– Debimos denunciar los crímenes de Stalin desde antes de la guerra.
– No te engañes. Te habrían expulsado del Partido. Además, contra el enemigo, los olvidos que sean necesarios.
– Eso no quita que por lo menos entre nosotros debimos discutir los errores de la URSS, habríamos sido más humanos, nos habríamos defendido mejor contra el asalto macartista.
¿Cómo íbamos a imaginar lo que iba a pasar?, le dijo Ha-rry una noche a Laura, bebiendo cerveza al caer la noche en el jardincillo de espaldas a la montaña y los aromas de flor naciente y árbol moribundo, los comunistas americanos luchamos primero en España, luego en la guerra contra el Eje, los comunistas franceses organizaron de veras la resistencia, los comunistas rusos nos salvaron a todos en Stalingrado, ¿quién iba a pensar que cuando se acabó la guerra ser comunista sería un pecado y que los comunistas iríamos todos a la hoguera?, ¿quién?
Otro cigarrillo. Otra Dos Equis.
– La fidelidad a lo imposible. Ese fue nuestro pecado.
Laura le había preguntado si estaba casado y Harry le dijo que sí, pero prefería no hablar de eso.
– Todo pasó ya -quiso concluir.
– Tú sabes que no. Tienes que contármelo todo. Tenemos que vivirlo juntos. Si es que vamos a seguir viviendo juntos, Harry.
– ¿Los enojos, las peleas, los sermones, la inquietud por las reuniones secretas, la sospecha de que los acusadores tenían razón? «Me casé con una comunista». Parece el título de una de esas malas películas que hacen para justificar al macartismo como patriotismo. Así lavan los magnates de los estudios sus culpas rojillas. Fuck them. We'U see tomorrow.
– ¿Fuiste honesto con tu esposa?
– Fui débil. Me abrí ante ella. Me abrí de capa. Le conté mis dudas. ¿Vale lo que escribí para el cine o sólo me hicieron creer que era bueno porque servía a una causa -la causa, la única causa buena? ¿Estamos pagando un precio altísimo por algo que no valía la pena? Y ella me dijo, Harry, lo que escribes es una mierda. Pero no porque seas comunista, mi amor. Es que se te apagó el foquito. Ve las cosas como son. Tenías talento. Hollywood te lo robó. Era
un talento chiquitito, pero talento al fin. Perdiste lo poco que tenías. Eso me dijo, Laura.
– Conmigo será diferente.
– No puedo, no puedo. Ya no puedo.
– Quiero vivir contigo (en nombre de mi hermano Santiago y mi hijo Santiago, y cuidarte ahora a ti como no supe o no pude cuidarlos a ellos, tú lo entiendes, te enojas, me pides que no te trate como un niño, y yo te demuestro que no soy tu madre Harry, soy tu perra, a una madre no la usas como un animal, tampoco a una amante, no lo admite la sensiblería romántica de Hollywood, Harry, pero en mi caso, yo te lo pido, déjame ser tu perra, aunque a veces te ladre, no soy ni tu madre ni tu esposa ni tu hermana…).
– Be my bitch.
Él fumaba y bebía atentando con cada bocanada contra sus pulmones y su sangre, ella fingía beber con él, bebía sidral fingiendo que era whisky, se sentía como una de esas putas de cabaret que beben agua pintada y le hacen creer al cliente que es coñac francés, se avergonzaba del engaño pero no quería enfermarse ella misma porque en ese caso quién se haría cargo de Harry. Amaneció un día en Cuemavaca en 1952 y vio a su lado al hombre débil y enfermo dormido y allí mismo decidió que de ahora en adelante su vida sólo tendría sentido si la dedicaba a cuidar a este hombre, hacerse cargo de él, porque la vida de Laura Díaz cuando rebasó los cincuenta años se redujo a esa convicción, mi vida sólo tiene sentido si la dedico a la vida de alguien que me necesita, cuidar al necesitado, darle mi amor a mi amor, totalmente, sin condiciones ni arriére-pensées, como diría Orlando, ése es ahora el sentido de mi vida, aunque haya pleitos, incomprensiones, irritaciones de parte suya o de parte mía, platos rotos, días enteros sin dirigirnos la palabra, mejor así, sin esas rispideces nos convertiríamos en melcocha, voy a darle libertad a mis irritaciones contra él, no las voy a controlar, voy a darle la última oportunidad al amor, voy a amar a Harry en nombre de lo que ya no puede esperar más, voy a encarnar ese momento de mi vida y ya llegó: sé que él está pensando lo mismo, Laura, this is the last chance, esto entre tú y yo es lo que no puede esperar más, y es lo que estaba anunciado, es lo que ya pasó y sin embargo está pasando, estamos viviendo un anticipo de la muerte porque ante nuestras miradas, Laura, se despliega el porvenir como si ya hubiera ocurrido.
– Y eso sólo lo saben los muertos.
– Les hago una pregunta -Fredric Bell se dirigió a los comensales habituales de los weekends en Cuernavaca-. Todos sabíamos que durante la guerra las industrias hicieron ganancias enormes, gracias a la guerra. Yo les pregunto, ¿debimos ir a la huelga contra los explotadores del trabajo? No lo hicimos. Fuimos «patriotas», fuimos «nacionalistas», no fuimos «revolucionarios».
– ¿Y si los nazis ganan la guerra porque los obreros americanos se fueron a la huelga contra los capitalistas americanos? -preguntó el epicúreo que no se quitaba la corbata de moño a pesar del calor.
– ¿Me estás diciendo que escoja entre suicidarme esta noche o ser fusilado mañana al amanecer? ¿Como Rommel? -intervino el hombre de la quijada cuadrada y los ojos apagados.
