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– Mira un libro que acaba de publicarse en Francia y que me entregó uno de los hermanos. La gravedad y la gracia de Simone Weil, una judía conversa al cristianismo. Léelo. Es una filósofa extraordinaria capaz de decirnos que nunca debemos pensar en un ser al que amamos y del cual estamos separados sin imaginar que quizás esa persona ha muerto… Hace una lectura increíble de Hornero. Dice que la Iliada contiene tres lecciones. Nunca admires el poder. Nunca desprecies a los que sufren. Y no odies a tus enemigos. Nada está a salvo del destino. Ella murió durante la guerra. De tuberculosis y de hambre, sobre todo de hambre, porque se negó a comer más que la ración que le daban a sus hermanos judíos en los campos nazis. Pero lo hizo como cristiana, en nombre de Jesús.

Jorge Maura se detuvo un momento ante la tierra negra y sembrada de alvéolos, a la vista del Timanfaya. La montaña era de un color rojo ardiente, como un evangelio de fuego.

Perdoné todos los crímenes de la historia porque eran pecados veniales al lado de este crimen: hacer el mal imposible. Eso hicieron los nazis. Demostraron que el mal inimaginable era no sólo imaginable sino posible. Ante ellos, huyeron de mi memoria todos los siglos de crimen del poder político, de las iglesias, de los ejércitos, de los príncipes. Cuanto ellos hicieron se podía imaginar. Esto que hicieron los nazis, no. Hasta entonces yo creía que el mal existía pero no se dejaba ver, trataba de esconderse. O se presentaba como un medio necesario para alcanzar un fin bueno. Recuerdas que así presentaba Gregorio Vidal los crímenes de Stalin. Eran medios para un fin bueno. Además, se fundaban en una teoría del bien colectivo, el marxismo. Y Basilio Baltazar sólo buscaba la libertad del ser humano por todos los medios, aboliendo el poder, el jefe, la jerarquía.

Esto no. El nazismo era el mal proclamado en voz alta, anunciado con orgullo, «Yo soy el Mal. Soy el Mal perfecto. Soy el Mal visible. Soy el Mal orgulloso de serlo. No justifico nada sino el exterminio a nombre del Mal. La muerte del Mal a manos del Mal. La muerte como violencia y sólo violencia y nada más que violencia, sin redención alguna y sin la debilidad de una justificación».

Quiero ver a esa mujer, le dije al comandante de Buchen-wald.

No, usted se equivoca, la mujer que dice no está aquí, nunca ha estado aquí.

Raquel Mendes-Alemán. Así se llama. Acabo de verla, tras la alambrada.

No, esa mujer no existe.

¿Ya la mataron?

Tenga cuidado. No sea temerario.

¿Se dejó ver por mí y por eso la mataron? ¿Porque me vio y me reconoció?

No. No existe. No hay récord de ella. No complique usted las cosas. Después de todo, ustedes están aquí por graciosa concesión del Reich. Para que vean el buen trato que reciben los prisioneros. No es el Hotel Adlon, de acuerdo, pero si hubieran venido en domingo, habrían oído a la orquesta de los presos. Tocaron la obertura de Parsifal. Una ópera cristiana, ¿saben ustedes?

Exijo ver el registro de presos.

¿El registro?

No se haga el idiota. Ustedes son muy precisos. Quiero ver el registro.

Había una página arrancada con prisa de la «M», Laura. Ellos tan precisos, tan bien organizados, habían permitido que el encuadernado izquierdo de la página perdida mostrara sus bordes agudos y desiguales como el risco de las montañas de Lanzarote.

No supe más del destino de Raquel Mendes-Alemán.

