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Felipe de morir en una trinchera del Marne, al hermano Santiago de morir fusilado al amanecer en Veracruz, a Frida otra vez de desangrarse en el parto y a Laura de qué, ¿de qué debía agradecer ella la salvación?

– Léele este poema a Frida -Rivera le entregó una pla-quette muy esbelta a Laura-. Es el mejor poema mexicano desde Sor Juana. Lee lo que dice en esta página,

Lleno de mí, sitiado en mi epidermis

por un dios inasible que me ahoga,

y más adelante,

¡Oh inteligencia, soledad en llamas,

que todo lo concibe sin crearlo!

y al final,

con El, conmigo, con nosotros tres…

– ¿Ven cómo lo entiende todo Gorostiza? Sólo somos tres, siempre tres. Padre, madre e hijo. Mujer, hombre y amante. Cám-bialo todo como quieras, al cabo siempre te quedas con tres, porque cuatro ya es inmoral, cinco es inmanejable, dos es insoportable y uno es el umbral de la soledad y la muerte.

– ¿Por qué ha de ser inmoral el cuarteto, tú? -se asombró Frida-. Laura se casó y tuvo dos hijos.

– Mi marido se fue -sonrió tímidamente Laura-. O mejor dicho yo lo dejé.

– Y siempre hay un hijo preferido, aunque tengas una docena -añadió Frida.

– Tres, siempre tres -salió musitando el pintor.

– Algo se trae el muy cabrón -juntó las cejotas Frida-. Dame acá esas láminas, Laura.

Cuando el hospital se quejó del desorden creciente del cuarto, los papeles regados por todas partes y el olor de los colores, Diego apareció como Dios en las tragedias clásicas, Júpiter tonante, y dijo en inglés que esta mujer era una artista, ¿no se daban cuenta estos idiotas?, los regañaba a ellos pero se lo decía a ella, con amor y con orgullo, esta mujer que es mi mujer pone toda la verdad, el sufrimiento y la crueldad del mundo en la pintura que el dolor le ha obligado a hacer: ustedes, rodeados del sufrimiento rutinario del hospital, jamás han visto tanta poesía agónica y por eso no la entienden…

– Mi chiquito lindo -le dijo Frida.

Cuando ella ya pudo moverse, regresaron al hotel y Laura clasificó los papeles pintados por ella. Un día por fin fueron las dos a ver a Diego pintando en el Instituto. El mural estaba muy adelantado pero Frida se dio cuenta del problema y cómo lo había resuelto el pintor. Las máquinas relucientes y devoradoras se trenzaban como grandes serpientes de acero y proclamaban su primacía sobre el mundo gris de los trabajadores que las manejaban. Frida buscó en vano los rostros de los obreros norteamericanos y entendió. Diego los había pintado a todos de espaldas porque no los entendía, porque eran rostros de pambazo crudo sin personalidad, caras de harina. En cambio, había introducido rostros morenos, negros y mexicanos, que ellos, sí, le daban la cara al público. Al mundo.

Las dos mujeres le llevaban todos los días una comida sabrosa y decente en canasta y se sentaban a verlo trabajar en silencio mientras él dejaba correr su río de palabras. Frida chupaba cucharadas de cajeta de Celaya que había traído para empacharse a gusto con el dulce de leche quemada, más ahora que recuperaba fuerzas. Laura iba vestida muy simplemente con un traje sastre y Frida, en cambio, llegaba cada vez más engalanada con rebozos verdes, morados, amarillos, trenzas de colores y collares de jadeíta.

Rivera había dejado tres espacios en blanco en su mural de la industria. Empezó a mirar cada vez más a la pareja femenina sentada a un lado de los andamios mirándolo trabajar, Frida chupando cajeta y sonando collares, Laura cruzando cuidadosamente las piernas ante la mirada de los ayudantes del pintor. Un día, las dos entraron y se vieron convertidas en hombres, dos obreros de pelo corto y overol largo, con camisas de mezclilla y manos enguantadas empuñando herramientas de fierro, Frida y Laura acaparando la luz del mural en un extremo bajo de la pared, Laura con sus facciones angulares acentuadas, el perfil de hachazo, las ojeras, el pelo ahora más corto que la permanente rehusada por la veracruzana de fleco y corte de paje, Frida también con pelo corto y patillas de hombre, las cejas espesas pero su detalle más masculino, el bozo del labio superior, eliminado por el pintor, ante el estupor divertido de la modelo: -Yo sí me pinto los bigotes, tú.

Quedaba otra área en blanco en el centro del muro y en toda la parte superior del fresco y Frida miraba inquieta esas ausencias, hasta que una tarde tomó a Laura de la mano, le dijo vamonos, tomaron un taxi, llegaron al hotel y Frida arrancó un papelote, lo

extendió sobre la mesa y comenzó a dibujar una y otra vez, insaciablemente, el sol y la luna, la luna y el sol, apartados, yuxtapuestos.

