– Morones quiere que los sindicalistas apoyemos la reelección del general Obregón. Quiero discutirlo con ustedes -les dijo Juan Francisco a los dirigentes reunidos, una vez más, igual que todos
los meses de todos los años, en su casa, mientras Laura interrumpía su lectura en la salita de al lado.
– Morones es un oportunista. No piensa como nosotros. Detesta a los anarcosindicalistas. Adora a los corporativistas que nomás le engordan el caldo al gobierno. Si lo apoyamos, acaba con nuestra independencia. Nos convierte en borregos o nos lleva al matadero, que para el caso da igual.
– Tiene razón Palomo, ¿qué vamos a ser, Juan Francisco, sindicatos independientes y luchadores, o sectores corporativos del obrerismo oficial? Ustedes díganme -dijo otra de esas voces sin facciones que Laura se esforzaba por identificar, a la entrada, a la salida, con los rostros que desfilaban por el saloncito, sin lograr asociar el rostro a la voz.
– Carajo, Juan Francisco, y con perdón de la señora en la sala, somos los herederos del grupo anarquista Luz, de la Tribuna Roja, de la Casa del Obrero Mundial, de los Batallones Rojos de la Revolución. ¿Vamos a acabar de lacayos de un gobierno que se sirve de nosotros para darse aires de muy revolucionario? Revolucionario chiles, digo yo.
– ¿Qué nos interesa más? -Laura escuchó la voz de su marido-. ¿Lograr lo que queremos, una vida mejor para los trabajadores, o gastarnos luchando contra el gobierno, quemando la pólvora en infiernitos y dejando que sean otros los que hagan realidad las promesas que la Revolución le hizo a los trabajadores? ¿Vamos a perder la oportunidad?
– Vamos a perder hasta los calzones.
– ¿Alguien aquí cree en el alma?
– Una revolución se legitima por sí sola y engendra derechos, camaradas -resumió Juan Francisco-. Obregón tiene el apoyo de los que hicieron la Revolución. Ahora hasta las gentes de Zapata y Villa lo apoyan. Ha sabido ganarse todas las voluntades. ¿Vamos a ser nosotros la excepción?
– Yo digo que sí, Juan Francisco, El movimiento obrero nació para ser la excepción. Chin, no nos quites el gusto de ser siempre los aguafiestas del gobierno, me lleva…
Toda su vida de joven casada escuchando la misma discusión: era como ir a la iglesia todos los domingos a oír el mismo sermón. La costumbre, pensó Laura una vez, tiene que tener sentido, debe convertirse en rito. Repasó los momentos rituales en su propia vida, el nacimiento, la infancia, la pubertad, el matrimonio, la muerte.
Tenía treinta años y ya los había conocido todos. Era un conocimiento persona], un saber que tocaba a su familia. Se convirtió en un conocimiento colectivo, como si el país entero no pudiese divorciarse de su novia la muerte, el día de julio en que Juan Francisco regresó inopinadamente a la casa hacia las seis de la tarde; descompuesto, y declaró:
– Han asesinado al presidente electo Obregón en un banquete.
– ¿Quién?
– Un católico.
– ¿Lo mataron?
– ¿A Obregón? Ya te lo dije.
– No, al que lo mató.
– No, está preso. Se llama Toral. Es un fanático.
De todas las coincidencias de su vida hasta entonces, ninguna alarmó tanto a Laura como el rumor, una tarde, de nudillos tocando suavemente a la puerta de la casa. María de la O había sacado al parque a los niños; Juan Francisco regresaba cada vez más tarde del trabajo. Las discusiones habituales en el comedor habían cedido el lugar a la necesidad de actuar, Obregón estaba muerto, entre él y Calles se repartían el poder, ahora sólo quedaba un hombre fuerte: ¿era Calles el asesino de Obregón?, ¿era México una cadena sin fin de sacrificios, uno engendrando al siguiente y éste seguro de su eventual destino: ser lo mismo que lo originó, la muerte para llegar al poder, la muerte para dejarlo?
– Ya ves, Juan Francisco, Morones y la CROM están felices con la muerte de Obregón. Morones quería ser candidato a la presidencia…
– Ese gordo necesita una silla doble ancho…
– No hagas bromas, Palomo. La no reelección era el principio sagrado…
– Cállate, Pánfilo. No uses palabras religiosas, me cae…
– Te digo que seas serio. El principio intocable, si prefieres, de la Revolución. Calles traicionó las aspiraciones presidenciales de Morones para beneficiar a su compadre Obregón. ¿Quiénes salen ganando con el crimen? Hazte siempre esa pregunta obvia. ¿Quién sale ganando?
– Calles y Morones. ¿Y quiénes son los chivos expiatorios? Los católicos.
– Tú siempre has sido anticlerical, Palomo. Les reprochas a los campesinos su catolicismo.
– Por eso mismo te digo que no hay mejor manera de fortalecer a la Iglesia que persiguiéndola. Es lo que me temo ahora.
– ¿Por qué la persigue Calles entonces? El Turco no es ningún pendejo.
– Para taparle el ojo al macho, José Miguel. De alguna manera tiene que demostrar que es «revolucionario».
– Ya no entiendo nada.
– Entiende una cosa. En México hasta los tullidos son alambristas.
– Y tú no te olvides de otra cosa. La política es el arte de tragar sapos sin hacer gestos.
