– Ya no tengo fuerzas para seguir escarbando mis raíces. El mal español e hispanoamericano. ¿Quiénes somos?
Le pidió perdón por haberlo provocado.
– No, está bien. Levántate. Déjame mirarte bien. Te ves tan limpia, tan limpia…
– ¿Qué me quieres decir?
Laura ya no recuerda la postura de su amante, con su ropa húmeda pero recién lavada, vieja y con un olor a derrota que ningún jabón podía expulsar. No recuerda ya si el hombre estaba de pie o sentado en el catre, con la cabeza baja o mirando hacia afuera. Al techo. O a los ojos de Laura.
– ¿Qué te quiero decir? ¿Qué sabes?
– Sé tu biografía. De la aristocracia a la República a la derrota al exilio y al orgullo. El orgullo de Lanzarote.
– El pecado de Luzbel -rió Jorge-. Dejas muchos huecos, ¿sabes?
– Lo sé. ¿El orgullo en Lanzarote? Eso no es un hueco. Es aquí. Es hoy
– Limpio las letrinas de los monjes y veo dibujos imposibles en los muros. Como si un pintor arrepentido hubiese empezado algo que nunca terminó y sabiéndolo, escogió el lugar más humilde y humillante del monasterio para iniciar un enigma. Porque eso que yo veo o imagino es un misterio y el sitio del misterio es el lugar donde los buenos hermanos, lo quieran o no, cagan y mean, son cuerpo y su cuerpo les recuerda que nunca podrán ser totalmente, como lo quisieran, espíritu. Totalmente.
– ¿Crees que lo saben? ¿Son tan ingenuos?
– Tienen la fe.
Dios encarnó, dijo Maura con una suerte de exaltación domeñada, Dios se despojó de su impunidad sagrada haciéndose hombre en Cristo. Eso volvió a Dios tan frágil que los seres humanos se pudieron reconocer en él.
– ¿Por eso lo matamos?
– Cristo encarnó para que nos reconociéramos en Él.
Pero para ser dignos de Cristo, tuvimos que rebajarnos aún más para no ser más que Él.
– Eso debe pensar un monje cuando caga. Lo mismo hizo Jesús pero yo lo hago con más vergüenza. Ésa es la fe. Dios anda entre los pucheros, dijo Santa Teresa.
¿Él la andaba buscando?, le preguntó Laura, ¿la fe?
– Cristo tuvo que abandonar una santidad invisible para poder encarnar. ¿Por qué me piden que yo me haga santo para que encarne un poco de la santidad de Jesús?
– ¿Sabes lo que pensé cuando murió mi hijo Santiago? ¿Es el dolor más grande de mi vida?
– ¿Eso pensaste? ¿O sólo te lo preguntaste? Lo siento, Laura.
– No. Pensé que si Dios nos quita algo, es porque Él renunció a todo.
– ¿A su propio hijo, Jesús?
– Sí. No puedo dejar de pensarlo desde que Santiago se me fue. Fue el segundo, ¿sabes? Mi hermano y mi hijo. Los dos. Santiago el Mayor y Santiago el Menor. Los dos. ¿Tú lo sientes? ¡Imagíname!
– Ve más lejos. Dios renunció a todo. Tuvo que renunciar a su propia creación, el mundo, para dejarnos libres.
Dios se hizo ausente en nombre de nuestra libertad, dijo Jorge, y como nosotros usamos la libertad para el mal y no sólo para el bien, Dios tuvo que encarnar en Cristo para demostrarnos que Dios podía ser hombre y a pesar de serlo, evitar el mal.
– Ése es nuestro conflicto -continuó Maura-. Ser libres para hacer el mal o el bien y saber que si hago el mal ofendo la libertad que Dios me dio, pero si hago el bien ofendo también a Dios porque me atrevo a imitarlo, a ser como Él, a pecar de orgullo como Luzbel; tú misma acabas de decirlo.
Era horrible oír esto: Laura tomó la mano de Jorge.
– ¿Qué cosa digo que es tan terrible, dime?
– Que Dios nos pide hacer lo que no permite. No he oído nada más cruel.
– ¿Tú no lo has oído? Yo lo he visto.
¿Sabes por qué me resisto a creer en Dios? Porque temo verlo un día. Temo que si pudiera ver a Dios, allí mismo me quedaría ciego. Sólo puedo acercarme a Dios en la medida en que El se aleja de mí. Dios necesita ser invisible para que yo pueda empeñarme en una fe verosímil, pero al mismo tiempo temo la invisibilidad de Dios porque en ese instante yo ya no tendría fe, sino evidencia. Toma, lee la Subida al Monte Carmelo de San Juan de la Cruz, entra conmigo, Laura, a la noche más oscura del tiempo, la noche en que salí disfrazado a buscar a la amada para transformarnos, amada en el amado transformada, mis sentidos suspendidos, y mi cuello herido por una mano serena que me dice: Mira y no olvides… ¿Quién me separó de la amada, Dios o el Demonio?
La vi fugazmente a la amada, menos de diez segundos, cuando pasaba nuestro camión de la Cruz Roja Sueca frente a la alambrada de Buchenwald y en ese instante pasajero vi a Raquel perdida entre la multitud de los prisioneros.
Era muy difícil distinguir entre esa masa de seres demacrados, hambrientos, vestidos con uniformes a rayas y la estrella de David prendida al pecho, cubiertos por mantas vulneradas por el frío de febrero, abrazados los unos a los otros. Salvo ella.
¿Si esto es lo que nos permitían ver, qué habría detrás de lo visible, qué nos ocultaban, no se daban cuenta de que al presentarnos su mejor cara nos obligaban a imaginar la cara verdadera que era la cara oculta? Pero al ofrecernos esta terrible cara como su me¡or cara, ¿no nos estaban diciendo que si ésta era la mejor cara, la peor no existía -ya no existía-; era la cara de la muerte?