– Te estoy diciendo que estamos en guerra, la guerra no ha terminado ni terminará nunca, las alianzas cambiarán, un día ganan ellos, otro ganamos nosotros, lo importante es no perder de vista la meta, y lo curioso es que la meta es el origen, ¿se dan cuenta?, la meta es la libertad original del hombre -concluyó el anuncio vivo de las camisas Arrow.
No, le dijo Harry a Laura, el origen no fue la libertad, el origen fue el terror, la lucha contra las fieras, la desconfianza entre hermanos, la lucha por la mujer, la madre, el patriarcado, mantener el fuego, que no se apague, sacrificar al niño para ahuyentar a la muerte, la plaga, el huracán, ése fue el origen. Nunca hubo edad de oro. Nunca la habrá. Lo que pasa es que no puedes ser un buen revolucionario si no crees esto.
– ¿Y McCarthy? ¿Y Beria?
– Esos fueron los cínicos. Esos nunca creyeron en nada.
– Respeto tu drama, Harry. Palabra que te respeto mucho.
– No pierdas el tiempo, Laura. Ven, dame un beso.
Cuando Harry murió, Laura Díaz regresó a Cuernavaca a darle la noticia al grupo de exiliados. Estaban reunidos como siempre los sábados en la noche y Ruth les servía grandes cantidades de pasta. Vio que el reparto cambiaba, pero los papeles eran los mismos y las ausencias eran suplidas por nuevos reclutas. McCarthy no se cansaba de encontrar víctimas, la mancha de la persecución se extendía como un derrame de aceite en el mar, como un pus inyectado a la fuerza en el pene. Theodore el viejo productor murió y El-sa su mujer no soportó la vida mucho tiempo sin él, el hombre alto y miope que usaba anteojos de carey obtuvo la posibilidad de fil-
mar en Francia y el hombre pequeño con la cabellera rizada y el copete muy alto pudo escribir guiones para Hollywood nuevamente, pero con seudónimo, usando un «frente»', un prestanombres.
Otros siguieron viviendo en México, en torno a Fredric Bell, protegidos por gente de la izquierda mexicana como los Rivera o el fotógrafo Gabriel Figueroa en la capital, pero fieles siempre a los argumentos que les permitirían vivir, recordar, discutirse, amortiguar el dolor de la lista creciente de perseguidos, excluidos, encarcelados, exiliados, suicidados, desaparecidos, haciéndose sordos a los pasos de la vejez, disimulando los cambios ciegos, ciertos y minuciosos en el espejo. Ahora Laura Díaz fue el espejo de los exiliados en Cuernava-ca. Les dijo Harry ha muerto y todos se hicieron más viejos de repente. Pero al mismo tiempo, Laura sintió con emoción visible que todos y cada uno brillaban como chispas del mismo fuego. Por un segundo, al darles la sencilla noticia Harry ha muerto, el miedo que les perseguía a todos, hasta los más valientes, el miedo que era el sabueso mejor entrenado por Joe McCarthy para morderle los talones a ios «rojos», se disipó en una especie de suspiro, de alivio final. Sin decir palabra, todos estaban diciéndole a Laura que Harry ya no se atormentaría más. Y ya no los atormentaba a ellos.
Le bastaron a ella las miradas de los americanos refugiados en Cuernavaca contra la persecución macartista para que se precipitara en su propia alma el recuerdo intolerable de todo lo que fue Hatry Jaffe, su ternura y su cólera, su valor y su miedo, su dolor político transferido al dolor físico. Su dolencia, Harry su amante como un ser doliente, nada más.
Bell el británico dijo que cuando una persona era citada ante el Comité de Actividades Anti Americanas del Congreso podía hacer una de cuatro cosas.
Podía invocar la Primera Enmienda de la Constitución que garantiza la libertad de expresión y de asociación. El riesgo de esta actitud era ser considerado en desacato del Congreso e ir a la cárcel. Es lo que le pasó a los Diez de Hollywood.
La segunda opción era invocar la Quinta Enmienda de la Constitución que concede a todo ciudadano el privilegio de no incriminarse a sí mismo. Quienes optaron por «tomar la Quinta» se exponían a perder su trabajo y caer en la lista negra. Es lo que le pasó a la mayoría de los exiliados en Cuernavaca.
Y la tercera posibilidad era delatar, nombrar nombres y confiar en que los estudios volverían a darles trabajo.
Entonces sucedió algo extraordinario. Todos, los diecisiete invitados más Bell, su mujer y Laura, tomaron la carretera para ir al pequeño cementerio de Tepozdán donde estaba enterrado Harry Jarle. Había luna y las tumbas humildes pero engalanadas de flores se extendían bajo la altura impresionante del Tepozteco y su pirámide de tres pisos descendiendo hasta las cruces azules y color de rosa, blancas y verdes, como si no fuesen sepulturas, sino una floración más del trópico mexicano. Un frío siempre prematuro caía sobre Tepozdán al anochecer y los gringos venían todos con chamarras, chales y hasta parkas.
Tenían razón. A pesar del claro de luna, las montañas arrojaban una sombra inmensa sobre el valle y ellos mismos, los perseguidos, los exiliados, se movían como un reflejo, eran como alas oscuras de un águila distante, un ave que se mira un día al espejo y ya no se reconoce porque se imaginaba de una manera y el espejo le demostró que no era así.
Entonces, en la noche tepozteca, a la luz de la luna, como en la obra de teatro final del Group Theater (el telón anterior a la clausura ante una sala vacía), cada uno de los exiliados dijo algo sobre la tumba de Harry Jaffe, el hombre admitido en el grupo pero al que nadie miraba, salvo Laura que llegó un día, se zambulló en una alberca llena de bugambilias y salió a ver de frente a su pobre, desgraciado, enfermo amor.