Laura miraba por la alta ventana del hotel en busca del astro y el satélite, elevados por Frida a un rango idéntico de estrellas diurnas y nocturnas, sol y luna paridos por Venus la primera estrella del día y la última de la noche, luna y sol iguales en rangos pero opuestos en horas, vistos por los ojos del mundo, no por los del universo, Laura, ¿con qué va a llenar Diego esos espacios en blanco de su mural?

– Me da miedo. Nunca se ha guardado un secreto así.

Sólo lo supieron el día de la inauguración. Una sagrada familia obrera presidía el trabajo de las máquinas y los hombres blancos de espaldas al mundo, los hombres morenos de cara al mundo y, en el extremo del fresco, las dos mujeres vestidas como hombres mirando a los hombres y encima de la depicción del trabajo y las máquinas una virgen de humilde vestido de percal y bolitas blancas como cualquier empleada del almacén de Detroit, levantando a un niño desnudo, con aureola también, y buscando en vano el apoyo de la mirada de un carpintero que le daba la espalda a la madre y al niño. El carpintero sostenía los instrumentos de su trabajo, el martillo y los clavos, en una mano, y dos maderos en cruz en la otra. Su halo se veía desteñido y contrastaba con el carmesí brillante de un mar de banderas que separaba a la sagrada familia de las máquinas y los obreros.

El murmullo creció cuando cayeron los velos.

Burla, parodia, burla de los capitalistas que lo emplearon, parodia del espíritu de Detroit, sacrilegio, comunismo. Otro muro, este de voces, comenzó a levantarse frente al de Diego Rivera, los asistentes comenzaron a dividirse, la gritería fue creciendo. Edsel Ford, el hijo del magnate, pidió calma, Rivera se subió a una escalera de mano y proclamó el nacimiento de un nuevo arte para la sociedad de futuro y tuvo que descender pintado de amarillo y rojo por los cubetazos que le empezaron a arrojar provocadores preparados de antemano por el propio Rivera mientras otra brigada de obreros, también preparada con anticipación por Diego, se plantó frente al mural y proclamó una guardia permanente para protegerlo.

Diego, Frida y Laura salieron la mañana siguiente por tren a Nueva York para iniciar el proyecto de los murales del Rockefeller Center. Rivera iba eufórico, limpiándose la cara con gasolina, feliz como un niño travieso que prepara su siguiente broma y las gana todas: atacado por los capitalistas por comunista y por los comunis-

tas por capitalista, Rivera se sentía puro mexicano, mexicano burlón, travieso, con más púas que un puercoespín para defenderse de los cabrones de aquí y de allá, ayuno de los rencores que vencían de antemano a los cabrones de aquí y de allá, encantado de ser el blanco del deporte nacional de atacar a Diego Rivera que ahora sería visto como una tradición nacional frente al nuevo deporte gringo de atacar a Diego Rivera, Diego el Puck gordo que en vez de las enramadas del bosque de una noche de verano, se reía del mundo desde el bosque de tablas de su andamio de pintor un minuto antes de caer al suelo y descubrir que tenía una cabeza de asno pero encontraba un regazo amoroso donde acogerse y ser acariciado por la reina de la noche que no veía al burro feo sino a un príncipe encantado, la rana convertida en el príncipe enviado por la luna para amar y proteger a su Friducha, mi chiquita, mi niñita adorada, quebrada, adolorida, todo es por ti, tú lo sabes, ¿verdad que sí?, y cuando te digo, Frida, «déjame ayudarte, pobrecita», ¿qué te estoy diciendo sino ayúdame, pobrecito de mí, ayuda a tu Diego?

Le pidieron a Laura que regresase a México con las maletas de verano, las cajas de cartón llenas de papeles, que pusiera todo en orden en la casa de Coyoacán, que se quedara a vivir allí si le cuadraba, que no necesitaban decirle más porque Laura vio que ellos se necesitaban más que nunca después del aborto, que Frida no iba a trabajar durante un rato y que en Nueva York no la necesitaría a Laura, saldría sobrando, tenía muchos amigos allí, le encantaba salir con ellos de tiendas y al cine, había un festival de películas de Tarzán que ella no quería perderse, las películas con gorilas le parecían maravillosas, había visto King Kong nueve veces, le devolvían el buen humor, la mataban de risa.

– Sabes que a Diego le cuesta mucho dormirse en invierno. Ahora tengo que pasar todas las noches con él para que tenga reposo y energía para el nuevo mural. Laura, no te olvides de llevarme una muñeca a mi cama en Coyoacán.

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