– Te recomiendo que siempre nombres a las personas.
– ¿Aunque no las conozca?
– Inventa. Las facciones o la ropa ya te dicen quién es una persona.
– ¿El Bizco, el Fachas, el Barrendero? -se rió Leticia y su marido la acompañó, con su peculiar regocijo silencioso.
El Guapo. Ese mote Laura lo escuchó desde niña aplicado al chinaco que le cortó los dedos a la abuelita Cósima y ahora deseaba confiárselo (quiero decirlo en secreto, pensaba) a su hermoso medio hermano, vestido a las doce del día, todo de blanco, con cuello alto y tieso y corbata de seda, saco y pantalón de lino y altos botines negros de complicados enlaces de agujetas. Sus facciones, más que regulares, eran de una simetría llamativa que a Laura le recordaban la de las hojas de la araucaria en la selva tropical. En él, todo era exacto a su pareja y si tuviese, al levantarse de la cama, sombra, ésta le acompañaría como un perfecto gemelo, nunca ausente, nunca reclinado, siempre al lado de Santiago.
Como para desmentir la perfección de un rostro exacto a su otra mitad, usaba unas gafas frágiles, de marco plateado apenas perceptible, que ahondaban su mirada cuando las usaba, pero no la extraviaban cuando se las quitaba. Por eso podía jugar con ellas, esconderlas un minuto en la bolsa del saco, usarlas como rehiletes al siguiente, tirarlas al aire y pescarlas con displicencia antes de regresarlas a la bolsa. Laura Díaz nunca había visto un ser así.
– Terminé la preparatoria. Mi padre me concedió un sabático.
– ¿Qué es eso?
– Un año de libertad para decidir seriamente mi vocación. Leo. Ya me ves.
– Pues no te veo mucho, Santiago. Siempre andas desaparecido.
El muchacho reía, se colocaba el bastón en el antebrazo y le mesaba el pelo a la hermanita furiosa por la condescendencia.
– Ya tengo doce años. Casi.
– Ojalá tuvieras quince, para raptarte -reía Santiago.
Don Fernando, desde la ventana de su despacho, veía pasar a su elegante y esbelto hijo, y a su vez temía que su mujer le reprochase, no tanto los doce años de separación y espera, no tanto la vida compartida de padre e hijo con exclusión de madre e hija… Éstas, después de todo, se habían acompañado felizmente, y la separación fue acordada y entendida como cimiento de valores permanentes, seguros, que le darían estabilidad, llegado el momento, a la vida en común.
Al contrario, don Fernando estaba convencido de que la prueba a la que se sujetaron no sólo no era excepcional en el tiempo que les tocó vivir, con sus noviazgos sempiternos, sino que le daría una especie de aureola retrospectiva (llamémosla más que prueba o sacrificio, anticipación, apuesta, felicidad sólo pospuesta) a su matrimonio.
Su temor era otro. Era Santiago mismo.
Su hijo era la prueba, a su vez, de que toda la voluntad for-mativa de un progenitor no basta para que el hijo se sujete al molde paterno. Femando se preguntaba, ¿de haberle dado plena libertad, se habría conformado más; lo hice diferente al proponerle mis propios valores?
La respuesta se detenía al filo de ese misterio que Fernando Díaz no sabía vadear: la personalidad ajena. ¿Quién era su hijo, qué quería, qué hacía, qué pensaba? El padre no tenía respuestas. Cuando Santiago le pidió, al terminar la preparatoria, el año sabático antes
de decidir la carrera universitaria, Fernando se lo concedió gustoso. Todo parecía coincidir en la ordenada mente del contador y gerente: la graduación del hijo y el arribo de la segunda mujer con la segunda hija. La ausencia «sabática» de Santiago (se dijo con cierta vergüenza Fernando) permitiría que el nuevo hogar se integrase sin accidentes.
– ¿Adonde vas a pasar el sabático?
– Aquí mismo en Veracruz, papá. Mira qué chistoso. Es lo que menos conozco, este puerto, mi propia ciudad. ¿Qué te parece?
Había sido tan estudioso, tan lector, tan fino escritor desde la adolescencia. Había publicado en revistas juveniles: poesía, crítica literaria y de arte… El poeta Salvador Díaz Mirón, que le dio clases, lo exaltaba como joven promesa. ¿Quién me aseguró -se dijo Fernando Díaz- que todo esto auguraba continuidad, reposo acaso, pero continuidad al cabo? ¿No aseguraba la regularidad, más bien, si no la rebeldía, sí la fatal excepción? Egresado de la Preparatoria, Fernando imaginó que su hijo, al pedirle el año de descanso, lo pasaría viajando -su padre había hecho los ahorros necesarios- y regresaría, purgada su curiosidad de hombre joven, a reanudar su carrera literaria, sus estudios universitarios, y a formar familia. Como en las novelas inglesas, habría hecho su grand tour.
– Me quedo aquí, papá, si no te importa.
– No, hijo, ésta es tu casa. No faltaba más.
No tenía nada que temer. La vida privada de Fernando Díaz era de una pulcritud ejemplar. De su pasado, era bien sabido que su primera mujer, Elisa Obregón, descendiente de inmigrantes canarios, había muerto en el parto de Santiago y que los primeros siete años de su vida, el ahora recién graduado poeta vivió acogido, casi, a la caridad de un cura jesuíta de la ciudad de Oriza-ba, mientras su padre don Fernando volvía a casarse, mantenía alejada a su nueva familia en Catemaco pero traía a Santiago a vivir con él en Veracruz.
