Todo lo interrumpió una parvada de niños desvelados y en camisón, que aparecieron armando gran algarabía con sombreros grandes entre las manos, llenos de naranjas robadas en el huerto.
– Vaya. Fuiste la sensación del baile -le dijo Elizabeth García a su compañera de escuela cuando rodaron de regreso a Xalapa.
– Ese chico tiene muy mala fama -añadió, apresurada, la madre de Elizabeth.
– Pues ojalá me hubiera invitado a bailar a mí -murmuró Elizabeth-. A mí ni me hizo caso.
– Pero tú querías bailar con Eduardo Caraza, era tu ilusión -dijo asombrada Laura.
– Ni siquiera me habló. Es un mal educado. Baila sin hablar.
– Otra vez será, m'ijita.
– No mamá, estoy desencantada para toda la vida -se soltó llorando la muchacha vestida de rosa en brazos de su madre quien, en vez de consolarla directamente, prefirió salirse por la tangente advirtiéndole a Laura.
– Siento la obligación de contárselo todo a tu madre.
– No se afane, señora. A ese muchacho no lo volveré a ver.
– Más te vale. Las malas compañías…
El negro Zampayita le abrió el portón y las García-Dupont, madre e hija, sacaron los pañuelos -seco el de la señora, bañado en lágrimas el de Elizabeth- para despedirse de Laura.
– Qué frío hace aquí, señorita -se quejó el negro-. ¿Cuándo nos vamos de regreso al puerto?
Hizo un pasito de baile pero Laura no lo miró. Sólo tenía ojos para el altillo ocupado por la señora catalana, Armonía Aznar.
Tuvieron que salir muy temprano, en el lando, a Catema-co: el abuelo se iba, anunció la tía morena. Laura miró con tristeza el paisaje tropical que tanto amaba, renaciendo ante su mirada cariñosa, previendo ya la tristeza de decirle adiós al abuelo Felipe.
Estaba en su recámara, la misma que había ocupado durante tantos años, primero soltero, luego con su amada esposa Có-sima Reiter, y ahora, otra vez solo, sin más compañía que las tres hijas que lo tomaban, lo sabía bien, como pretexto para seguir solteras, obligadas por un padre viudo…
– A ver si ahora sí se casan, muchachas -dijo con sorna Felipe Kelsen desde su lecho de enfermo.
La entrada a la casa de Catemaco le pareció distinta a Laura, como si en su ausencia todo se hubiese hecho más pequeño pero también más largo y más estrecho. Regresar al pasado era entrar a un corredor vacío e interminable donde ya no se encontraban ni las cosas ni las personas acostumbradas que deseábamos volver a ver. Como si jugasen tanto con nuestra memoria como con nuestra imaginación, las personas y las cosas del pasado nos desafiaban a situarlas en el presente sin olvidar que tuvieron un pasado y tendrían un porvenir, aunque éste, precisamente, fuese sólo el del recuerdo, otra vez, en el presente. Pero cuando se trataba de acompañar a la muerte, ¿cuál sería el tiempo válido para la vida? Por eso le tomó tanto tiempo a Laura llegar hasta la recámara del abuelo, como si para hacerlo hubiese tenido que atravesar la vida misma del anciano, de una niñez alemana que ella desconocía, a la juventud apasionada por la poesía de Musset y la política de Lasalle, al desencanto político y la emigración a México,
la fundación del trabajo y la riqueza cafetalera en Catemaco, el amor con la novia por correo, Cósima, el terrible incidente en el camino con el bandolero de Papantla, el nacimiento de las tres niñas, el abrazo a la hija bastarda, la boda de Leticia y Fernando, el nacimiento de Laura, el paso de un tiempo que en la juventud es lento e impaciente y que, en la vejez, nuestra paciencia no alcanza a detener en su velocidad a la vez burlona y trágica. Por eso le tomó tanto tiempo a Laura llegar hasta la recámara del abuelo. Llegar al lecho de un moribundo requería tocar todos y cada uno de los días de su existencia, recordar, imaginar, acaso suplir lo que nunca ocurrió y hasta lo inimaginable, con la mera presencia de un ser amado que representase todo lo que no fue, lo que fue, lo que pudo ser y lo que jamás pudo ocurrir.
Ahora, en este día exacto, cerca del abuelo, tomándole la mano de venas gruesas y pecas antiguas, acariciando la piel desgastada hasta la transparencia por el tiempo, Laura Díaz tuvo de nuevo la sensación de que vivía para otros; su existencia no tenía otro sentido que completar los destinos inacabados. ¿Cómo podía pensar esto acariciando la mano de un hombre moribundo de setenta y siete años, un hombre completo y una vida acabada?
Santiago fue una promesa incumplida. ¿Lo era también el abuelo a pesar de su edad? ¿Había una sola vida realmente terminada, una sola vida que no fuese promesa trunca, posibilidad latente, aún más…? No es el pasado lo que muere con cada uno de nosotros. Muere el futuro.
Miró Laura hasta la mayor profundidad posible los ojos claros y soñadores de su abuelo, vivos aún en medio del parpadeo de la muerte. Le hizo la misma pregunta que se hacía a sí misma. Felipe Kelsen sonrió penosamente.
– ¿No te lo dije, niña? -un día se me juntaron todos los achaques y aquí me tienes… pero quiero darte la razón antes de irme. Sí hay una estatua de mujer, llena de joyas, en medio de la selva. Me equivoqué a propósito. No quería que cayeras en supersticiones y brujerías. Te llevé a ver una ceiba para que aprendieras a vivir con la razón, no con la fantasía y los entusiasmos que tanto me costaron cuando era joven. Tenle prevención a todo. La ceiba estaba llena de espinas, filosas como puñales, ¿te acuerdas?
