– ¿Cómo, cómo?
– Como de juguete -continuaba doña Leticia-. Todas las casas son de un piso, parejitas, pero cada una tiene distinto color.
– Azul, rosa, verde, rojo, naranja, blanco, amarillo, violeta… -enumeraba la niña.
– Las paredes más lindas del mundo -concluía el papá, encendiendo un habano.
– Un pueblo de juguetería…
Ahora que tenían la casona en el puerto, venían a verlas las hermanas Kelsen y don Fernando las vacilaba, ¿no que se iban a casar apenas nos reuniéramos Leticia, Laurita y yo?
– Y entonces, ¿quién cuida a María de la O?
– Siempre tienen un pretexto -se reía don Fernando.
– Ésa es la pura verdad -le daba la razón María de la O-. Yo me quedaré a cuidar a mi padre. Hilda y Virginia pueden largarse y casarse cuando quieran.
– Yo no necesito marido -exclamaba riendo Virginia la escritora… Je suis la belle ténébreuse… no necesito que me admiren.
La risa de esta gracejada la interrumpía entonces la pianista Hilda, poniendo fin al tema con palabras que nadie entendía:
«Todo está escondido y nos acecha.»
Fernando miraba a Leticia, Leticia a Laura y la niña remedaba a la tía más blanca de todas moviendo las manos como si tocara el piano hasta que la tía Virginia le daba un coscorrón bien feo y Laurita se aguantaba la muina y las lágrimas.
La visita de las tías era ocasión para invitar a gente de la sociedad jarocha. Sucedió una vez que estando reunido un grupo entró tarde la tía María de la O y una señora le dijo.
– Muchacha, qué bueno que llegaste. Abanícame un rato, por favor. No seas floja, negrita, mira que hace calor…
Las risas se congregaron, María de la O no se movió, Laura se puso de pie, tomó a su tía morena del brazo y la condujo a un sillón.
– Siéntate aquí, tiíta, que yo abanicaré con mucho gusto primero a la señora y después a ti, mi amor.
Laura Díaz cree que algo cambió para siempre en su vida una noche en que la despertó el gemido ronco en la recámara de su
hermano Santiago, al lado de la suya. Se asustó pero no corrió de puntitas al pasillo y a la puerta del muchacho hasta que oyó por segunda vez el sofoco adolorido. Entonces entró sin tocar y el rostro de dolor de Santiago en la cama se juntó con un saludo increíble, único, en los ojos del muchacho, una gratitud por la presencia de la niña, aunque sus palabras la desmintieran, Laurita, no hagas ruido, regresa a tu cuarto, no vayas a despertar a la gente…
Tenía rasgada la camisa desde el hombro y con la mano derecha se apretaba el antebrazo izquierdo. ¿Podía la niña ayudarlo en algo?
– No. Sí. Vete a dormir y no le cuentes a nadie. Júralo. Yo me sé cuidar solo.
Laura hizo la señal de la cruz. Por primera vez, aunque no lo dijera, alguien la necesitaba, no era ella la que pedía algo, a ella se lo pedían, con palabras que eran «no» pero eran «sí, Laura, ayúdame…».
A partir de esa noche salieron a pasear por el malecón todos los sábados, agarrados de la mano, que Laura sentía rígida, tensa, mientras se cerraba la herida del brazo. Era el secreto de ambos y él sabía que contaba con ella y ella se sentía nueva, orgullosa porque Santiago lo sabía. Y sólo entonces, también, en ese contacto con su hermano, Laura sintió que pertenecía a Veracruz, que el mar y el cielo se reunían aquí en una sola rada vibrante, cielo y mar juntos y soplando fuerte para que detrás de Veracruz el llano vibrara también, luminoso y barrido, hasta perderse en la selva. A él sí le podía contar las historias de Catemaco. Él sí le creería que la mujer de piedra detenida en medio de la selva era una estatua, no un árbol.
– Cómo no. Es una figura de la cultura del Zapotal. ¿No lo sabía tu abuelo?
Laura negaba con la cabeza, no, el abuelo, después de todo, no lo sabía todo, y los tirabuzones de la niña se agitaron, oscuros y olorosos a jabón.
– Con razón dice mi papá «Santiago acaparó toda la inteligencia de la familia y a los demás nos dejó puras limosnas».
Santiago excusó su risa diciendo que Laura sabía más que él de árboles, de pájaros, de flores, de la naturaleza entera. De eso, él no sabía nada; sólo tenía el deseo de desaparecer un día de esa manera, haciéndose selva, convertido en uno de esos árboles que la niña conocía de memoria, el palo rojo y la araucaria, el trueno de flor simétrica, el laurel…
– No, ése es malo.
– Pero es bello.
– Destruye todo, se lo come todo…
– Y la ceiba.
– No, la ceiba tampoco. Las ramas se llenan de tordos y lo cagan todo.
Muerto de risa, Santiago dijo entonces la higuera, el lirio morado, el tulipán de Indias y ella sí, esas sí, esas sí, Santiago, riendo ya no como niña, se dijo sorprendida riendo como una mujer, como otra cosa que ya no era la nena Laurita de tirabuzones oscuros y olor a jabón. Con Santiago, sintió que hasta ahora había sido igual a Li Po, la muñeca china. Ahora todo iba a ser diferente.
– No, la ceiba no se puede abrazar. Le nacen puñales en el cuerpo.
Miró el brazo herido de su hermano pero no dijo nada.
