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Trópico, ¿por qué me diste las manos Llenas de color?

Además, Laura sabía que a Juan Francisco le gustaba tenerla cerca, para servir a los amigos si la reunión se prolongaba, pero más que nada para que ella fuese testigo de lo que él les decía a sus compañeros mientras la tía cuidaba a los niños. Le costaba darle rostro a las voces que llegaban del comedor, porque una vez fuera de allí, éstos eran hombres silenciosos, distantes, como si hubiesen surgido muy recientemente de lugares oscuros y hasta invisibles. Algunos usaban saco y corbata, pero los había de camisa sin cuello y gorra de lana, y hasta uno que otro de overol azul y camisa rayada y enrollada hasta los codos.

Esta tarde llovía y los hombres fueron llegando mojados, algunos con gabardina, la mayoría desprotegidos. En México casi nadie usaba paraguas. Y eso que la lluvia era puntual y poderosa, abriéndose en cascadas hacia las dos de la tarde y continuando a ritmos alternos hasta la madrugada del día siguiente. Luego regresaba el sol mañanero. Los hombres olían fuerte a ropa mojada, a zapato embarrado, a calcetín húmedo.

Laura los veía desfilar en silencio al llegar y al salir. Los que usaban gorro se lo quitaban al verla pero se lo volvían a poner enseguida. Los que usaban sombrero lo dejaban a la entrada. Otros no sabían qué hacer con las manos cuando la veían. En el comedor, en cambio, eran elocuentes y Laura, invisible para ellos pero atenta a cuanto decían, creía escuchar voces mucho tiempo soterradas, dueñas de una elocuencia que había estado enmudecida durante siglos enteros. Habían luchado contra la dictadura de don Porfirio -era el resumen de lo que Laura escuchaba-, habían militado, los más viejos, en el grupo anarcosindicalista Luz, luego en la Casa del Obrero Mundial fundada por el profesor anarquista Moncaleano y por fin en el Partido Laborista cuando la Casa fue disuelta por Carranza una vez que triunfó la Revolución y el viejo ingrato se olvidó de todo lo que debía a sus Batallones Rojos y a la Casa del Obrero. Pero Obregón (¿mandó matar a Carranza?) les ofreció a los trabajadores un nuevo partido, el Laborista, y una nueva central obrera, la CROM, para que continuaran sus luchas por la justicia.

– ¿Otra vez atole con el dedo? Dense cuenta, compañeros, los gobiernos, todititos ellos, no han hecho más que engañarnos. Madero, dizque el apóstol de la Revolución, nos echó encima a sus «cosacos».

– ¿Qué esperabas, Dionisio? El chaparrito no era un revolucionario. Nomás era un demócrata. Pero le debemos un gran favor, ahí donde ves. Madero creyó que iba a haber democracia en México sin revolución, sin cambios de a de veras. Su ingenuidad le costó la vida. Se lo cargaron los militares, los latifundistas, toda la gente que él no se atrevió a tocar porque bastaba con tener leyes democráticas. Asegún.

– Pero Huerta el asesino de Madero sí nos tomó en cuenta. ¿Tú has visto una manifestación más grande que la del primero de mayo de 1913? La jornada de ocho horas, la semana de seis días, todo lo aceptó el general Huerta.

– Puro atole con el dedo. Apenas empezamos a hablar de democracia, Huerta mandó incendiar nuestra sede, nos arrestó y deportó, no lo olvides. Es una lección. Una dictadura puede darnos garantías de trabajo, pero no libertad política. Cómo no íbamos a recibir como un salvador al general Obregón cuando tomó la ciudad de México en 1915 y se soltó hablando de revolución proletaria, de someter a los capitalistas, de…

– Tú estabas allí, Palomo, tú recuerdas cómo llegó Obregón a nuestro mitin y nos abrazó a uno por uno, cuando todavía tenía

dos brazos, y a cada uno nos dijo tienes razón compadre, nos dijo lo que queríamos oír…

– Puro atole con el dedo, José Miguel. Lo que quería Obregón era usarnos como aliados contra los campesinos, contra Villa y Zapata. Y lo logró, nos convenció de que los campesinos eran reaccionarios, clericales, traían a la Virgen en los sombreros, qué sé yo, eran el pasado…

– Puro atole con el dedo, Pánfilo. Carranza era un hacendado que odiaba a los campesinos. Con razón Zapata y Villa empezaron a distribuir tierras sin pedirle permiso al viejo barbas de chivo.

– Pero ahora ganó Obregón, él siempre nos defendió, aunque fuera para ganar apoyos contra Zapata y Villa. Dense cuenta, ca-maradas. Obregón le ganó la batalla a todos…

– Mató a todos, dirás.

– Ya estaría. La política es así.

– ¿Tiene que ser así? Vamos a cambiarla, Dionisio.

– Ganó Obregón, ésa es la realidad. Ganó y se va a quedar. México está en paz.

– Cuéntaselo a los generales levantiscos. Todos quieren parte del gobierno, el poder todavía no acaba de repartirse, Palomo, nos falta ver unas cuantas maravillas, a ver a cómo nos toca.

– Puro atole con el dedo, eso nos toca. Atole. Babas de perico.

– Camaradas -puso fin a la discusión Juan Francisco-. A nosotros lo que nos importa son cosas muy concretas, la huelga, los salarios, la jornada de trabajo y luego otras conquistas por lograr, como son las vacaciones pagadas, la maternidad compensada, la seguridad social. Eso es lo que nos importa obtener. No lo pierdan de vista, camaradas. No se extravíen en los vericuetos de la política.