– Claro que sí, abuelo…
Abruptamente, como si sintiera que no tenía tiempo para otras palabras, sin importarle a quién las dirigía, e incluso si nadie las oía, el viejo murmuró:
– Soy un joven socialista. Vivo en Darmstadt y aquí he de morir. Necesito la cercanía de mi río y mis calles y mis plazas. Necesito el olor amarillo de las fábricas de química. Necesito creer en algo. Ésta es mi vida y no la cambiaría por otra.
– Por otra… -la boca se le llenó de burbujas color de mostaza y se quedó abierta para siempre.
Al terminar el baile, Orlando acercó sus labios -carnosos como de niña- a la oreja de Laura.
– Vamos a separarnos. Estamos llamando la atención. Te espero en el altillo de tu casa.
Laura se quedó suspendida entre el ruido de la fiesta, las miradas curiosas de los invitados y la asombrosa proposición de Orlando.
– Pero allí vive esa señorita Aznar.
– Ya no. Ella quería irse a morir a Barcelona. Le pagué el pasaje. Ahora el altillo es mío.
– Pero mis padres…
– Nadie sabe nada. Sólo tú. Allí te espero. Ven cuando quieras.
Y separó los labios del oído de Laura.
– Quiero darte lo mismo que a Santiago. No me decepciones. A él le gustaba.
Cuando regresó del entierro del abuelo, Laura vivió varios días con las palabras de Orlando repitiéndose como un ulular en su cabeza, ¿crees que conociste bien a Santiago, crees que tu hermano te lo dio todo a ti?, qué poco sabes de un hombre tan complejo, a ti sólo te entregó una parte de su existencia, ¿y la pasión, la pasión amorosa, a quién se la dio?
Miraba constantemente hacia el altillo. Nada había cambiado. Sólo ella. No entendía bien en qué consistía el cambio. Quizá era un anuncio que sólo se cumpliría si ella subía sigilosamente la escalera del altillo, cuidándose de que nadie la observase -su padre, su madre, la tía María de la O, el negro Zampayita, las criadas indias-. No tendría que tocar a la puerta porque Orlando ya la tendría entreabierta. Orlando la esperaba. Orlando era hermoso, extraño, ambiguo, a la luz de la luna. Pero quizás Orlando era feo, corriente, mentiroso, a la luz del día. Todo el cuerpo de Laura clamaba por el acercamiento al cuerpo de Orlando, por él, por ella, por el encuentro romántico en el baile de la hacienda, tan inesperado, pero también por Santiago, porque amar a Orlando era la forma indi-
recta pero autorizada de amar al hermano. ¿Eran ciertas las insinuaciones de Orlando? Si fuesen una mentira, ¿podría ella querer a Orlando por sí mismo, sin el espectro de Santiago? ¿Podía, en cambio, llegar a odiar tanto a Orlando como a Santiago? ¿Odiar a Santiago a causa de Orlando? Tuvo la sospecha friolenta de que todo podía ser una gran farsa, una gran mentira orquestada por el joven seductor. Laura no necesitaba las admoniciones diabólicas del cura Elzevir Almonte para alejarse de toda complacencia o facilidad sexual. Le bastó verse desnuda al espejo cuando tenía siete años y no ver allí ninguno de los horrores proclamados por el cura, para no caer en tentaciones que parecían, gracias a una intuición pronta y radical, inútiles si no se compartían con un ser amado.
El amor hacia todos los miembros de su familia, incluyendo a Santiago, era alegre, cálido y casto. Ahora, por vez primera, un hombre la excitaba de otra manera. ¿Era real ese hombre, o era una mentira? ¿Iba a satisfacerla, o corría Laura el riesgo de iniciarse se-xualmente con un hombre que no valía la pena, que no era para ella, que era sólo un fantasma, una prolongación de su hermano, un farsante, bello, atractivo, tentador, acechante, diabólico, a la mano, cómodo, esperándola en su propia casa, bajo el techo de sus padres…?
Quizás la clave se la dio, sin proponérselo, el negro Zam-payita cuando las condujo a las tres, Laura, Elizabeth y la señora Du-pont de García, de regreso a Xalapa la noche del baile.
– ¿Vieron sus mercés la higuera a la entrada de la jaula? -preguntó el negro.
– ¿Cuál jaula? -emitió la señora Dupont de García-. Es la hacienda más elegante de la comarca, ignorante. El baile del año.
– Los buenos bailes son en la calle, doña, con su pelmiso.
– Allá tú -suspiró la señora.
– ¿No te enfriaste afuera, Zampayita? -preguntó solícita Laura.
– No, niña. Me quedé mirando la higuera. Recordé la historia del Santo Felipe de Jesús. Era un niño altanero y malcriado, como algunos vi salir esta noche. Vivía en una casa con una higuera seca. Su nana se lo decía: el día que Felipillo sea santo, la higuera va florecer.
– ¿Por qué hablas así de los santos, morenito? -quiso resumir, indignada, la señora-. San Felipe de Jesús fue a Oriente a convertir a los japoneses, que lo crucificaron vilmente. Ahora es santo, ¿no lo sabes?
__Eso decía su nana, con respeto, doña dama. El día que
mataron a Felipillo, la higuera floreció.
– La de aquí está seca -se rió picaramente Elizabeth.
– La fuerza de Santiago consistió en que nunca necesitó a nadie -le había explicado Orlando en la terraza de San Cayetano-. Por eso estábamos tan a sus pies.
Un mes más tarde, dicen que encontraron en el altillo el cadáver de la señora Armonía Aznar. Dicen que lo descubrieron cuando el empleado del Banco llegó a traerle su cheque mensual antes de que Zampayita le dejara el diario portaviandas a la puerta. Llevaba muerta apenas dos días. Aún no apestaba.