Era blanca como una luna y por eso resaltaban más sus cejas tan negras, pobladas y sin cesura que recorrían el ceño y sombreaban aún más las ojeras que a su vez eran como la sombra de los ojos inmensos, negros como dicen que es el pecado, aunque los de esta mujer nadaban en un lago de presentimientos. De negro venía vestida, con faldas largas y zapatos sin tacón, la blusa abotonada hasta el cuello y un chal negro también que le cubría nerviosamente la espalda, ceñido pero mal colocado, resbalándole hasta la cintura, cosa que la ruborizaba como si eso le diese aire de bataclana, obligándola a ajusfarlo de nuevo sobre los hombros, nunca sobre la cabeza de cabellera estrictamente dividida por la raya mediana y reunida en chongo sobre la nuca de pelos largos, sueltos como si una parte secreta se rebelara contra la disciplina del atuendo. Los cabellos sueltos eran un poco menos negros que el apretado peinado de la mujer pálida y nerviosa, como si anunciasen algo, antenas de alguna noticia indeseada.
– Perdón, me dijeron que aquí solicitaban sirvienta.
– No, señorita, aquí no explotamos a nadie -sonrió, con su cada vez más irreprimible ironía, Laura: ¿era la ironía su única defensa posible contra el hábito, ni degradante ni exaltante, sólo llano y sin relieve, nada más, pero largo como el horizonte de sus años?
– Yo sé que usted necesita ayuda, señora…
– Mire, le acabó de decir…
No dijo más porque la mujer blanca y ojerosa vestida de negro entró a la fuerza al garaje de Laura, le imploró silencio con la mirada y las manos unidas y se abrazó de manera alarmante a Laura, cerrando los ojos como ante una catástrofe física, mientras por la banqueta pasaban corriendo, quebrando el pavimento con la fuerza
de sus botas, unos soldados metálicos, que sonaban a fierro y marchaban sobre calles de fierro en una ciudad sin almas. La mujer tembló en brazos de Laura.
– Por favor, señora…
Laura la miró a los ojos.
– ¿Cómo te llamas?
– Carmela.
– Pues no veo la razón de que toda una partida de soldados anden cazando por la calle a una sirvienta llamada Carmela.
– Señora, yo…
– Tú no digas nada, Carmela. Ven. Al fondo del patio hay un cuarto de criadas desocupado. Vamos a arreglarlo. Hay muchos periódicas viejos allí. Ponlos junto al boiler. ¿Sabes cocinar?
– Sé hacer hostias, señora.
– Yo te enseño. ¿De dónde eres?
– De Guadalajara.
– Di que tus padres son veracruzanos.
– Ya se murieron.
– Bueno, di que fueron veracruzanos entonces. Necesito temas para protegerte, Carmela. Cosas de qué hablar. Tú sigúeme la corriente.
– Dios se lo pague, señora.
Juan Francisco se mostró extremadamente dócil a la presencia de Carmela. Laura no tuvo que darle explicaciones. Él mismo se llamó irreflexivo, poco alerta a las necesidades de la casa, a la fatiga de Laura, a su interés por los libros y la pintura. Los niños crecían y necesitaban que su madre los educara. María de la O se volvía vieja y cansada.
– ¿Por qué no se van a Xalapa a descansar? Carmela me puede atender aquí en la casa.
Laura Díaz miraba hacia el altillo de su antigua casa en Xa-lapa, visible desde la azotea de la pensión donde vivían y trabajaban su madre Leticia y sus tías Hilda y Virginia. La gran edad ya no avanzaba hacia las hermanas Kelsen; las había atrapado, eran ellas las que dejaban atrás al tiempo mismo.
Las amaba, Laura se dio cuenta en la salita estrecha donde Leticia había reunido, de manera menos elegante, sus muebles personales, el ajuar de mimbre, la consola de mármol, los cuadros del píllete y el perro. A Hilda le colgaba una gran papada color de rosa adornada por pelos blancos, pero sus ojos eran siempre muy azules
a pesar de los espejuelos gruesos que resbalaban de vez en cuando por la nariz recta.
– Me estoy quedando ciega, Laurita. Es una bendición para no ver mis manos, mira mis manos, parecen nudos de esos que hacían los marineros en el muelle, parecen raíces de árbol seco. ¿Cómo voy a tocar el piano así? Menos mal que tu tía Virginia me lee en voz alta.
Ella, Virginia, mantenía los ojos negros muy abiertos, casi como espantados, y sus manos posadas sobre una encuadernación de cabritillo como sobre la piel de un ser amado. Tamborileaba al ritmo del parpadeo de los ojos muy negros y alertas. ¿Esperaba la llegada de algo inminente o la entrada de un ser inesperado pero providencial? ¿Dios, un cartero, un amante, un editor? Todas estas posibilidades pasaban al mismo tiempo por la mirada demasiado viva de la tía Virginia.
– ¿Nunca le hablaste al ministro Vasconcelos de publicar mi libro de versos?
– Tía Virginia, Vasconcelos ya no es ministro. Está en la oposición al gobierno de Calles. Además, yo nunca lo conocí.
– No sé nada de política. ¿Por qué no nos gobiernan los poetas?
– Porque no saben tragar sapos sin hacer gestos -rió Laura.
– ¿Qué? ¿Qué dices? ¿Estás loca o qué? Nett affe!
Aunque las tres hermanas habían tomado la decisión de administrar la casa de huéspedes, en realidad sólo Leticia trabajaba. Enteca, nerviosa, alta, con la espalda muy derecha y el pelo entrecano, mujer de pocas palabras pero de fidelidades elocuentes, ella tenía listas las comidas, limpios los cuartos, regadas las plantas, con la ayuda activa del negro Zampayita que seguía alegrando la casa con sus bailes y canciones salidas de quién sabe dónde,