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– ¿Quién invitó a ese majadero? -le preguntó Laura a Elizabeth.

– Casi siempre se porta mejor que esta noche. Creo que lo alborotaste. O puede que se le subió el tepache. Si quieres quéjate con doña Genoveva.

– Y tú, Elizabeth -dijo Laura negando vigorosamente con la cabeza.

– Míralo. ¿No es un encanto?

Pasó valseando el tal Eduardo Caraza con la mirada perdida en el techo.

– Ya ves. Ni siquiera mira a la compañera.

– Quiere que lo admiren a él.

– Da igual.

– Baila muy bien.

– Qué hago, Laura, qué hago -tartamudeó Elizabeth a punto de llorar-. Nunca se va a fijar en mí.

Doña Genoveva se acercó a ella apenas terminó la pieza y la invitó a levantarse y seguirla hasta donde estaba, sonándose la nariz, Eduardo Caraza.

– Niña -le dejó caer en voz baja la anfitriona a la rubia lacrimosa-, no te muestres en público cuando estés enamorada. A todos les haces sentir que eres superior a ellos y te detestan. Eduardo, ahora vienen los bailes modernos y Elizabeth quiere que le enseñes a bailar el cake-walk mejor que Irene Castle.

Los dejó tomados del brazo y regresó a su puesto como un general obligado a pasar revista a sus tropas, repasando a cada invitado de pies a cabeza, uñas, corbatas, zapatos. Qué no hubiera dado la sociedad de provincia por conocer la libreta social de doña Genoveva, donde cada persona joven era calificada como en la escuela, aprobada o desaprobada para el año siguiente. Y sin embargo, suspiraba la anfitriona perfecta, siempre habrá gente a la que uno no puede dejar de invitar, aunque no den la medida, aunque no se corten bien las uñas, o combinen mal el zapato con el frac, o no sepan anudarse la corbata, o sean francamente groseros como el tenista ese.

«Se puede ser arbitro social, pero el poder y el dinero siempre tendrán más privilegios que la elegancia y las buenas maneras.»

Las cenas de doña Genoveva eran famosas y nunca decepcionaban. Un mayordomo de peluca blanca y hábito dieciochesco anunció en francés: -Madame est servie.

A Laura le dio risa ver a este sirviente moreno, obviamente veracruzano, entonar tan perfectamente la única frase en francés que le había enseñado doña Genoveva, aunque la madre de Elizabeth, conduciendo a sus dos guardias al comedor, le dio otro giro al asunto:

– El año pasado tenía a un negrito con peluca blanca. Todo el mundo pensó que era haitiano. Pero disfrazar de Luis XV a un indio…

El desfile de rostros europeos que empezó a caminar hacia los comedores justificaba a la anfitriona. Éstos eran los hijos, nietos y biznietos de inmigrantes españoles, franceses, italianos, escoceses o alemanes, como Laura Díaz Kelsen o su hermano Santiago, descendientes de renanos y canarios, que pasaron por el puerto de ingreso veracruzano y aquí se quedaron a hacer fortuna, en el puerto y en Xalapa, en Córdoba y Orizaba, en el café, la ganadería y el azúcar, la banca y la importación, las profesiones y hasta la política.

– Mira esta foto del gabinete de don Porfirio. El único indio es él. Todos los demás son blancos, de ojo claro y traje inglés. Mira los ojos de Limantour el ministro de Hacienda, parecen de agua; mira la calva de senador romano del gobernador de la ciudad de México, Landa y Escandón; mira la barba de patricio godo del ministro de justicia, Justino Fernández; o la mirada de bandido catalán del favorito Casasús. Y del dictador, dicen que usaba polvos de arroz para blanquearse. Y pensar que fue un guerrillero liberal, un héroe de la Reforma -discurseaba un sesentón de gran porte, importador de vinos y exportador de azúcar.

– Y qué quiere usted, ¿que regresemos a tiempos de los aztecas? -le contestó una de las damas a las que, inútilmente, el exportador e importador dirigía sus palabras.

– No diga usted bromas sobre el único hombre serio que ha dado la historia de México, Porfirio Díaz -interjectó otro señor con mirada de arrebatada nostalgia: -lo vamos a echar de menos. Ya verá.

– Hasta ahora, no -respondió el comerciante-. Gracias a la guerra, exportamos más que nunca, ganamos más que nunca…

– Pero gracias a la revolución, vamos a perder hasta los calzones, con perdón de las damas -fue la contestación que obtuvo.

– Ay, es que los zuavos eran muy guapos -escuchó Laura decir a la dama enojada con los aztecas y perdió el resto de la conversación entre los invitados que avanzaban lentamente hacia las mesas colmadas de galantinas, patés, patos, jamones, rebanadas de rosbif…

Una mano muy pálida, casi amarilla, le ofreció un plato ya servido a Laura. Ella notó el anillo de oro con las iniciales OX y el puño almidonado de la camisa de frac, las mancuernas de ónix ne-

gro, la calidad de la tela. Algo le impedía a Laura levantar la mirada y encontrar la de esta persona.

– ¿Crees que conociste bien a Santiago? -dijo la voz naturalmente grave pero aflautada a propósito; era evidente que sus palabras desmayadas salían de unas cuerdas vocales de barítono. ¿Por qué se resistía Laura a mirarle la cara?… Él mismo le levantó la barbilla y le dijo, la terraza tiene tres costados, a la derecha podemos estar solos.