Empezó a esperarla cada sábado, a la puerta de la casa que compartían, como si él viniera de otra parte y le trajera a ella un regalo, un ramito de flores, una concha para oír el rumor del océano, una estrella de mar, una tarjeta postal, un barquito de papel, mientras Leticia miraba inquieta desde la azotea donde tendía personalmente la ropa (igual que en Catemaco; le encantaba la frescura de las sábanas recién lavadas contra el cuerpo) viendo alejarse a la pareja, sin saber que su marido Fernando hacía lo mismo desde el balcón de la sala.
Lo que Laurita recibía en esos paseos era algo más que conchas de mar y flores y estrellas. Su medio hermano le hablaba como si ella tuviese otra edad, no sus indecisos doce años, sino veintiuno como él, o más. ¿Necesitaba desahogarse con alguien o de veras la tomaba en serio? ¿Creía, en todo caso, que ella podía entender todo lo que Santiago le contaba? Para Laura, la maravilla suficiente era que él la sacaba a pasear, le hacía llegar las cosas; no los regalitos sino las cosas que traía adentro, las cosas que le decía, lo que su compañía le entregaba.
Una tarde que él no se presentó a la cita, ella se quedó recargada contra la pared de la casa (que eran oficinas bancarias en la planta baja) y se sintió tan desprotegida en medio de la ciudad en siesta que estuvo a punto de regresar corriendo a su habitación y como eso le pareció una deserción, una cobardía (no sabía bien la palabra, sólo conocía, desde ahora, el sentimiento), pensó mejor que se perdía en la selva tropical, que allí podía esconderse y crecer sola, a su propio tiempo, sin este muchacho tan bello e inteligente que la llevaba con demasiada prisa a una edad que todavía no era la suya…
Caminó y encontró a Santiago recargado, a la vuelta de la esquina, contra otra pared. Se rieron. Se besaron. Se equivocaron. Se perdonaron.
– Estaba pensando que en el lago sería yo la que te llevaría a ver cosas.
– Sin ti, me perdería en la selva, Laura. Yo soy de aquí, de la ciudad, del puerto. La naturaleza me asusta.
Ella preguntó sin decir nada.
– Va a durar más que tú. O yo.
Caminaron hasta un punto de las dársenas donde él se detuvo muy concentrado, tanto que a ella le dio miedo verlo así como le había dado miedo oírlo decir que a veces le daban ganas de entrar a esa selva que tanto le gustaba a ella y perderse allí, no salir nunca y nunca más ver un rostro humano.
– ¿Qué esperan de mí, Laura?
– Todos dicen que eres harto inteligente, que escribes y hablas muy bonito. Nuestro padre te llama siempre una promesa.
– El viejo es un buen hombre. Pero sólo expresa buenos deseos. Un día te enseño lo que escribo.
– ¡Qué alboroto!
– No es genial. Es correcto. Es competente.
– ¿No basta eso que dices Santiago?
– No, no lo es. Imagínate, si hay algo que detesto es ser parte del rebaño. Nuestro padre es eso, perdona que te lo diga, un buen borrego de la grey profesional. Lo que no se puede ser es parte de un rebaño artístico, ser uno más en el arte, en la literatura… Eso me mataría, Laura, prefiero ser nadie que ser mediocre…
– No lo eres, Santiago, no digas esas cosas, tú eres el mejor, te lo juro…
– Y tú eres la más bonita, te lo digo yo.
– Ay Santiago, no trates siempre de ser el mejor de los primeros, ¿por qué no eres mejor el mejor de los segundos?
Él le pellizcaba la mejilla y reían otra vez, pero regresaban en silencio a la casa y los padres no se atrevían a decir nada porque Fernando, sería una maldad atribuir pecado donde no lo hay, como hacía el cura Elzevir en Catemaco, que nomás arruinaba a la gente con culpas imaginarias, porque Leticia, reconozco que desconozco a mi hijo, para mí ese muchacho es un misterio, pero tú a Laura sí te la sabes y confías en ella, ¿verdad?
La volvió a llevar a ese punto del muelle el siguiente sábado y le dijo mira los rieles, aquí mismo llegaron los furgones cargados de cadáveres, los obreros de Río Blanco asesinados por órdenes de don Porfirio por declarar la huelga y aguantarla con valentía, aquí los trajeron y los echaron al mar, el dictador ya sólo se sostiene con sangre, a los yaquis rebeldes los arrojó encadenados de un buque al mar en Sonora, a los mineros de Cananea los mandó fusilar, en un lugar llamado Valle Nacional tiene esclavizados a centenares de trabajadores, aquí mismo en la fortaleza de Ulúa están encarcelados los liberales, los partidarios de Madero y de los hermanos Flores Ma-gón, los anarcosindicalistas eran los parientes españoles de mi madre Elisa Obregón, la canaria, Laura, los revolucionarios. Laura, los revolucionarios, la gente que pide algo muy simple para México, democracia, elecciones, tierra, educación, trabajo, no reelección. Don Porfirio lleva treinta años en el poder.
– Perdóname. Ni a una niña de doce años le ahorro mis discursos.
Los revolucionarios. Esa palabra resonó en la cabeza de Laura Díaz esa noche y otra y más, nunca la había escuchado y cuando regresó de visita a los cafetales con su madre se lo preguntó al abuelo y la mirada anciana de Felipe Kelsen el antiguo socialista se nubló por un instante. ¿Qué es un revolucionario?
– Es una ilusión que se debe perder a los treinta años.
– Ay, Santiago apenas cumplió los veinte.
– Con razón. Dile a tu hermano que se apure.
Don Felipe jugaba ajedrez en el patio de la casa de campo con un inglés de sucios guantes blancos y la pregunta de la nieta le hizo perder un alfil y sufrir un enroque. No dijo más el viejo alemán. El inglés, en cambio, perseveró.