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Cuando regresó la tiíta María de la O le dijo que Dios sabía lo que hacía, Fernando Díaz quería morirse para no estorbar, ella lo supo porque la mirada entre los dos era directa e inteligente,

cómo no iba a serlo con el hombre que salvó a la madre de María de la O, la apoyó y le dio una ancianidad digna.

– ¿Vive tu madre?

La tía se turbaba, negaba con la cabeza, decía no sé, no sé, pero una mañana que Laura se quedó en casa a hacer las camas y la tiíta sacó a los bebés a dar la vuelta en el cochecito, encontró debajo de la almohada el viejo daguerrotipo de una negra garrida y esbelta, descotada y con lumbre en los labios, desafío en la mirada, una cintura de avispa y dos senos como melones duros. La escondió rápidamente cuando oyó a María de la O de regreso, cansada a las tres cuadras, tambaleándose sobre los tobillos hinchados.

– Uf, es la altura de esta ciudad, Laurita.

La altura y su aire sofocado. La lluvia y su aire refrescante. Era como el latido del corazón de México, sol y lluvia, lluvia y sol, sístole y diástole, todos los días. Menos mal que las noches eran lluviosas y las mañanas claras. Los fines de semana, Xavier Icaza los visitaba y les enseñaba a manejar el Ford que la CROM le regaló a Juan Francisco.

Laura resultó más diestra que su marido grandulón y torpe, que casi no cabía en el asiento y no tenía dónde poner las rodillas. Ella, en cambio, descubrió un talento instintivo para conducir y ahora podía llevar a los niños de excursión a Xochimilco a ver los canales, a Tenayuca a ver la pirámide y pasearse entre los establos de Milpa Alta y oler ese aroma único de ubre y paja y lomo mojado y beber leche tibia recién ordeñada.

Un día, guareciéndose del aguacero a la salida del Palacio donde Rivera la readmitió apenas dejó atrás el luto, Laura tomó el automóvil estacionado en la calle de La Moneda y manejó por la recién rebautizada Avenida Madero, que antes era la calle de Plateros, admirando las casonas coloniales de tezontles ardientes y marmolería mate y luego por la Alameda hasta el Paseo de la Reforma donde la arquitectura se volvía afrancesada, con bellas residencias de jardines formales y altas mansardas.

Se asentó en ella un sentimiento de comodidad, su vida de casada era cómoda, era satisfactoria, tenía dos lindos hijos y un marido fuera de lo común, difícil a ratos porque era un hombre recto y de carácter, un hombre que no transigía, pero amante siempre, preocupado, embargado por su trabajo, pero que a ella no le creaba problemas. Al girar a la izquierda de la glorieta de Niza para dirigirse a la Avenida de los Insurgentes y su casa de la Avenida Sonora, le

incomodó su comodidad. Todo era demasiado tranquilo, demasiado bueno, algo tenía que ocurrir…

– Crees en los presentimientos, tiíta.

– Anda, creo en los sentimientos y tus tías me los hacen conocer en carta tras carta, Hilda y Virginia y tu madre allí juntas, atareadas con sus huéspedes, se sientan a escribir cartas y se vuelven distintas. Creo que no se dan cuenta de lo que me dicen y eso hasta me ofende, me escriben como si yo no fuera yo, como si escribiéndome se hablaran a sí mismas, chula, yo soy el pretexto, Hilda ya no puede tocar el piano por su artritis y entonces me cuenta cómo le pasa la música por la cabeza, toma, lee, qué bueno es Dios, o qué malo, no sé, que me permite recordar nota tras nota de los Nocturnos de Chopin en la cabeza, con toda exactitud, pero no me deja escuchar la música fuera de la cabeza, ¿has oído esa novedad de la Vic-trola?, Chopin rechina en esos discos o como se llamen, pero en mi cabeza su música es cristalina y triste, como si la pureza del sonido dependiese de la melancolía del alma, ¿no lo oyes, hermana, no me oyes? Si supiera que alguien oye a Chopin en su cabeza con la claridad con que yo lo oigo en la mía, sería feliz, María de la O, compartiría lo que más amo, no lo gozo igual yo solita, quisiera compartir mi alegría musical con otro, con otros, y ya no puedo, mi destino no fue el que yo quise aunque quizás sí es el que, sin quererlo, imaginé, ¿me escuchas, hermana?, sólo una oración humilde, un ruego impotente como el de Chopin que según dicen imaginó su último nocturno cuando una tormenta lo obligó a entrar a una iglesia, ¿entiendes mi súplica, hermana? y Virginia no me lo dice pero no se resigna a morir sin haber publicado nada, Laura, ¿tu marido no podría pedirle al ministro Vasconcelos que le publique sus poemas a tu tía Virginia?, ¿ha visto qué bonitos esos libros de tapas verdes que hizo en la Universidad?, ¿crees?, porque aunque Virginia no me hable nunca de estas cosas por puritito orgullo, lo que me escribe Hilda es lo mismo que siente Virginia, sólo que la poetisa no tiene palabras y la pianista sí porque como dice Hilda mi música son mis palabras y como le contesta Virginia mis palabras son mi silencio… Sólo tu mamá Leticia nunca se queja de nada, pero tampoco se alegra de nada.

