno que el de Laura, pues dispensaba con toda forma de falso abulta-miento y seguía, con un brillo de seda gris, el contorno natural de la

dama. Envolvía doña Genoveva sus hombros desnudos con un sutil velo de gasa color gris también y todo hacía juego con su mirada acerada, permitiendo que las joyas transparentes como agua lucieran todavía más.

A pesar de todo esto, Laura, agradecida de que su anfitrio-na fuese una mujer tan amable, se dio cuenta de que la señora Des-champs, antes y después de saludar cordialmente a cada invitado, los miraba con una frialdad extraña, cercana al cálculo, casi judicial. La mirada de la rica y envidiada dama era un sello de aprobación o desaprobación. Ya se sabría, en el siguiente baile anual de la hacienda, quiénes recibieron el plácet y quiénes fueron reprobados. Esa mirada fría -censura o aprobación- no duraba sino los escasos segundos entre el arribo de un invitado y el siguiente, cuando la mirada chispeante y la sonrisa afable volvían a brillar.

– Diles a tus padres que siento muchísimo no verlos aquí esta noche -dijo doña Genoveva, tocando ligeramente la cabellera de Laura, casi como si le arreglase un rizo despeinado-. Tenme al tanto de la salud de don Fernando.

Laura hizo una pequeña reverencia, lección de las señoritas Ramos, y se dispuso a descubrir el lugar tan mencionado y admirado por la sociedad xalapeña. Se unió al embeleso que le producían, es cierto, los plafonds pintados de un verde pálido, los florones de las paredes, los tragaluces multicolores y afuera, en el corazón de la fiesta, la terraza ceñida por sus balaustradas adornadas de urnas, la orquesta de músicos vestidos de smoking y la concurrencia, juvenil sobre todo, de muchachos de frac y muchachas con una variedad de modas, que en Laura produjeron la certeza de que un hombre vestido con un uniforme negro, una corbata blanca y una pechera de piqué siempre se vería elegante, nunca expondría nada -en tanto que cada mujer estaba obligada a exhibir peligrosamente su personal, excéntrica, conformista aunque siempre arbitraria, idea de la elegancia.

Aún no se iniciaba el baile y cada muchacha recibió de manos de un mayordomo un carnet con las iniciales de la dueña de la casa -DLT-, disponiéndose a esperar las solicitudes de baile de los galanes presentes. Laura y Elizabeth habían visto a algunos de ellos en las fiestas mucho menos extraordinarias del Casino de Xalapa, pero ellos no las habían visto a ellas cuando eran casi niñas sin gracia y con bustos muy planos, o de plano vacunos. Ahora, a punto de alcanzar la feminidad perfecta, bien vestidas, aparentando más seguridad en sí mismas de la que realmente tenían, Elizabeth y Laura salu-

daron primero a otras amigas de la escuela y de las familias y dejaron que se aproximaran los muchachos tiesos dentro de sus fracs.

Un joven con ojos de caramelo se acercó a Elizabeth a pedirle la primera pieza.

– Gracias. Ya estoy comprometida.

El muchacho se inclinó muy cortés y Laura le dio una pa-tadita a su amiga.

– Mentirosa. Acabamos de llegar.

– A mí me saca a bailar primero Eduardo Caraza o francamente no bailo con nadie.

– ¿Qué tiene tu Eduardo Caraza?

– Todo. Dinero. Good looks. Míralo. Ahí viene. Te lo dije.

A Laura no le pareció el tal Eduardo ni mejor ni peor que nadie. Había que admitirlo y hasta admirarlo; la sociedad xalapeña era más blanca que mestiza, y gente de color, como la tía María de la O, no había una sola, aunque uno que otro tipo indígena se dejaba ver por eso, porque era presentable. Laura se sintió atraída por un muchacho muy moreno y muy delgado, que parecía uno de esos piratas de la Malasia en las novelas de Emilio Salgari que le heredó Santiago junto con toda su biblioteca. Su piel oscura era perfecta, sin una mácula; totalmente rasurado y con movimientos lentos, ligeros y elegantes. Parecía Sandokan, un príncipe hindú de novela. Fue el primero en sacarla a bailar. Doña Genoveva programaba los valses en primer lugar, luego los bailes modernos y al final, regresando a una época anterior al vals, las polkas, los lanceros y el chotis madrileño.

El príncipe hindú no dijo una palabra, al grado que Laura se preguntó si su acento, o su estupidez, destruirían la ilusión de la elegancia de malayo extraviado. En cambio, su segundo compañero de vals, que pertenecía a una rica familia de Córdoba, hablaba hasta por los codos, mareándola con inanidades sobre la cría de gallinas y el cruce con gallos, todo ello sin la menor intención alusiva o picara sino por mera estupidez. Y el tercero, un pelirrojo grandulón al que ya había visto en las canchas de tenis luciendo sus piernas fuertes, esbeltas y velludas, no tuvo reparos en abusar de Laura, apretándola contra el pecho, acercándole la entrepierna, masticándole el lóbulo de la oreja.

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