– ¿Otra revolución? ¿Para qué? Ya todos están muertos.
– Pues desee usted, sir Richard, que tampoco haya más guerras, porque entonces sí va a haber más muertos -don Felipe quiso desviar la atención de Laura al inglés de los guantes y a éste distraerlo del juego mismo.
– Y además, usted alemán y yo británico, para qué le cuento… ¡Hermanos enemigos!
Con lo cual don Felipe, protestando que él ya no era alemán sino mexicano, se dejó sitiar el rey, el inglés exclamó check mate, pero sólo cuatro años más tarde dejaron de hablarse don Felipe y don Ricardo y desprovistos de sus respectivos compañeros de aje-
drez, se murieron de aburrimiento y de tristeza; sonaron los cañones de la batalla del Ypres, las trincheras fueron la carnicería de jóvenes ingleses y alemanes y sólo entonces el abuelo Felipe les reveló algo a sus hijas y a su nieta.
– Qué cosa. Usaba esos guantes blancos porque él mismo se rebanó las yemas de los dedos para purgar su culpa. En la India, los ingleses le cortaban las yemas a los tejedores de algodón para evitar la competencia con las fábricas de hilados de Manchester. No hay gente más cruel que los ingleses.
– La pérfida Albión -decía, por no dejar, la tía Virginia -. Perfidious Albion.
– ¿Y los alemanes, abuelo?
– Bueno, nena. No hay gente más salvaje que los europeos. Tú vas a ver. Todos.
– Uber alles -canturreaba, prohibitivamente, Virginia.
No iba a ver nada. No iba a haber más que el cadáver de su hermano Santiago Díaz, fusilado sumariamente en noviembre de 1910 como conspirador contra el gobierno federal y coaligado con los complotistas veracruzanos, liberales, sindicalistas y maderistas como los hermanos Carmen y Aquiles Serdán que el mismo mes fueron fusilados en Puebla.
No se le ocurrió a don Fernando Díaz, velando el cadáver acribillado de su hijo en la sala encima del Banco, que esa serenidad del joven vestido de blanco, con el rostro más pálido que de costumbre, pero con las facciones intactas y el pecho perforado, iba a ser perturbada una vez más por la intervención de la policía.
– Éste es un recinto oficial.
– Es mi casa, señor. Es la casa de mi muerto. Exijo respeto.
– A los rebeldes se les vela en los panteones. ¡Ándele, fuera todos!
– ¿Quién me ayuda?
Fernando, Leticia, el negro Zampayita, las criadas indias, Laura con una flor clavada entre los senos nacientes, ellos cargaron la caja pero fue Laura la que dijo, papá, mamá, él amaba el malecón, amaba el mar, amaba Veracruz, ésta es su tumba, por favor, la niña se prendió a la falda de su madre, miró implorante a su padre y a los criados, y le hicieron caso, como si cada uno temiera que enterrado Santiago, lo sacasen un día para fusilarlo otra vez.
Con cuánta lentitud fue desapareciendo el blanco cuerpo del hermano blanco bajo la tumba del mar, el cadáver sujeto al le-
cho acolchonado de la muerte, la tapa del féretro abierta a propósito para que todos lo vieran desaparecer lentamente en esa noche sin olas, Santiago haciéndose cada vez más bello, más triste, más añorado, más doloroso a medida que se hundía dentro del féretro descubierto, con la cabeza a punto de ser coronada de algas y devorada por los tiburones junto con todos los poemas no escritos, el rostro protegido por la última voluntad del ajusticiado:
– A la cara no, por favor.
Sin más descendencia que el mar, Santiago se fue perdiendo en el mar como en un espejo que no lo desfiguraba, sólo lo iba alejando, poco a poco, misteriosamente, del espejo del aire en el que inscribió sus horas en la tierra. Santiago se iba separando del horizonte del mar, de la promesa de la juventud. Suspendido en el mar, les pidió a los que lo quisieron déjenme desaparecer haciéndome mar, no pude hacerme selva como te lo dije un día, Laura, sólo te mentí en una cosa, hermanita, sí tenía cosas que contar, si tenía cosas que decir, no iba a quedarme callado por temor a ser mediocre, porque te conocí a ti, Laura, y cada noche me acosté soñando, ¿a quién le contaré todo sino a Laura?, decidí en un sueño que iba a escribir para ti, niñita preciosa, aunque tú no te enteraras ni nos volviéramos a ver, todo sería para ti y tú lo sabrías a pesar de todo, tú recibirías mis palabras sabiendo que te pertenecían, tú serías mi única lectora, para ti ninguna palabra mía se perdería, ahora que me voy hundiendo en la eternidad del mar, expulso lo poco que me queda de aire en los pulmones, te regalo unas cuantas burbujas, mi amor, me despido de mí con dolor intolerable porque no sé a quién le voy a hablar de aquí en adelante, no sé…
Laura recordó que su hermano quería perderse para siempre en la selva, hacerse selva. Ella quiso entonces hacerse mar con él, pero sólo le vino a la cabeza describirle el lago donde ella creció, qué raro, Santiago, haber crecido junto a un lago y nunca haberlo visto en verdad, es cierto que es un lago muy grande, casi un mar chiquito, pero lo recuerdo a pedacitos, aquí se bañaban las tías antes de que llegara el cura Elzevir, aquí atracaban los pescadores, aquí descansaban los remos, pero el lago, Santiago, verlo como tú sabías ver el mar, eso no, voy a tener que imaginar el lugar donde crecí, hermani-to, tú me vas a obligar a imaginarlo, el lago y todo lo demás, en este minuto, lo estoy sabiendo, de ahora en adelante ya no voy a esperar que las cosas pasen, ni las voy a dejar pasar sin poner atención, tú me vas a obligar a imaginar la vida que tú ya no viviste pero te juro que
la vas a vivir a mi lado, en mí cabeza, en mis cuentos, en mis fantasías, no te dejaré escapar de mi vida, Santiago, tú eres lo más importante que me ha ocurrido nunca, voy a serte fiel imaginándote siempre, viviendo en tu nombre, haciendo lo que tú no hiciste, no sé cómo, mi lindo y joven y muerto Santiago, te soy sincera y no sé cómo, pero te juro que lo haré…
Fue lo último que pensó al darle la espalda al despojo bajo las olas y regresar a la casa de la calle junto a los portales, dispuesta a pesar de sus pensamientos a ser niña otra vez, acabar de ser niña, perder la madurez prematura que le dio, por un momento, Santiago. Pidió conservar los anteojos acribillados y lo imaginó sin lentes, esperando la descarga, guardándoselos en la bolsa de la camisa.
Al día siguiente, el negrito barría los corredores como si nada, cantando como siempre:
Se baila, tomando a la pareja, del talle si se deja, se deja, que sí se dejará…