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Mira madre. Éste soy yo. No regreses más.

Laura imaginó que no tendría nunca otro rostro que darle a su hijo sino el que el hijo le daba ahora a ella: la frente ancha, los ojos ambarinos muy separados, no oscuros como en la realidad, la nariz recta y los labios delgados y desafiantes, el pelo lacio, revuelto, de un rico castaño lustroso y acascarado, la barbilla temblorosa; hasta en el autorretrato temblaba el mentón que quería dispararse fuera de la cara, valiente pero expuesto a todos los golpes del mundo. Era Santiago el Menor.

Tenía varios libros abiertos y parados alrededor. Van Gogh y Egon Schiele.

¿Dónde los conseguiste? ¿Quién te los dio?

La Librería Alemana aquí en la Colonia Hipódromo.

Laura iba a decir, de casta le viene al galgo, le salió lo alemán, pero él se le adelantó, no te preocupes, son judíos alemanes que se exiliaron en México.

Muy a tiempo.

Sí, mamá, muy a tiempo.

Describió las facciones de Santiago que el autorretrato le traducía y le facilitaba, pero no daba cuenta del espesor del trazo, de la luz sombría que le permitía al espectador asomarse a ese rostro trágico, predestinado, como si el joven artista hubiese descubierto

que un rostro revela la necesidad trágica de cada vida, pero también su posible libertad para sobreponerse a los fracasos. Laura miró ese retrato de su hijo por su hijo y pensó en la tragedia de Raquel Men-des-Alemán y en el drama de Jorge Maura con ella. ¿Había una diferencia entre la fatalidad sombría del destino de Raquel, compartido con todo el pueblo judío, y la respuesta dramática, honorable, pero al cabo dispensable del hidalgo español Jorge Maura que se fue a salvar a Raquel a La Habana, como antes quiso salvar a Pilar en España? Santiago con su autorretrato le daba a Laura una luz, una respuesta que ella quiso hacer suya de ella. Hay que darle tiempo a lo ocurrido. Hay que permitir que el dolor se vuelva, de alguna manera, conocimiento. ¿Por qué presagiaba estas ideas el autorretrato de su hijo?

Entonces él y ella eran iguales. Santiago la miró y aceptó normalmente que ella lo mirase a él desde el umbral de la recámara.

Ella no los separó. Eran distintos. Santiago lo asimilaba todo, Dantón rechazaba, eliminaba las cosas que se cruzaban en su camino o le estorbaban, podía reducir al ridículo en clase a un maestro pomposo o sacarle el mole en el recreo a un condiscípulo que le caía gordo. Y sin embargo, era Santiago quien resistía mejor los arreglos del mundo y Dantón, al cabo, quien los aceptaba después del desplante de un rechazo violento. Era Dantón el que protagonizaba las escenas de la independencia, el Grito de Dolores de la pubertad, ya estoy grande, es mi vida, no la de ustedes, regreso a la hora que quiera, yo mando en mi tiempo, y era el que regresaba borracho, era el de las trompadas y las gonorreas y la solicitud avergonzada de lana; era el más libre pero el más dependiente. Se revelaba para sucumbir con más facilidad.

Santiago, cuando estudiaba, obtuvo trabajo en la restauración de los frescos de José Clemente Orozco y luego Laura lo mandó con Frida y Diego a que asistiera al pintor en los murales que iniciaba en el Palacio Nacional. Le entregaba puntualmente el dinero a su madre, como un niño de Dickens explotado en una curtiduría. Ella reía y le prometía guardarlo sólo para él.

– Será nuestro secreto.

– Ojalá no sea el único -dijo Santiago besando impulsivamente a su madre.

– Tú lo quieres más porque te perdonó -dijo con insolencia Dantón y Laura le dio una bofetada irreprimible.

– Mejor me callo -dijo Dantón.

Laura Díaz había ocultado su pasión por Jorge Maura, su pasión con Jorge Maura, y ahora decidió no ocultar su pasión por y con Santiago su hijo, casi como una compensación inconsciente por el silencio que rodeó el amor con Maura. No iba a negar que prefería a Santiago por encima de Dantón. Sabía que eso no era conven-cionalmente aceptable. «O todos hijos o todos entenados». No le importaba. Cerca de él, mirándolo trabajar en casa, salir, regresar a tiempo, entregarle el dinero, contarle sus proyectos, se fue tejiendo una complicidad entre madre e hijo que tenía también el nombre de preferencia, que significa poner por delante, ese lugar comenzó a ocupar Santiago en la vida de Laura, el primer lugar. Era como si, desvanecido el amor de Jorge Maura que la reveló ante su propia mirada como Laura Díaz, mujer única, inconfundible, insustituible pero pasajera y al cabo mortal, pero mujer amada, mujer apasionada, mujer que lo dejaría todo por su amante, ahora toda la pasión se hubiera trasladado a Santiago, no la pasión de la madre hacia el hijo porque eso era sólo amor y hasta preferencia, sino la pasión del muchacho por la vida y la creación: esto es lo que Laura empezaba a hacer suyo de ella porque Santiago se lo entregaba independientemente de sí, libre de vanidad.

Santiago, su hijo, el segundo Santiago, era lo que hacía, amaba lo que hacía, entregaba lo que hacía, progresaba velozmente, asimilaba lo que veía sólo en reproducciones, libros y revistas, o estudiando los murales mexicanos. Descubre al otro que está en él. Su madre lo descubre al mismo tiempo. El muchacho temblaba de anticipación creativa apenas se acercaba a un papel en blanco primero, a un caballete más tarde, cuando Laura se lo regaló para sus diecinueve años.

Transmite su temblor. Emociona a la tela que hace suya como emociona a quien lo mira trabajar. Es un ser entregado.