Cuando terminó la guerra, regresé a Buchenwald pero los cadáveres enterrados en fosas comunes ya no eran quienes fueron y los incinerados se convirtieron en polvo para las pelucas de Goethe y Schiller dándose la mano en Weimar, la Atenas del Norte donde trabajaron Cranach y Bach y Franz Liszt. A ninguno se le hubiese ocurrido inventar el lema colocado por los nazis a la entrada del campo de concentración. No el consabido Arbeit Macht Frei, Libres por el Trabajo, sino algo infinitamente peor, Jedem das Seine,

Tengan su Merecido. Raquel. Quiero recordarla en la proa del Prínz Eugen atracado en La Habana, ofreciéndole casarme con ella para salvarla del holocausto. Quiero recordar a Raquel.

No, me miró con sus ojos hondos como una noche de presagios, ¿por qué he de ser yo la excepción, la privilegiada?

Me bastaron sus palabras para sumar toda mi propia experiencia en este medio siglo que iba a ser el paraíso del progreso y fue el infierno de la degradación. No sólo el siglo del horror fascista y estalinista; siglo de horror del que no se salvaron los que lucharon contra el mal, ¡nadie se salvó, Laura!, no se salvaron los ingleses que le escondieron el arroz a los bengalíes para que no tuvieran la voluntad de rebelarse y unirse a Japón durante la guerra, ni los mercaderes musulmanes que colaboraron con ellos; no se salvaron los ingleses que en la India le quebraron las piernas a los rebeldes que querían la independencia de su patria y no permitieron que los curaran; no se salvaron los franceses que colaboraron con el genocidio nazi o que clamaron contra la ocupación alemana de su patria pero consideraron derecho divino de Francia ocupar Argelia, Indochina, Senegal; no se salvaron los americanos que mantuvieron en el poder a todos los dictadores del Caribe y Centroamérica con sus cárceles repletas y sus mendigos en la calle, con tal de que apoyaran a los Estados Unidos; ¿quién se salva, los linchadores de negros, los negros ejecutados, encarcelados, vedados de beber u orinar junto a un blanco en Mississipi, la tierra de Faulkner?

– A partir de nuestro tiempo el mal dejó de ser una posibilidad para convertirse en un deber.

– No quiero ser compadecida, Jorge. Prefiero ser perseguida.

Son las últimas palabras que le escuché a Raquel. No sé si sufro por no haberla salvado o por el sufrimiento de ella. Pero la manera como miró a su verdugo en el campo, más que la manera como me miró a mí, me dijeron que hasta el último minuto, Raquel afirmó su humanidad y me dejó una pregunta para que viviese siempre con ella. ¿Cuál es la virtud de tu virtud, mi amor, el amor de mi amor, la justicia de mi justicia, la compasión de mi compasión?

– Quiero compartir el sufrimiento tuyo, como tú compartiste el de tu pueblo. Ése es el amor de mi amor.

Laura dejó a Jorge en la isla. Tomó el vaporcito sabiendo que no regresaría nunca. Jorge Maura no sería nunca más una figura precisa, sino una nebulosa, surgida de un pasado siempre presente cuya identificación sería la última prueba de que él estaba pero él ya no era.

Anda, le dijo, sé un santo, sé un estilita, encarámate solo a tu columna en el desierto, sé un cómodo mártir sin martirio.

Él le dijo que era muy dura con él.

Ella le contestó, porque te quiero. -¿Para qué te escondes en una isla? Mejor te hubieras quedado en México. No hay mejor escondite que el DF.

– Ya no tengo fuerzas. Perdóname.

– Bueno, eres español. Puedes confiar en que la muerte te llegue con retraso.

¿Tanto le dolía el reencuentro?

– No, es que he aprendido a tenerle miedo a los que me deforman con su amor, no a los que me odian. Cuando te fuiste a Cuba, me pregunté mil veces, ¿puedo vivir sin él, puedo vivir sin su apoyo? Necesitaba mucho tu apoyo para crearme un mundo propio que no sacrificase a ninguna persona querida. Tú me lo diste, sabes, tú me apoyaste para que regresara a mi casa y le dijera la verdad a mi familia, pasara lo que pasara. Sin tu amor apoyándome, jamás me habría atrevido. Sin tu recuerdo, habría sido una adúltera más. Contigo, nadie se atrevió a tirarme la primera piedra. Me siento libre porque tú me acompañas.

