Soy tu compañera, le dijo de lejos Laura a Santiago, ya no soy la mujer que fui, ahora soy tuya, esta noche te entiendo, entiendo a mi amor Jorge Maura y al Dios que él adora y por el que lame con la lengua los pisos de un monasterio en Lanzarote, yo le digo, Dios mío, quítame todo lo que he sido, dame enfermedad, dame muerte, dame fiebre, chancros, cáncer, tisis, dame ceguera y sordera, arráncame la lengua y córtame las orejas, Dios mío, si eso es lo que hace falta para que se salve mi nieto y se salve mi país, mátame de males para que tengan salud mi patria y mis hijos, gracias, Santiago, por enseñarnos a todos que aún había cosas por las que luchar en este México dormido y satisfecho y engañoso y engañador de 1968 Año de las Olimpiadas, gracias hijo mío por enseñarme la diferencia entre lo vivo y lo muerto, entonces la conmoción en la plaza fue como el terremoto que derrumbó al Ángel de la Reforma, la cámara de Laura Díaz subió a las estrellas y no vio nada, bajó temblando y se encontró el ojo de un soldado mirándola como una cicatriz, disparó la cámara y dispararon los fusiles, apagando los cantos, los lemas, las voces de los jóvenes, y luego vino el silencio espantoso y sólo se escucharon los gemidos de los jóvenes heridos y mo-
ribundos, Laura buscando la figura de Santiago y encontrando sólo los guantes blancos en el firmamento que se iba cerrando en puños insolentes, «deber cumplido», y la impotencia de las estrellas para narrar nada de lo ocurrido.
A culatazos sacaron a Laura de la plaza, la sacaron no por ser Laura, la fotógrafa, la abuela de Santiago, sacaron a los testigos, no querían testigos, Laura se ocultó bajo las amplias faldas su rollo de película dentro del calzón, junto al sexo, pero ella ya no pudo fotografiar el olor de muerte que asciende de la plaza empapada de sangre joven, ella ya no puede captar el cielo cegado de la noche de Tlatelolco, elía ya no puede imprimir el miedo difuso del gran cementerio urbano, los gemidos, los gritos, los ecos de la muerte… La ciudad se oscurece.
¿Ni siquiera Dantón Pérez-Díaz, el poderoso don Dantón, tiene derecho a recuperar el cadáver de su hijo? No, ni siquiera él.
¿A qué tienen derecho la joven viuda y la abuela de Santiago el joven líder rebelde? Si quieren, pueden recorrer la morgue e identificar el cadáver. Como una concesión al señor licenciado don Dantón, amigo personal del señor presidente don Gustavo Díaz Or-daz. Podían verlo pero no recogerlo y enterrarlo. No habría excepciones. No habría quinientos cortejos fúnebres el día tres de octubre de 1968 en la ciudad de México. El tránsito se haría imposible. Se violarían los reglamentos.
Entraron Laura y Lourdes al galerón helado donde una extraña luz de perla iluminaba los cadáveres desnudos tendidos sobre planchas de madera montadas en potros.
Laura temió que la muerte desnudase de personalidad a las víctimas desnudas de la sedicia de un presidente enloquecido por la vanidad, la prepotencia, el miedo y la crueldad. Ésa sería su victoria final.
– Yo no he matado a nadie. ¿Dónde están los muertos? A ver, que digan algo. Que hablen. ¡Muertitos a mí!
No eran muertos para el presidente. Eran alborotadores, subversivos, comunistas, ideólogos de la destrucción, enemigos de la Patria encarnada en la banda presidencial. Sólo que el águila, la noche de Tlatelolco, huyó de la banda presidencial, se fue volando lejos y la serpiente, avergonzada, mejor mudó de piel, y el nopal se agusanó y el agua del lago volvió a incendiarse. Lago de Tlatelolco, trono de sacrificios, desde lo alto de la pirámide fue arrojado el rey tlatilca en 1473 para consolidar el poder azteca, desde lo alto de la
pirámide fueron derribados los ídolos para consolidar el poder español, por los cuatro costados Tlatelolco era sitiado por la muerte, el tzompantli, el muro de las calaveras contiguas, superpuestas, unidas unas a otras en un inmenso collar fúnebre, miles de calaveras formando la defensa y la advertencia del poder en México, levantado, una y otra vez, sobre la muerte.
Pero los muertos eran singulares, no había un rostro igual a otro, ni un cuerpo idéntico a otro, ni posturas uniformes. Cada bala dejaba un florón distinto en el pecho, la cabeza, el muslo, del joven asesinado, cada sexo de hombre era un reposo diferente, cada sexo de mujer una herida singular, esa diferencia era el triunfo de los jóvenes sacrificados derrotando una violencia impune que se sabía absuelta de antemano. La prueba era que dos semanas más tarde, el presidente Gustavo Díaz Ordaz inauguraría los Juegos Olímpicos con un vuelo de pichones de la paz y una sonrisa de satisfacción tan amplia como su hocico sangriento. En el palco presidencial, con sonrisas de orgullo nacional, estaban sentados los padres de Santiago, don Dantón y doña Magdalena. El país había vuelto al orden gracias a la energía sin complacencias del Señor Presidente.
Cuando reconocieron el cadáver de Santiago en la morgue improvisada, Lourdes se arrojó llorando sobre el cuerpo desnudo de su joven marido pero Laura acarició los pies de su nieto y colgó una etiqueta del pie derecho de Santiago:
SANTIAGO EL TERCERO
1944- 1968
UN MUNDO POR HACER
Abrazadas, la vieja y la joven miraron por última vez a Santiago y salieron compartiendo un miedo difuso, ilocalizable. Santiago había muerto con una mueca de dolor. Laura vivió deseando que la sonrisa del muerto le devolviera la paz al cadáver y a ella.
– Es un pecado olvidar, es un pecado -se repetía sin cesar, diciéndole a Lourdes, no tengas miedo, pero la joven viuda lo sentía, cada vez que tocaban a la puerta se preguntaba, ¿será él, será un fantasma, un asesino, un ratón, una cucaracha?
– Laura, si tuvieras el chance de meter en una jaula a alguien como un escorpión y dejarlo colgado allí, sin pan ni agua…
– No lo pienses, hija. No lo merece.
– ¿En qué piensas, Laura, aparte; aparte de él?
– Pienso que hay quienes sufren y son insustituibles por su sufrimiento.
– Pero ¿quién asume el dolor de los demás, quién está disculpado de esta obligación?
– Nadie, hija, nadie.
Habían entregado la ciudad a la muerte.
La ciudad era un campamento de bárbaros.
Tocaron a la puerta.