Llamado a explicarse en alguna tertulia jarocha, el recto, decente aunque poco imaginativo hombre de números dijo que a veces era necesario aplazar la satisfacción mientras se cumplía con el deber, duplicando así, al cabo, aquélla.
Estas razones, que parecieron convencer a los contertulios, sólo provocaron la sorna del poeta Salvador Díaz Mirón, que entre ellos se encontraba:
– Sin sospecharlo, don Fernando, es usted más barroco que el mismísimo Góngora.
Pero así que don Fernando no penetraba el misterio ajeno, nadie penetraba -acaso porque no existía- el suyo. Salvo la perfecta casada, su segunda mujer Leticia que, simplemente, era igual a él. Sin embargo, sí era barroco el arreglo inicial de la nueva pareja. Durante once años, Leticia, acompañada por su media hermana María de la O, venía a visitar a Fernando a Veracruz una vez al mes y él tomaba un cuarto en el Hotel Diligencias para estar solos, mientras María de la O desaparecía discretamente y sólo la abuela sin dedos, doña Cósima Kelsen, sospechaba adónde iba. Cada tres meses, Fernando, a su vez, regresaba a Catemaco, saludaba al abuelo alemán y jugueteaba con la niña Laura.
En el puerto, padre e hijo ocupaban piezas contiguas en una pensión, Santiago en la recámara para que pudiera estudiar y escribir, Fernando en la sala, como de paso entre horarios de oficina. Cada cual su aguamanil y su espejo para el arreglo personal. El baño público estaba a dos cuadras. Una negra con pelo de nube se ocupaba de las bacinicas. Las comidas las hacían en pensión.
Ahora todo había cambiado. La residencia del gerente arriba del banco tenía todas las comodidades, una gran sala con vista a los muelles, sofá de mimbre para el fresco, mesas de barnizadas maderas con tapas de mármol, mecedoras, bibelots, lámparas eléctricas pero candelabros antiguos y cómodas cuyas vitrinas mostraban toda clase de figurines de Dresden, cortesanos en poses galantes, pas-torcillas soñadoras y un par de cuadros ejemplares. En el primero, un píllete molestaba con una vara a un perro dormido; en el segundo, el perro le muerde las pantorrillas al muchachillo que no alcanza a saltar la pared y se suelta llorando…
– Let sleeping dogs lie… -decía invariablemente el señor Díaz cuando miraba así fuese de reojo, los cuadros de género.
El comedor con mesa para doce invitados y otra vez las vitrinas, esta vez repletas de vajillas decoradas a mano con escenas de las guerras napoleónicas y ribeteadas, en ocasión, con relieves dorados en forma de guirnaldas.
El antecomedor o pantry, como lo llamaba Fernando, intermedio entre el comedor y la cocina olorosa a hierbas, guisados, y frutos del trópico desangrándose por la mitad. Cocina de braseros y comales, donde el fuego debajo de los sartenes y las ollas requería manos incansables en el manejo de los abanicos de petate para mantenerse vivo. Nada satisfacía más a doña Leticia que recorrer las hornillas de ladrillo y fierro, abanicando con de-
cisión los rescoldos de carbón que hacían burbujear mejor, atizados, los caldos, los arroces y los guisos, mientras las indias de la sierra de Zongolica echaban las tortillas y el negrito Zampaya regaba las macetas en los corredores, canturreando como un himno a sí mismo.
El baile del negro Zampayita es un baile que quita, que quita, que quita el hipo ya…
A veces, Laurita, con la cabeza sobre el regazo de su madre, oía deleitada, por enésima vez, la historia del encuentro de sus padres en las fiestas de la Candelaria en Tlacotalpan, un pueblecito de juguete donde cada dos de febrero, todos, hasta los viejecitos, salen a bailar al son del requinto y la jarana sobre los tablados de las plazas junto al río Papaloapan, por donde pasa la Virgen de barco en barco mientras los lugareños apuestan si la Madre de Dios, este año, tiene puesto el mismo pelo usado del año pasado, que pertenecía a Dulce María Estévez, o el que ahora regaló, con gran sacrificio de su parte, María Elena Muñoz, pues la Virgen requería cada año una nueva y fresca cabellera y era un gran honor para las señoritas decentes sacrificar su pelo y dárselo a Santa María.
Hay filas de hombres a caballo que se quitan el sombrero al paso de la Virgen, pero el viudo veracruzano don Fernando Díaz, a sus treinta y dos años, sólo tiene ojos para la alta, esbelta, finísima señorita Leticia Kelsen (pregunta y se lo cuentan) vestida toda de una tela blanca tiesa como un pergamino y descalza, a los diecisiete años, no porque no tuviera zapatos sino porque (como se lo dijo a Fernando cuando el viudo le ofreció el brazo para que no resbalara en el barro de la ribera) en Tlacotalpan el placer mayor es recorrer con los pies desnudos las calles de pasto, ¿él conocía otra ciudad con calles de pasto? No, rió Fernando, y se quitó él mismo, entre regocijos y asombros de los tlacotalpeños, los complicados botines de lazo y botonadura y unos calcetines a rayas rojas y blancas que mataron de la risa a la señorita Leticia.
– ¡Son como de payaso!
Él se ruborizó y se culpó a sí mismo de haber hecho algo tan fuera de sus hábitos regulares y mesurados. Ella lo amó allí mismo nomás porque se quitó los zapatos y se puso colorado como sus calcetines.
– ¿Qué más qué más? -decía Laurita que conocía de memoria la anécdota.
– Que ese pueblo no se puede describir, hay que verlo -añadía entonces su papá.