La tomó del brazo y ella, con las manos unidas en torno al plato, sintió a su lado una figura masculina esbelta, bien vestida, ligeramente perfumada con lavanda inglesa, que la guiaba sin pausa, con un paso regular, a la terraza más apartada, a la izquierda del templete de los músicos, donde éstos habían dejado los estuches de sus instrumentos. La ayudó a evitar esos escollos pero ella, torpemente, dejó caer el plato que se despedazó contra el piso de mármol, regando las galantinas y el rosbif…

– Voy por otro -dijo con voz súbitamente grave el galán inesperado.

– No, no importa. Ya no tengo hambre.

– Como gustes.

Había poca luz en ese rincón. Laura vio primero un perfil a contraluz, perfectamente recortado, y una nariz recta, sin caballete, que se detenía al filo del labio superior ligeramente retraído respecto al inferior y la mandíbula prominente como la de esos monarcas habsburgos que aparecían en el libro de historia universal.

El hombre joven no soltaba el brazo de Laura, asombrada y hasta temerosa por la declaración que de entrada le hizo. -«Orlando Ximénez. No me conoces pero yo a ti sí. Mucho. Santiago hablaba de ti con gran cariño. Creo que eras su virgen favorita.»

Lanzó Orlando una carcajada silenciosa, echando la cabeza hacia atrás y Laura descubrió, cuando la luz de la luna la iluminó, una cabeza de rizos rubios y un rostro extraño, amarillento, de facciones occidentales pero con ojos decididamente orientales, como la piel que era del color de los trabajadores chinos en los muelles de Veracruz.

– Habla usted como si nos conociéramos.

– De tú, por favor, habíame de tú o me sentiré ofendido. ¿O quizás quieres que me retire y te deje cenar en paz?

– No entiendo, señor… Orlando…, no sé de qué me estás hablando…

Orlando tomó la mano de Laura y le besó los nudillos perfumados de jabón.

– Te hablo de Santiago.

– ¿Lo conociste? Yo nunca conocí a un amigo suyo.

– Et pour cause -rió Orlando con esa risa sin ruido que ponía nerviosa a Laura-. ¿Crees que tu hermano te lo dio todo a ti, sólo a ti?

– No, cómo lo voy a creer -balbuceó la muchacha.

– Sí que lo crees, no hay nadie que haya conocido a Santiago que no lo crea. Él se encargaba de convencernos a cada uno que éramos eso, únicos, insustituibles. C'etait son charme. Tenía ese don: soy sólo tuyo.

– Sí, era muy bueno…

– Laura, Laura, «bueno» c'est pas le mot! Si alguien lo hubiese llamado «bueno», Santiago no lo habría abofeteado, lo habría desdeñado, ésa era su arma más cruel…

– Él no era cruel, te equivocas, quieres molestarme nada más…

Laura hizo un movimiento para retirarse. Orlando la detuvo con una mano fuerte y delicada que contenía, sorpresivamente, una caricia.

– No te vayas.

– Me estás molestando.

– No te conviene. ¿Te vas a quejar?

– No, me quiero ir.

– Bueno, espero al menos haberte inquietado.

– Yo quise a mi hermano. Tú no.

– Laura, yo quise a tu hermano mucho más que tú. Aunque debo admitir que te envidio. Tú conociste la parte angelical de Santiago. Yo… bueno, debo admitir que te envidio. Cuántas veces no me habrá dicho… él… «¡Qué lástima que Laura sea una niña! Ojalá crezca pronto. Te confieso que la deseo locamente». Locamente. Eso nunca me lo dijo a mí. Conmigo era más severo… ¿Te parece que lo llame así, en vez de «cruel», Santiago el Severo en vez de Santiago el Cruel, o mejor, pourquoi pas, Santiago el Promiscuo, el hombre que deseaba ser querido por todos, hombres y mujeres, niños y niñas, pobres y ricos? ¿Y sabes por qué quería ser amado? Para no corres-ponderle al amor. ¡Qué pasión, Laura, qué hambre de vida; insaciable Santiago Apóstol! Como si supiera que iba a morir joven. Eso sí lo sabía. Por eso apuraba cuanto la vida le ofrecía. Y sin embargo, dis-

criminaba. No creas que era como dicen aquí, ajonjolí de todos los moles. Il savait choisir. Por eso nos escogió a ti y a mí, Laura.

Laura no supo qué contestarle a este joven impúdico, insolente, bello; pero a medida que lo oía hablar, se iba enriqueciendo el sentimiento de Laura hacia Santiago.

Empezó por rechazar a este invitado (lagartijo, petimetre, dandy, volvió a sonreír Orlando, como si adivinara el pensamiento de Laura, la búsqueda de calificativos que los demás le colgaban repetidamente…) y acabó por sentirse atraída a su pesar, oyéndolo hablar, dándole a ella más de lo que sabía sobre Santiago: el rechazo inicial hacia Orlando iba a ser vencido por un apetito, la necesidad de saber más sobre Santiago. Laura luchó entre estos dos impulsos y Orlando lo adivinó, dejó de hablar y la invitó a bailar.

– Escucha. Han regresado a Strauss. No soporto los bailes modernos.

La tomó del talle y de la mano, la miró profundamente con sus ojos orientales hasta el fondo de los ojos de luz cambiantes de ella, la miró como nadie nunca la había mirado, y ella, bailando el vals con Orlando, tuvo una sensación estremecedora de que debajo de los atuendos de gala, los dos estaban desnudos, tan desnudos como podía imaginarlos el cura Elzevir, y de que la distancia entre los cuerpos, impuesta por el ritmo del vals, era ficticia: estaban desnudos y se abrazaban.

Laura despertó del trance apenas alejó su mirada de la de Orlando, y vio que todos los demás los miraban a ellos, se apartaban de ellos, dejaban al cabo de bailar para verlos bailar a Laura Díaz y Orlando Ximénez.

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