Vi a Raquel.
A ella la sostenía un hombre uniformado, un guardia nazi que le prestaba apoyo, no sé si porque le ordenaron que mostrara la compasión de sostener a un ser desvalido; no sé si para que Raquel no se derrumbara como un montón de trapos; no sé si porque entre los dos, Raquel y el guardia, había una relación de entrega agradecida, de favores mínimos que a ella le debieron parecer enormes -una ración extra, una noche en la cama del enemigo, quizás una simple, humana porción de piedad o acaso teatro, pantomima de humanidad para impresionar a los visitantes- o quizás un amor nuevo, imprevisible, entre víctima y verdugo, tan dañado el uno co-
mo el otro, pero capaces ambos de soportar el daño sólo en la compañía inesperada del uno con el otro, identificado el verdugo por el dolor de su obediencia con la víctima por el dolor de la suya: eran dos seres obedientes, cada uno a las órdenes de alguien más fuerte, Hitler lo había dicho, Raquel me lo había repetido, hay sólo dos pueblos frente a frente, los alemanes y los judíos.
Quizás me estaba diciendo: ¿Ves por qué no bajé del barco contigo en La Habana? Quería que me pasara esto que me está pasando. No quería evadir mi destino.
Entonces Raquel se soltó del brazo del guardia nazi y agarró con las manos el alambrado de púas; entre su verdugo o amante o protector o mimo y yo, Jorge Maura su joven amante universitario con el que un día entró a la catedral de Friburgo y los dos nos hincamos lado a lado sin temor al ridiculo y rezamos en voz alta,
vamos a regresar a nosotros mismos vamos a pensar como si fundáramos el mundo vamos a ser sujetos vivos de la historia vamos a vivir el mundo de la vida
esas palabras que entonces dijimos con profunda emoción intelectual, regresan ahora, Laura, como realidad aplastante, hecho intolerable, no porque se hubiesen realizado, sino precisamente porque no fueron posibles, el horror del tiempo las expulsó, pero de una manera misteriosa y maravillosa las hizo posibles, eran la verdad final de mi encuentro veloz y terrible con una mujer que amé y me amó…
Raquel clavó las manos en el alambrado y luego las arrancó del cerco de espinas de fierro y me las mostró sangrantes como… no sé cómo, porque no sé ni quiero saber ni quiero comparar a nada las bellas manos de Raquel Mendes-Alemán, hechas para tocar mi cuerpo como tocaba las páginas de un libro como tocaba un impromptu de Schubert como tocaba mi brazo para calentarse cuando caminábamos juntos en invierno por las calles universitarias: ahora sus manos sangraban como las llagas de Cristo y eso era lo que ella me enseñaba, no mires mi rostro, mira mis manos, no sientas pena por mi cuerpo, ten compasión de mis manos, George, ten piedad, amigo… Gracias por mi destino. Gracias por La Habana.
El comandante nazi que nos acompañaba, ocultando con una sonrisa la alarma y el enojo que le causaron el acto de Raquel, dijo frivolamente:
– Ya ven, no es cierto ese cuento de que las alambradas de Buchenwald están electrificadas.
– Cúrenle las manos. Mire cómo sangran, Herr Kom-mandant.
– Ella tocó el alambre porque quiso.
– ¿Porque es libre?
– Así es. Así es. Usted lo ha dicho.
– Soy débil. Sólo me quedas tú. Por eso vine a Lanzarote.
– Soy débil.
Caminaron de regreso al monasterio al caer la noche. Esta noche, sobre todas, Jorge quería regresar a la comunidad religiosa y confesar su debilidad camal. Laura, en el reencuentro con el cuerpo de Jorge, sintió la novedad del hombre, como si nunca hubiesen unido sus cuerpos antes, como si esta vez Laura hubiese encarnado, excepcionalmente, sólo para parecerse a ella, y él sólo para mostrarse desnudo ante ella.
– ¿En qué piensas?
– En que Dios aconseja lo que no permite. ¡Imitar a Cristo!
– No es que no lo permita. Lo vuelve difícil.
– Yo imagino que Dios me está diciendo todo el tiempo, «Odio en ti lo mismo que tú has odiado en los demás».
– ¿Qué es?
Vivía aquí, protegido a medias, indeciso, sin entender si quería una salvación física y espiritual completa y segura o un riesgo que le diera valor a la seguridad. Por eso caminaba todos los días del monasterio a la cabaña y de vuelta cada atardecer, de la intemperie al refugio, mirando a la cara, sin pestañear, a los de la Guardia Civil que ya se habían acostumbrado a él, lo saludaban, trabajaba con los hermanos, era un sirviente, un hombrecillo sin importancia.
Viajaba de una casa de piedra a otra entre un pasaje de piedra. Se imaginaba un cielo de piedra y un mar de piedra, en Lanzarote.
– Te has pasado el día preguntándome si creo en Dios o no, si he recuperado la fe de mi cultura católica, mi fe de niño…
– Y tú no me has contestado.
– ¿Por qué me volví republicano y anticlerical? Por la hipocresía y los crímenes de la Iglesia católica, su apoyo a los ricos
y poderosos, su alianza contra Jesús y con los fariseos, su desprecio hacia los humildes y los indefensos, mientras predicaba todo lo contrario. ¿Viste los libros que tengo en la cabaña?
– San Juan de la Cruz y ese volumen de Sor Juana Inés de la Cruz que compramos juntos en una librería de viejo en la calle de Tacuba. México… Parecen hermanos, pero él es santo y ella no. A ella la humillaron y le taparon la boca, le arrebataron sus libros y sus poemas. Hasta el papel, la tinta y la pluma le quitaron.