Laura dejó de tejer, cerró los ojos y trató de imaginar a su marido en el comedor de al lado, de pie, cerrando el debate, diciendo la verdad, pero la verdad inteligente, la verdad posible: había que colaborar con Obregón, con la CROM y con su líder nacional, Luis Napoleón Morones. Arreció la lluvia y Laura aguzó el oído. Los compañeros de Juan Francisco usaron las escupideras de cobre que eran parte indispensable de un hogar bien instalado, de lugares públicos y, sobre todo, de salones donde se reunían hombres.

– ¿Por qué las mujeres no escupimos?

Luego desfilaban fuera del comedor y saludaban a Laura sin decir palabra y ella trataba en vano de atribuir las razones que

había escuchado a las caras que veía pasar, los ojos enterrados de éste (¿Pánfilo?), la nariz estrecha como la entrada a las puertas del cielo de aquél (¿José Miguel?), la mirada solar de uno (¿Dionisio?), el andar a ciegas de otro (¿Palomo?), el conjunto y sus detalles, el renguear disimulado, las ganas de llorar a algún ser amado, la saliva salada, el pasado catarro, el paso antiguo de horas recordadas porque nunca tuvieron lugar, la juventud queriendo ser más de una sola vez, las miradas hipotecadas con sangre, los amores pospuestos, el puñado de muertos, las generaciones ansiadas, la desesperanza sin poder, la vida exaltada sin necesidad de alegría, el desfile de las promesas, las migajas sobre las camisas, el hilo de pelo blanco sobre la solapa, la cornisa del desayuno de huevos rancheros en los labios, la premura por regresar a lo abandonado, la morosidad para evitar el retorno, todo esto vio Laura en el paso de los camaradas de su marido.

Nadie sonreía y esto la alarmó. ¿No tendría razón Juan Francisco? ¿Era ella la que no entendía nada? Quería darles palabras a los rostros que se iban yendo de su casa, despidiéndose sin decir palabra, se sintió inquieta, llegó a sentirse culpable de buscar razones donde quizás sólo había sueños y deseos.

Le caía bien el presidente Obregón. Era astuto, inteligente y aunque ya no se veía tan guapo como en las fotos de las batallas, tan rubio, joven y esbelto como cuando combatía con los dos brazos, ahora, manco y encanecido, había ganado peso como si le faltara ejercicio o la banda presidencial no supliese del todo la mano perdida. Pero mientras recorría los parques de mañana, antes de los aguaceros, con los niños en el carrito, Laura sentía que algo nuevo ocurría, un filósofo exaltado y brillante era el primer ministro de educación del gobierno revolucionario y le había entregado los muros de los edificios públicos a los pintores para que hicieran con ellos lo que se les antojara, ataques al clero, a la burguesía, a la Santísima Trinidad o, peor tantito, al propio gobierno que les pagaba el trabajo. ¡Había libertad!, exclamaba Laura, aprovechando la presencia de la tiíta encargada de los niños para excursionar a la Preparatoria donde Orozco pintaba y al Palacio Nacional donde pintaba Rivera.

Orozco era manco igual que Obregón, era cegatón y triste. Laura lo admiraba porque pintaba los muros de la Prepa como si fuera otro, con una mano vigorosa y la mirada puesta sin pestañear en el sol: pintaba con lo que le faltaba. La mirada sin nubes, otro Orozco habitando el cuerpo de este Orozco, guiándolo, iluminándolo, desafiando a Laura Díaz: imagínate cómo ha de ser el genio

ígneo y fugaz que maneja el cuerpo del pintor, comunicándole un fuego invisible al artista tullido, cegatón, de labio severo y entrecejo agrio.

En cambio, apenas se sentó Laura con su nuevo traje de escote bordado de pedrería y falda corta en la escalera del Palacio Nacional a ver pintar a Diego Rivera, el artista se distrajo, y la miró a ella con tal intensidad que la ruborizó.

– Tienes cara de muchacho o de madona. No sé. Tú escoge. ¿Quién eres? -le preguntó Rivera en un descanso.

– Soy muchacha -sonrió Laura-. Y tengo dos hijos.

– Yo tengo dos hijas. Vámolos casando a los cuatro para que ya libres de mocosos yo te pinte ni como mujer ni como hombre, sino como hermafrodita. ¿Sabes la ventaja? Te puedes amar a ti mismo, misma.

Era lo contrario de Orozco. Era un sapo inmenso, gordo, alto, con ojos saltones y adormilados y cuando ella se presentó otro día toda vestida de negro con una banda negra amarrada a la cabeza por la muerte de su padre Fernando Díaz en Xalapa, un ayudante del pintor le pidió que se retirara: el maestro tenía miedo a la jetta-tura y no podía pintar con las manos haciendo cuernitos para exorcizar la mala suerte…

– Ah, porque ando de luto. Cómo será usted supersticioso, maestro rojo, que le asusta una mujer negra.

No tuvo tiempo de llegar a Xalapa para el entierro. Su madre Leticia, la Mutti, le mandó un telegrama. Tienes tus obligaciones, Laura, un marido y dos hijos. No hagas el viaje. ¿Por qué no añadió algo más, tu padre pensó en ti antes de morir, pronunció tu nombre, volvió a hablar por última vez sólo para decir Laura, Dios le dio ese don al final, volvió a decir?

– Era un hombre decente, Laura -le dijo Juan Francisco-. Tú sabes cómo nos ayudó.

– Lo hizo por Santiago -le contestó Laura con el telegrama en una mano y con la otra apartando la cortina para mirar a lo largo de la lluvia casi negra de las seis de la tarde como si la mirada pudiese llegar hasta un cementerio de Xalapa. Las cimas de los dos volcanes del valle sobrenadaban a la tormenta con sus coronas blancas.

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