– Laura, ya pasó lo más terrible. Serénate. Piensa que me quedo solo aquí por mi propia voluntad.

– ¿Solo? Palabra que no te entiendo. ¿Cómo vas a ser religioso sin el mundo, cómo vas a llegar a Dios sin salir de ti? Ya ves cómo vives a medias, entre el monasterio y el mundo. ¿Crees que los monjes encerrados que prohiben la presencia de las mujeres ya encontraron a Dios, crees que lo pueden encontrar sin el mundo? ¡Qué pretencioso eres, cabrón pretencioso! ¿Vas a purgar los pecados del siglo veinte escondiéndote en esta isla de piedra? Eres el mismo orgullo que detestas. Eres tu propio Luzbel. ¿Cómo vas a hacerte perdonar tu soberbia, cabrón Jorge?

– Imaginando que Dios me dice: odio en ti lo mismo que tú has odiado en los demás.

– ¿Imaginando? ¿Sólo eso?

– Oyendo, Laura.

– ¿Sabes una cosa? Me voy a ir de aquí admirando tu indiferencia y tu serena sabiduría. Yo no.

– Raquel está enterrada en una tumba sin nombre, revuelta con centenares de cadáveres desnudos. ¿Seremos más que ella? No soy mejor. Soy distinto. Igual que tú.

– ¿Por qué te crees liberado? -le preguntó ella con incredulidad.

– Porque llegaste tú a hablarme con incredulidad. Tú eres la verdadera incrédula. Yo era el incrédulo anterior. Encuentro la salud viendo que hay un ser humano con menos fe que yo. Qué poquita cosa somos, Laura.

Le pidió permiso para contestar la pregunta que ella le estaba haciendo desde que llegó a Lanzarote («No debiste venir aquí, esta isla no existe, vas a creer lo que ves y cuando te vayas te darás cuenta de que nada está allí»): ¿Crees o no crees?

– Que es como preguntar, ¿el cristianismo es verdad o es mentira? Y yo te contesto que tu pregunta no tiene importancia. Lo que yo quiero averiguar aquí en Lanzarote, a caballo entre la vida monástica y la vida como tú la entiendes (entre la seguridad y el peligro) es si la fe puede darle sentido a la locura de estar aquí en la tierra.

¿Qué había descubierto?

– Que la vida de Cristo siempre es posible para un cristiano, pero nadie se atreve a imitarla.

– ¿No se atreven o no pueden?

– Es que creen que ser como Cristo es hacer como Cristo, resucitar muertos, multiplicar panes… Convierten a Cristo en ideología activa. Laura, Cristo sólo nos busca si no creemos en él. Cristo nos encuentra si no lo buscamos. Es la verdad de Pascal: me encontraste porque no me buscaste. Ésa es hoy mi verdad. Vete, Laura. Piensa que no tengo alegría. Cada atardecer en esta isla es muy triste.

«Vine porque tu lugar estaba vacío -se dijo Laura alejándose de la costa nocturna de Lanzarote con destino a Tenerife, a medida que la noche se hacía negra y la isla roja-. Ya no lo soportaba. Es peligroso vivir en un lugar vacío, añorando la vida que mi hijo no tuvo y el amor que tú me arrebataste. Pero yo perdí a mi hijo y tú perdiste a Raquel. Los dos dimos algo precioso. Quizás Dios, si existe, reconozca esta pérdida y se dé cuenta de cada una de

nuestras penas. Ahora ya no quiero pensar en ti. Pensar en ti me consuela demasiado y eleva mi imaginación. Quiero renunciar completamente a ti. Nunca te conocí».

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