Se sintió insuficiente. Iba a pedirle a Juan Francisco que la dejara trabajar en lo mismo que él hacía, junto a él, ayudándolo, por lo menos la mitad del día los dos juntos trabajando unidos, organizando a los trabajadores y él dijo está bien pero primero acompáñame unos días a ver si te gusta.

Fueron sólo cuarenta y ocho horas juntos. La ciudad antigua era un tumulto de quehaceres, zapateros remendones, herreros, tenderos, carpinteros, alfareros, baldados de la guerra revolucionaria, viejas soldaderas sin hombre vendiendo tamales y champurrado en las esquinas, murmurando corridos y nombres de batallas perdidas, la ciudad virreinal con pulso proletario, los palacios convertidos en casas de vecindad, los portones atrincherados con dulcerías y expendios de billetes, misceláneas y talabarterías, los mesones antiguos transformados en casas de asistencia donde dormían vagos y maleantes, mendigos sin hogar, ancianos desorientados, en medio de un olor colectivo repugnante, anterior al perfume de las calles de putas, reclinadas sobre el medio zaguán abierto a la invitación y a la instigación, un perfume de puta que era igual al perfume de las funerarias, gardenia y glande, tumefactos ambos, las pulquerías hediondas a vómito y meados de perro callejero, las infanterías de bestias sueltas, sarnosas, hurgando entre los basureros cada vez más extendidos, más grises y purulentos como un gran pulmón canceroso que le iba a cortar la respiración a la ciudad cualquiera de estos días. La basura había desbordado a los pocos canales que quedaron de la ciudad india, la ciudad asesinada. Dijeron que los iban a drenar y taparlos con asfalto.

– ¿Por dónde quieres empezar, Laura?

– Tú me dirás, Juan Francisco.

– ¿Te lo digo? Por tu casa. Lleva bien tu casa, muchacha, y vas a contribuir más que si vienes a estos barrios a organizar y salvar gentes que además ni te lo van a agradecer. Déjame el trabajo a mí. Esto no es para ti.

Tenía razón. Pero esa noche, de regreso en su casa, Laura Díaz se sintió apasionada, sin entender muy bien por qué, como si el descenso a una ciudad suya y ajena le hubiese dado ímpetu a la pasión con la que, en su infancia, amó y descubrió la selva y sus gigantas de piedra cubiertas de lianas y joyas, los árboles y sus dioses ocultos entre laureles, y en Veracruz, la pasión compartida con Santiago y acrecentada a lo largo de los años y a pesar de la muerte, y en Xalapa la pasión rechazada del cuerpo lánguido de Orlando, la pasión abrazada tenazmente al cuerpo vencido del padre. Y ahora Juan Francisco, la ciudad de México, la casa, los niños y una súplica aplastada por su marido como quien mata a una mosca: déjame apasionarme contigo y lo que tú haces, Juan Francisco.

– Puede que tenga razón. No me entendió. Pero entonces tiene que darle algo más a lo que se mueve en mi alma. Quiero todo

lo que tengo, no lo cambiaría por nada. Quiero algo más también. ¿Qué es?

Él le pedía muda obediencia a un alma apasionada.

– ¿Dónde está el coche, Juan Francisco?

– Lo devolví. No me mires con esa cara. Me lo pidieron los camaradas. No quieren que acepte nada del sindicato oficial. Lo llaman corrupción.

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