Laura empezó a vivir demasiado del temblor artístico de su hijo. Viéndole trabajar y progresar, se dejó contagiar por la anticipación, porque ésta era como una fiebre que el muchacho traía adentro. Pero era un joven alegre. Le gustaba comer, pedía toda clase de antojitos mexicanos, invitaba a Laura a los banquetes yucatecos del Círculo del Sureste en las calles de Lucerna con las salsas de huevo y almendra del papadzul o el empalago del queso napolitano, la invitaba al patio del Bellinghausen en las calles de Londres durante la temporada de gusanos de maguey mojados en guacamole y los flanes de rompope, la invitaba al Danubio en las calles de

Uruguay a gustar de los callos de hacha con un toque de limoncito v otro de salsa de chile chipotle gruesa, aromática y más padre que todas las madres de todas las mostazas. Yo pago, mamá, yo disparo.

Los perseguía la mirada de rencor de Dantón, los perseguía el paso arrastrado de las chanclas de Juan Francisco, a ella la tenía sin cuidado, la vida con Santiago era la vida sin más para Laura Díaz este año de 1941 cuando recuperó su hogar pero prolongó, a veces con sentimientos de culpa, su amor por Maura en el amor por Santiago, dándose cuenta de que éste, Santiago Segundo, era también la continuación de su amor por el primer Santiago, como si no hubiera poder en el cielo o en la tierra que la obligase a una pausa, a una soledad, culpable o redentora, era lo de menos. El hiato entre el hermano, el amante y el hijo fue imperceptible. Duró el tiempo de un par de atardeceres en un balcón mirando el bosque vibrante y los volcanes apagados.

– Voy a La Habana a rescatar a Raquel Mendes-Alemán. El Prinz Eugen no ha sido admitido en los Estados Unidos y los cubanos hacen lo que manden los americanos. O por lo menos lo que se imaginan que desean los americanos. El barco va a zarpar de regreso a Alemania. Esta vez, nadie saldrá vivo. Hitler le puso, una vez más. una trampa a las democracias. Les dijo, cómo no, vean ustedes, allí les mando un barco cargado de judíos, denles asilo. Ahora dirá, ya ven, ni ustedes los quieren, yo mucho menos, todos a la cámara de gases y se acabó el problema. Laura, si llego a tiempo, salvaré a Raquel.

¿Nunca haremos las paces, Juan Francisco?

¿Qué más quieres de mí? Te he recibido en mi casa. Le he pedido a nuestros hijos que te respeten.

¿No te das cuenta de que alguien más vive en esta casa con nosotros?

No. ¿Quién es ese fantasma?

Dos fantasmas. Tú y yo. Antes.

Ya no se me ocurre nada. Estáte sosiega, mujer. ¿Cómo va tu trabajo?

Bien. Los Rivera no saben manejar papeles, necesitan quien les conteste cartas, archive documentos, revise contratos.

Ta'bien. Te felicito. ¿No te quita mucho tiempo?

Tres veces por semana. Quiero dedicarme mucho a la casa.

El «ta'bien» de su marido quería decir «ya era hora», pero Laura lo pasó por alto. A veces pensaba que casarse con él fue como

darle la otra mejilla al destino. Convirtió en realidad cotidiana lo que era y quizás siempre debió ser un enigma, una lejanía: la vida verdadera de Juan Francisco López Greene. No iba a preguntarle en voz alta lo que tantas veces se preguntó a sí misma. ¿Qué hizo su marido? ¿Dónde falló? ¿Fue heroico y se cansó de serlo?

– Más tarde entenderás -decía él.

– Más tarde entenderé -repetía ella, hasta convencerse de que la frase era suya.

Laura. Estoy cansado, recibo buenos emolumentos de la CTM y del Congreso de la Unión. No falta nada en la casa. Si quieres ocuparte de Diego y Frida, es tu asunto. ¿Quieres que además vuelva a ser el héroe de 1908, de 1917, de la Casa del Obrero Mundial y los Batallones Rojos? Te puedo hacer una lista de los héroes de la Revolución. A todos se nos ha hecho justicia, salvo a los muertos.

No, quiero saberlo. ¿Tú fuiste de veras un héroe?

Juan Francisco empezó a reír en grande, con flemas y rugidos.

No hubo héroes, y si los hubo, los mataron rapidito y les levantaron sus estatuas. Bien feas, además, para que no se anden creyendo. En este país hasta la gloria es pinche. Todas las estatuas son de cobre, apenas les rascas lo doradito. ¿Qué esperas de mí? ¿Por qué no respetas lo que fui y ya, carajo?

Estoy haciendo un esfuerzo por entenderte, Juan Francisco. Ya que no me dices de dónde provienes, dime al menos qué eres hoy.

Un vigilante. Un guardián del orden. Un administrador de la estabilidad. Ganamos la Revolución. Nos costó mucho tener paz y un proceso de sucesión en el poder sin asonadas militares, distribuyendo tierras, educación, caminos… ¿Te parece poco? ¿Quieres que me oponga a eso? ¿Quieres que acabe como todos los insatisfechos, Serrano y Arnulfo Gómez, Escobar y Saturnino Cedillo, el filósofo Vasconcelos? Ni a héroes llegaron. Se quedaron en puritito ardido. ¿Qué quieres de mí, Laura?

Es que busco una rendijita por dónde te pueda amar, Juan Francisco. Así de tonta.

Pues a buena coladera te arrimas. ¡Faltaba más!

Quiso explicarle a Santiago, mientras el muchacho pintaba, que le encantaba su ánimo artístico. Se lo dijo con las razones del padre muy frescas en su atención.

– Diego usa la palabra élan. Vivió mucho en Francia.

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